sábado, 8 de octubre de 2016

Literatura: Un cuerpo ausente (cuento)

Por: José Contreras



Viktor Vasnetsov, 1871
Grave robbery, Viktor Vasnetsov (1871)
En el camposanto municipal de Ciudad Montañosa, justo cuando las farolas se encendieron y ya era hora de cerrar el acceso a los visitantes,  había dos policías, un forense y un detective desenterrando un ataúd. El occiso, Mario Cabrera, solía ser compañero del detective Oscar Zárate hasta que murió de una manera sospechosa: un infarto. Mario era un hombre joven y saludable que gustaba más de los vegetales que de la carne y que se ejercitaba todas las mañanas; no era probable que una falla en el corazón lo matara.

Unos días antes, Oscar y Mario estaban investigando a una enfermera que presuntamente envenenaba a sus pacientes, después de que estos la incluyeran en su testamento como beneficiaria. Dos ancianos habían muerto por enfermedades coronarias, lo cual no sería raro de no ser porque fallecieron en la misma semana, y un día después de la última visita de la enfermera que, para ese entonces, ya se sabía heredera de sus bienes.

Cuando el detective Cabrera dejó de existir, la autopsia inicial claramente indicaba un paro cardíaco. Sin embargo, el detective Zárate insistía en que su compañero podía haber sido envenenado de alguna forma, que no notaron, cuando interrogaron a la enfermera en su departamento sobre el hecho mencionado. Oscar alegó al capitán Juan Flores que él tomaba diariamente medicina para controlar la presión y que por eso tal vez había sobrevivido al atentado, por lo que también optó por enviar al laboratorio muestras de sangre, heces y orina; para ser examinadas y comprobar sus sospechas. Así que consiguió una orden para exhumar el cuerpo de su amigo, y otro forense que lo examinara, mientras que en el laboratorio de la estación policial se analizaban si había rastros de toxicidad en las muestras.

Para su sorpresa, cuando los cuatro extrajeron el ataúd del subsuelo, tirando de unas amarras en cada esquina, éste estaba tan liviano, que lo sacaron en el primer jalón, apenas esforzándose. El detective Cabrera llevaba dos días de muerto, su compañero aún lo lloraba, no era posible que se descompusiera tan rápido como para provocar esa notable diferencia en el peso del féretro. Cuando abrieron el ataúd, estaba vacío.

Oscar enloqueció ante la incredulidad que le causaba esto. Después de la esposa e hijos de su ex compañero, él había sido el primero en llegar al funeral y el último en irse del entierro. La tumba no daba señales de haber sido profanada y reconstruida, así que sólo pudo extraerse el cuerpo en la noche de su sepulto, después de que todos los dolientes se marcharan a sus casas, antes de que vaciaran el concreto.
Encabritado, como era de esperarse, fue a buscar al velador para reñirle. Cuando lo encontró en la oficina, lo reconoció como el viejo enterrador que había soterrado a su compañero hace un par de días.

Agarró al anciano por la camisa y lo levantó de su silla,

¿¡Por qué no está el cuerpo de Mario Cabrera en su tumba!? le gritó mientras lo empujaba de vuelta a su silla. El viejo no decía nada, no necesitaba hablar, sus gestos temerosos lo delataron como el responsable de ello.

¿Te pagó una mujer para deshacerte del cuerpo? preguntó Oscar, aminorando el tono de su voz, sin perder la autoridad que reforzaba con una mirada fija a los ojos del interrogado, que nada más asintió. 

El detective Zárate se alejó del señor, respetando su espacio personal, sentándose en la silla de enfrente.

¿Era una hermosa joven de pelo castaño y baja estatura? 

El enterrador le dijo que sí, pero que no quería problemas con nadie ya que necesitaba el dinero y pensó que nadie lo iba a notar. El detective le agradeció la información antes de salir, prometiéndole que nadie más se enteraría de esto.

Cuando salió del cementerio, acompañado de los otros policías y del equipo forense, llamó desde su celular al laboratorio para confirmar sus resultados. En efecto, el informe químico claramente indicaba que los detectives habían sido envenenados con una sustancia que atacaba el sistema circulatorio, la cual había penetrado en sus cuerpos por el sistema respiratorio. Oscar Zárate de inmediato recordó que la sospechosa se roció delante de ellos un perfume sin marca con un aroma demasiado dulzón. La culpabilidad de la enfermera era ahora indudable, sólo restaba examinar el misterioso perfume para comprobar que era el arma homicida, así que solicitó otra patrulla para que le llevara una orden de arresto al domicilio de la sospechosa.

