Por: Karim Yaver
Mary Wollstonecraft Shelley |
Viktor Frankenstein, al igual que el mítico Titán, se
eleva a alturas insospechadas y toma —arrebata más bien, transgrediendo las
reglas, las más fundamentales, las que no deberían de romperse— el fuego de los
dioses, lo lleva consigo a la tierra y lo ofrece a los primitivos hombres.
Ambos personajes —cada uno en su propio mito— son condenados: el hígado de
Prometeo, por un lado, será devorado hasta la eternidad por un ave de rapiña
(dependiendo de la tradición puede tratarse de un águila o de un buitre)
mientras yace encadenado a una piedra; Frankenstein, por el otro, es sentenciado
a arder en el mismo fuego que en un inicio él procreó: el monstruo (su
monstruo, su creación) lo hará pagar destruyendo
a aquellos a los que ama, en especial a Elizabeth, a quien finalmente reclama
como suya. No obstante estas similitudes, existe una diferencia esencial entre
uno y otro: aunque Prometeo debe cumplir un castigo, su acción al final beneficiaría
a los hombres: al acceder al fuego, éstos crecerían como especie y en algún
momento llegarían a sentirse similares a los propios dioses (el doctor Frankenstein
es un claro ejemplo). Viktor, sin embargo, no ofrece a la humanidad beneficio
alguno; por el contrario, lo que ofrece es una condena, un peso, un castigo que
otros compartirían: sí, su monstruo ha decidido hacerlo pagar, pero, al mismo
tiempo, tras ser recibido con desprecio y horror por una sociedad a su vez
despreciable y horrorosa, se ve en la imperiosa necesidad de hacer pagar a la
humanidad entera: no hará miramientos ni se tentará ese corazón que no le
pertenece antes de estrangular a un niño o de hacer caer en la desgracia a una
inocente.
Ahora, una duda podría surgir de lo
anterior, duda que apuntaría justo a la génesis de la obra: de entre tantas
figuras míticas, ¿por qué Mary habría elegido justo la de Prometeo como
paralelo simbólico al personaje principal de su novela? Se puede responder, con
anticipación a lo que sigue, que esta decisión no se dio por casualidad. Su
marido, Percy Bysshe Shelley, fue el autor de un enorme (no por su extensión,
sino por su calidad) poema dramático, llamado Prometeo liberado. Para Percy, la figura prometéica era
fundamental. Él y Lord Byron —amigos cercanos, por cierto— pueden considerarse dos
de los grandes arquetipos del poeta romántico: éste, aventurero y enamorado;
aquél, filósofo y enigmático; ambos en respuesta violenta contra lo
establecido; ambos tendiendo a la destrucción de la norma; ambos ateos y blasfemos;
ambos rebeldes en el sentido del héroe que no se atiene a las jerarquías. Byron
lo encarna en su obra —Caín, Don Juan— y cuando se embarca rumbo a
Grecia para luchar por la libertad de los helenos contra los turcos. Percy,
quien muere siendo muy joven y sufre de mala salud, lo encarna sólo en el
papel: Prometeo significaba para él la figura que se revela contra el tirano,
que busca la libertad propia y de los hombres (en consonancia, un poco, con el
Satán miltoniano), que debe destruir para empezar a crear; Prometeo es también
el que debe ser redimido al final.
Percy Bysshe Shelley |
La más grande obra antigua sobre el Titán
que ha sobrevivido hasta la fecha, la tragedia del Prometeo encadenado de Esquilo, cuenta lo que ya sabemos: el robo del
fuego y el castigo divino. Estudios filológicos han señalado que ésta
originalmente era el inicio de una trilogía (Prometheia), la cual culminaría con la liberación de Prometeo y su
perdón por parte de Zeus. Las otras dos obras se perdieron. Percy estaba
enterado de todo ello, pues su poema, lo dejaría bien claro, es una culminación
a la tragedia del griego. Pero Percy no era Esquilo, un dramaturgo respetuoso
de los dioses; Percy era lo que años después Verlaine llamaría un «poeta
maldito». Por lo tanto, Percy tendría que llevar las cosas un poco más lejos:
en su Prometeo, éste, al igual que en
el de Esquilo, sería liberado, si bien, en contraste, no obtendría (ni
desearía) ningún perdón divino: Prometeo, apoyado por otros titanes, hombres y
dioses, se levantaría contra Zeus y haría caer su tiránico mandato.
Mary y Percy fueron un matrimonio, hasta
donde se tiene constancia, bastante unido, cercano, no sorprende entonces que
el tema que tanto lo obsesionaba a él, ella lo terminase adoptando. Sin
embargo, como hemos podido ver, Mary lo aborda desde su propia y muy particular
manera: ella, menos idealista que su esposo y con la vista mucho más fija en el
horizonte de su tiempo, considera que, en este mundo «moderno», aquél que
busque arrebatar el fuego a los dioses no puede esperar otra cosa que quemarse en
él, y, posiblemente, morir ardiendo víctima de su propia injuria.
"Prometeo encadenado". Rubens & Snyders. Óleo sobre lienzo, 242,6 x 209,5 cm. Alrededor de 1611 |
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