martes, 1 de noviembre de 2016

Literatura: El cantinero (cuento)

Por: Eduardo Barrionuevo

Un pequeño bar de la ciudad de Monteros era el lugar preferido de los hombres tristes, de nostálgicos, de borrachos sin rumbo, de poetas y locos; de artistas plásticos, de políticos y de desconocidos. La ausencia de luces era su atractivo principal, pues es sabido que a este tipo de noctambulantes les atrae la penumbra, las botellas de la barra medio vacías, la música triste como ellos, los cuadros en las paredes, fotografías de hace muchos años de gente desconocida y el humo de los cigarrillos frente a sus rostros, dibujando siluetas que adivinan atónitos y sonríen como quien sonríe tiernamente frente a lo inminente e irremediable. 

Un hombre, de sesenta y cinco años de edad tal vez, acostumbraba ir a ese bar. Siempre se sentaba en la punta de la barra, justo donde una de las lamparas no funcionaba y la penumbra lo envolvía parcialmente. Nadie sabía su nombre, ni de donde venía, pero siempre se sentaba en el mismo lugar y pedía un whisky. Sus ojos eran azules y oscuros. El cabello plateado daba cuenta de los años transcurridos; era alto, su voz grave y nunca sonreía. Sus ropas no diferían mucho unas de otras, pues siempre llevaba una camisa roja de mangas largas y pantalón negro. Había elegido ese bar porque era ideal para la taciturna vida de silencio que llevaba; pues ahí, nadie hablaba con nadie y a la madrugada, después de las cuatro, sólo eran dos o tres los asistentes. Todos de la misma índole, pero cada quien por su lado: uno, condenándose a sí mismo en una mesa alejada; otro, al lado de la ventana con la cortina cerrada y, aquel más, en la punta de barra. El cantinero, un hombre joven y de expresn pasiva, daba la impresión de ser ajeno a lo que ocurría. Parecía ser tan sólo un espectador al que le daba igual cualquier cosa.

Por las noches, al llegar las cuatro y media, los hombres ya estaban ocupando sus miserables puestos; los mismos de siempre y en el mismo lugar. No hablaban, ni siquiera para saludarse, al llegar o al retirarse. Cada uno, hacía un gesto con la mano cada vez que quería pedir otro trago. El cantinero ya sabía lo que tomaban: el de la mesa alejada, un flaco de cabello desalineado, que sostenía un cigarrillo constantemente y a veces parecía hablar solo, ginebra. Un viejo, de enormes y azules ojos, le miraba detenidamente durante algunos instantes cada vez que reía de súbito como si estuviese loco y, con un gesto de negación, volvía a mirar el vaso corto de whisky sin hielo que sostenía su mano. El de la mesa de la ventana, un hombre un poco extraño, se sentaba una vez cerradas las cortinas. Sentarse al lado de la ventana, en circunstancias normales, implica la voluntad o el deseo de observar a través de ella lo que ocurre afuera, aunque no debía ser muy atractivo ese afuera a las cuatro y media de la mañana en un pueblo como Monteros; no los martes, por lo menos. Pero al parecer su deseo no era ver qué había del otro lado. Quizás no quería que lo vieran, pues nunca falta el caminante nocturno que asoma la cabeza a los bares con pocas luces y con humo; en especial, si sus puertas están cerradas y cuelga el pequeño cartel -como un énfasis innecesario- que comunica el carácter de "Cerrado". Tomaba vino y en su mesa se encontraba una enorme copa servida con uno no demasiado caro, pero de buena cosecha. También levantaba la mirada de vez en cuando, aunque sólo para mirar al viejo. 