Una vez que todos se reunieron afuera de la mansión, que apenas estaba recibiendo a la nueva propietaria, el detective Zárate la arrestó antes de que pudiera estrenarla. Ella aún tenía un par de maletas en cada mano y las iba a bajar para buscar las llaves en un bolso de lujo, que a una enfermera honrada le costaría muchos meses de su sueldo. Dentro de aquel bolso estaba el frasco de perfume que buscaba.

Ya arrestada, la llevaron a la estación. Ella confesó todos sus crímenes, por lo que no hizo falta examinar el verdadero contenido del frasco de perfume, pero se negaba a responsabilizarse de la desaparición del cadáver del detective Mario Cabrera. Sin embargo nadie le creyó ya que había mentido desde la primera vez que la interrogaron y había intentado matar a dos detectives. Concluyeron que trató de deshacerse de la evidencia sepultada. La enfermera pasó a detención mientras se buscaba un juez para que dictase la sentencia.

Pero a Oscar, que había omitido mencionar al enterrador en cumplimiento de su promesa, le pareció bastante raro que ella admitiera todos los homicidios mas no la desaparición de un cuerpo, que sería el menor de los delitos cometidos. Por lo que, después de que él mismo llenara los formularios requeridos y su declaración, regresó en su carro al cementerio.

Eran las diez y media de la noche, había tardado veinte minutos en llegar. Mientras el detective Zárate buscaba un lugar para estacionarse, pudo ver a través de las rendijas de la barda que el enterrador transportaba en una camilla de hospital un objeto cubierto con una sábana; las luces de las farolas proyectaban su sombra, amplificando a los protagonistas de la escena. El viejo empujaba la camilla rumbo a su oficina, pero en el trayecto una de las llantas se había atorado, cayendo el bulto por accidente; cuando lo levantó con evidente esfuerzo en su espalda, un zapato negro de mujer se asomó con indiscreción desde la sábana.

Tratando de no alertar al anciano, Oscar de inmediato apagó las luces de su vehículo y se orilló en la calle, justo al lado de un letrero que prohibía a cualquiera estacionarse allí; pero lo que menos le importaba era que después viniera una grúa y se llevase el carro, cuando por fin pillaría qué sucedía en ese camposanto. Tras ver que el viejo recogió el zapato y se apuró por ingresar en la privacidad de su oficina, cruzó la barda con sumo cuidado para no picarse con las púas. El castigo por profanar tumbas no pasaba de una multa mediana, si acaso un par de semanas en prisión y muchas horas de servicio comunitario, así que, merodeando entre las tumbas menos iluminadas y manteniendo una distancia prudente de su objetivo, decidió darle una lección muy severa con la cacha de su pistola a cada uno de sus arrugados dedos.

El detective tanteó la puerta, comprando que estuviera abierta. Entró, pero en la oficina no había nadie. El lugar era pequeño, aparte de la recepción sólo había un pequeño comedor y un baño completo con unos casilleros. Recorrió las tres piezas y no encontró a quién buscaba. Al dar un segundo recorrido, ahora sí buscando debajo de cada mueble, notó que en el baño estaban cuatro hileras de casilleros recargadas contra la pared, pero sólo la segunda fila vertical no tenía candados, mientras que los candados de las demás parecían no usarse con frecuencia. Movido por la curiosidad, trató de abrir un cajón, pero al hacerlo pudo ver que las dos primeras filas formaban una sola puerta; la entrada escondida daba acceso a una escalera descendiente, sin pasamanos, hecha de concreto y perfectamente bien iluminada por unas bombillas colocadas en hilera en el techo.

Con la pistola en mano la mano izquierda, sosteniéndose con la otra mano en la pared; descendió alrededor de treinta escalones, procurando no tropezar, para llegar a una pequeña cámara que parecía un bazar. Había montones de trajes y vestidos de diferentes épocas, doblados y exhibidos en diversos entrepaños; incontables relojes, collares y pulseras estaban expuestos sin temor a ser robadas; las zapateras se hallaban rebosantes de calzado para ambos sexos y para todas las edades. Al principio, Zárate pensó que el enterrador era un ladrón de tumbas, pero si así fuese no tendría sentido almacenar tantas cosas cuando se pudieran vender con suma facilidad en cualquier mercado de pulgas o casa de empeño. Entonces se preguntó qué hacía el viejo con los cuerpos.

El bazar tenía una puerta en el fondo. Cuando la cruzó entró en algo que pudiera ejemplificarse como un santuario, gracias a su altar, o un lugar de rezos, pero no a un dios que pudiera reconocerse . En las paredes había estrellas con forma octagonal talladas con cincel, entre sus picos había incrustaciones de piedras de distintos colores, todas diferentes entre sí. Oscar aparte de sentirse perturbado por el paganismo dominante en la estancia, sintió horror al ver pintas con blasfemias hacia esa deidad o demonio. Eran cuatro paredes que en sentido de las manecillas del reloj tenían los siguientes mensajes iracundos, como de quien reniega de su fe: Muchos años de servicio hacia ti, falso dios convenenciero; Te entregué lo más preciado que tenía y lo consideraste indigno. Eres lo peor que me pudo pasar, pedazo de mierda; ¡Te odio, Halbanaac! ¡Te odio!

Oscar tragó saliva y sintió que su mano derecha temblaba. Cerró el puño para tratar de armarse de valor. Miró que enfrente había otra puerta que se veía más sólida que las demás; parecía estar hecha de hierro. No sabía lo que sucedería si la abría, un policía prudente se hubiera regresado para pedir refuerzos, mas él tenía que comprobar lo que había sucedido con el cadáver de su amigo y la mujer del zapato negro.

Cuando abrió la puerta, su impulso inicial le obligaba a dispararle al viejo, pero se contuvo a tiempo, justo cuando le apuntó con su pistola. No sería una metáfora decir que el detective había entrado a una carnicería. Pilló al sepulturero vistiendo un mandil manchando de sangre, y desollando un torso femenino cuyas extremidades estaban colgadas de unos ganchos y la cabeza envuelta en plástico transparente.

¡Quieto o te disparo, asqueroso caníbal! gritó Oscar.

El viejo soltó un cuchillo del tamaño de una espada corta.

¡No es lo que usted cree, detective! gimió en tono suplicante al levantar sus manos en señal de rendición. Detrás del viejo había otra puerta más, tan gruesa como la anterior.

¿Qué hay allá? preguntó Oscar sin recibir contestación, igual que la primera vez que habló con él. ¡Abre la puerta, viejo! ordenó mientras le apuntaba con su arma a la cabeza, mas el enterrador se negó y se interpuso entre la puerta y él, extendiendo los brazos como si pretendiese atrancar la puerta con ellos.  

Oscar no deseaba correr riesgos, así que le disparó en un muslo, sin que la bala tocara el hueso. El sepulturero gimió fuerte, pero no tanto como para opacar un bramido que atravesó el hierro y las paredes. «¡¿Qué demonios fue eso?!» pensó el detective lleno de horror antes de pasar por encima del viejo para entrar en la siguiente habitación.

Al abrir la última puerta, el detective comenzó a sentir que se infartaba, el corazón se le detuvo por unos segundos y casi se desmayaba ante el tremendo espanto que presenciaba. La habitación estaba llena de huesos y calaveras regadas por el suelo; era una mazmorra, cuyo teratológico prisionero tenía una cola parecida a la de los perros y estaba encadenado de sus extremidades. Aquel salvaje ser, aunque erguido como los hombres, estaba contrahecho por donde se le mirase, en especial la piel que parecía quemadura cicatrizada.
Entró el viejo arrastrándose: 

¡No dispare contra mi hijo! gritó, pero lo ignoraron.

Oscar vació su  cargador contra aquella bestia, pero ésta, en vez de caer herida, se enfureció tanto que corrió, arrancó las cadenas de la pared en el proceso, y derribó al detective, inmovilizándolo con sus brazos ciclópeos, mientras se lo comía vivo con regocijo salvaje. El enterrador se puso de pie y cojeó para besar su frente, el beso paterno serenó al monstruo lo suficiente para que comiera sin frenesí. 

Ahora tendré que conseguir la carne todavía más fresca se lamentó. 

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