El bar no era demasiado grande. Cada madrugada era exactamente igual a la anterior. Nada cambiaba: los mismos manteles, los mismos ceniceros, los mismos vasos, los mismos desgraciados. Estoy en la certeza de que cada uno de estos tipos contaba con los demás para la siguiente madrugada. Cada uno, seguro de ver a los otros al llegar. 
Una de esas madrugadas, quizá un lunes o un jueves, el tipo de la mesa que se ubicaba al lado de la ventana hizo un gesto para que el cantinero llenara la copa. Cuando se acercó, el hombre le dijo: 
El flaco de la mesa aquella parece sufrir mucho; tiene un dejo de tristeza en la mirada y lo inunda una profunda y sombría melancolía. A veces se ríe y habla solo. Creo que quiere convencerse de algo, pero no lo logra. Vuelve a borrarse esa sonrisa de su rostro y a llenar su vaso con ginebra. 
Quedó sorprendido, pues el tipo parecía estar loco. Nunca antes había pronunciado más de dos palabras... y ahora salía con esto. No le dio demasiada importancia y culpó al vino de todo; supuso que estaba borracho y a los borrachos generalmente no les prestaba atención. Volvió detrás de la barra y ahí se quedó un momento viendo al tipo de la ventana mirar al viejo. 
No pasaron muchos minutos para que el viejo levantara la mano y pidiera el segundo o tercer whisky de la noche. El cantinero se acercó lentamente hacia la punta de la barra donde la luz se disminuía, al tiempo que en su cabeza daban vueltas las palabras sin sentido del loco que se sentaba al lado de la ventana a tomar vino. Por mientras, servía otra medida de escoces y, antes que levantase la botella, el viejo (señalando al flaco de la mesa alejada) exclamó: 
A veces me pregunto de qué se ríe el tipo de la mesa que esta allá.
Esto le resultaba inédito: ¿Acaso otra vez, en la misma noche, todos se disponían a hablar? se preguntó el cantinero. Levantó entonces la botella, que todavía inclinada seguía volcando whisky en el vaso y observó que se había pasado un poco de la medida, pero eso no le importó. El viejo prosiguió: 
Pareciera estar loco, pues habla sólo, se contesta y se ríe. Da la impresión de ser del tipo de personas que han perdido todo contacto con la realidad después de dos o tres ginebras. Siempre despeinado, levanta los brazos como quien pronuncia un discurso con elocuencia. Se ríe, se levanta frente a su mesa y se sienta otra vez. Después de esos momentos de aparente felicidad, vuelve a un estado nostálgico y melancólico. Fumando siempre un cigarrillo detrás de otro, pareciera querer convencerse a sí mismo de algo... de algo que, sospecha, es la felicidad. Y cuando está a punto de convencerse, mira a su alrededor. ¿Y qué ve?: a los mismos miserables de cada noche; se siente parte de nosotros y su vaso vuelve a estar medio vacío. Es curioso que le suceda noche a noche, una y otra y otra vez. Me lo imagino diciéndose a sí mismo lo bella que es la vida; después, decirse que es momento de reír soltando entonces una carcajada, sin importarle que está en este bar. Una carcajada que asusta porque deja ver el miedo que tiene a la infelicidad y porque no quiere dejarse caer, pero cae y pide mas alcohol. 
El cantinero se cuestionaba si el flaco, al pedir otra vuelta, también le diría algo; sin embargo, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Esa noche, cada uno pagó su cuenta y se fueron llendo sin hacer mucho ruido. Primero el tipo de la ventana, después el flaco y por último el viejo. Como era de esperarse, le resultaba casi imposible dejar de pensar en lo que había sucedido. 

Un lunes, a las dos y media de la madrugada, con todos en sus respectivos lugares y una lluvia intensa, se escuchó que golpeaban el vidrio de la entrada; quizás con una llave, quizás con una moneda. La puerta tenía ya colgado el cartel de cerrado, pero el llamado era insistente y el cantinero se acercó, corrió un poco la cortina y alcanzó a distinguir la figura de una mujer. Era algo muy raro supuso, pues las mujeres no frecuentaban ese lugar; no a esa hora y mucho menos en lunes. Sin embargo, terminó de abrir y la dama entró. Tres miradas se fijaron en la mujer, de unos treinta años probablemente, de pelo suelto no muy largo y color claro. Sus ojos eran grandes y oscuros. Con mirada cautivante, su expresión imponía un dominio en la escena. Nadie decía nada. Se acercó entonces a la mesa alejada, donde se encontraba el flaco, y le preguntó:  
¿Quién sos? 
Soy el miedo contestó el flaco.
La mujer sonrió cuando el flaco se levantó de la mesa, empezó a caminar por el pequeño bar y, hablando en un tono cada vez más fuerte, exclamó
Soy el miedo, la angustia, la melancolía. Los hombres que frecuentan este lugar me conocen aún sin conocerme, pues me ven reír y me ven llorar. Suponen que mi salud mental no es muy buena. Piensan que el alcohol me lleva a desvariar en un constante subir y bajar en mis emociones. Es cierto que me río mucho y solo, pero ninguno sabe por qué. ¡Me río de las horas que nos pasan, que nos atraviesan cada madrugada! Horas que me hacen cosquillas y no me duelen. ¡Horas que no siento porque soy el miedo, la soledad y el hastío! No importa por qué me río, pues luego la oscuridad se adueña de mí y las risas desaparecen... y me pongo lúgubre, sombrío, frío. Enciendo muchos cigarrillos y en el humo veo siluetas. ¡Soy el miedo de ese hombre en la punta de la barra y la angustia de aquel otro al lado de la ventana! Soy la soledad y el miedo del cantinero, que no entiende todavía lo que sucede y que me ubicó desde siempre en la mesa más alejada. Soy el miedo, la soledad, soy una ilusión. ¡Cantinero: basta de tantas sombras y mascaras! ¡Sos vos el viejo de la barra, el que imaginas que está ahí; pero no, no hay nadie! ¡Sos vos el tipo de la ventana y que se toma esa copa de vino! La única realidad es lo que digo, porque ni siquiera mi voz existe. ¡No hay nadie en la barra! ¡No hay nadie en la ventana! ¡No hay ninguna mujer! El bar cerró hace mucho tiempo y solo estamos vos y yo, sentados en el suelo, y borrachos... ¡Soy el miedo, la angustia y la melancolía!

El cantinero era ahora un hombre viejo ataviado con una camisa roja y un pantalón negro. Ambas prendas, sucias y rotas. Con una botella de un vino muy malo en la mano. El bar estaba en ruinas hace tiempo y ahora se daba cuenta de esto.


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