Por: José Contreras
Grave robbery, Viktor Vasnetsov (1871) |
Unos días antes, Oscar
y Mario estaban investigando a una enfermera que presuntamente envenenaba a sus
pacientes, después de que estos la incluyeran en su testamento como
beneficiaria. Dos ancianos habían muerto por enfermedades coronarias, lo cual
no sería raro de no ser porque fallecieron en la misma semana, y un día después
de la última visita de la enfermera que, para ese entonces, ya se sabía heredera
de sus bienes.
Cuando el detective
Cabrera dejó de existir, la autopsia inicial claramente indicaba un paro
cardíaco. Sin embargo, el detective Zárate insistía en que su compañero podía haber sido
envenenado de alguna forma, que no notaron, cuando interrogaron a la enfermera en su departamento sobre el hecho mencionado. Oscar alegó al capitán Juan Flores que él tomaba diariamente
medicina para controlar la presión y que por eso tal vez había sobrevivido al
atentado, por lo que también optó por enviar al laboratorio muestras de sangre, heces y orina; para ser examinadas y comprobar sus sospechas. Así que consiguió una orden para exhumar el
cuerpo de su amigo, y otro forense que lo examinara, mientras que en el
laboratorio de la estación policial se analizaban si había rastros de toxicidad
en las muestras.
Para su sorpresa,
cuando los cuatro extrajeron el ataúd del subsuelo, tirando de unas amarras en
cada esquina, éste estaba tan liviano, que lo sacaron en el primer jalón,
apenas esforzándose. El detective Cabrera llevaba dos días de muerto, su
compañero aún lo lloraba, no era posible que se descompusiera tan rápido como
para provocar esa notable diferencia en el peso del féretro. Cuando abrieron el
ataúd, estaba vacío.
Oscar enloqueció
ante la incredulidad que le causaba esto. Después de la esposa e hijos de su ex
compañero, él había sido el primero en llegar al funeral y el último en irse
del entierro. La tumba no daba señales de haber sido profanada y reconstruida,
así que sólo pudo extraerse el cuerpo en la noche de su sepulto, después de que
todos los dolientes se marcharan a sus casas, antes de que vaciaran el concreto.
Encabritado, como
era de esperarse, fue a buscar al velador para reñirle. Cuando lo encontró en
la oficina, lo reconoció como el viejo enterrador que había soterrado a su
compañero hace un par de días.
Agarró al anciano
por la camisa y lo levantó de su silla,
— ¿¡Por
qué no está el cuerpo de Mario Cabrera en su tumba!? —le gritó mientras lo empujaba de vuelta a su silla. El
viejo no decía nada, no necesitaba hablar, sus gestos temerosos lo delataron
como el responsable de ello.
—
¿Te pagó una mujer para deshacerte del cuerpo? —preguntó Oscar, aminorando el tono de su voz, sin perder la
autoridad que reforzaba con una mirada fija a los ojos del interrogado, que nada
más asintió.
El detective Zárate
se alejó del señor, respetando su espacio personal, sentándose en la silla de
enfrente.
— ¿Era una hermosa joven de pelo castaño y baja estatura?
El enterrador le dijo que sí, pero que no quería problemas con nadie ya que necesitaba el dinero y pensó que nadie lo iba a notar. El detective le agradeció la información antes de salir, prometiéndole que nadie más se enteraría de esto.
— ¿Era una hermosa joven de pelo castaño y baja estatura?
El enterrador le dijo que sí, pero que no quería problemas con nadie ya que necesitaba el dinero y pensó que nadie lo iba a notar. El detective le agradeció la información antes de salir, prometiéndole que nadie más se enteraría de esto.
Cuando salió del
cementerio, acompañado de los otros policías y del equipo forense, llamó desde
su celular al laboratorio para confirmar sus resultados. En efecto, el informe
químico claramente indicaba que los detectives habían sido envenenados con una
sustancia que atacaba el sistema circulatorio, la cual había penetrado en sus
cuerpos por el sistema respiratorio. Oscar Zárate de inmediato recordó que la
sospechosa se roció delante de ellos un perfume sin marca con un aroma
demasiado dulzón. La culpabilidad de la enfermera era ahora indudable, sólo
restaba examinar el misterioso perfume para comprobar que era el arma homicida, así que solicitó otra patrulla para que le llevara una orden de arresto al
domicilio de la sospechosa.
Una vez que todos
se reunieron afuera de la mansión, que apenas estaba recibiendo a la nueva
propietaria, el detective Zárate la arrestó antes de que pudiera estrenarla.
Ella aún tenía un par de maletas en cada mano y las iba a bajar para buscar las
llaves en un bolso de lujo, que a una enfermera honrada le costaría muchos
meses de su sueldo. Dentro de aquel bolso estaba el frasco de perfume que buscaba.
Ya arrestada, la llevaron a la estación. Ella confesó todos sus crímenes, por lo que no hizo falta examinar el verdadero contenido del frasco de perfume, pero se negaba a responsabilizarse de la desaparición del cadáver del detective Mario Cabrera. Sin embargo nadie le creyó ya que había mentido desde la primera vez que la interrogaron y había intentado matar a dos detectives. Concluyeron que trató de deshacerse de la evidencia sepultada. La enfermera pasó a detención mientras se buscaba un juez para que dictase la sentencia.
Pero a Oscar, que
había omitido mencionar al enterrador en cumplimiento de su promesa, le pareció
bastante raro que ella admitiera todos los homicidios mas no la desaparición de
un cuerpo, que sería el menor de los delitos cometidos. Por lo que, después de que él mismo llenara los formularios requeridos y su declaración, regresó en su carro
al cementerio.
Eran las diez y
media de la noche, había tardado veinte minutos en llegar. Mientras el
detective Zárate buscaba un lugar para estacionarse, pudo ver a través de las
rendijas de la barda que el enterrador transportaba en una camilla de hospital
un objeto cubierto con una sábana; las luces de las farolas proyectaban su
sombra, amplificando a los protagonistas de la escena. El viejo empujaba la
camilla rumbo a su oficina, pero en el trayecto una de las llantas se había
atorado, cayendo el bulto por accidente; cuando lo levantó con evidente
esfuerzo en su espalda, un zapato negro de mujer se asomó con indiscreción
desde la sábana.
Tratando de no
alertar al anciano, Oscar de inmediato apagó las luces de su vehículo y se
orilló en la calle, justo al lado de un letrero que prohibía a cualquiera
estacionarse allí; pero lo que menos le importaba era que después viniera una grúa y se
llevase el carro, cuando por fin pillaría qué sucedía en ese camposanto. Tras ver que el viejo recogió el zapato y se apuró por
ingresar en la privacidad de su oficina, cruzó la barda con sumo cuidado para
no picarse con las púas. El castigo por profanar tumbas no pasaba de una multa
mediana, si acaso un par de semanas en prisión y muchas horas de servicio
comunitario, así que, merodeando entre las tumbas menos iluminadas y
manteniendo una distancia prudente de su objetivo, decidió darle una
lección muy severa con la cacha de su pistola a cada uno de sus arrugados
dedos.
El detective tanteó
la puerta, comprando que estuviera abierta. Entró, pero en la oficina no había nadie. El lugar era pequeño,
aparte de la recepción sólo había un pequeño comedor y un baño completo con
unos casilleros. Recorrió las tres piezas y no encontró a quién buscaba. Al dar
un segundo recorrido, ahora sí buscando debajo de cada mueble, notó que en el
baño estaban cuatro hileras de casilleros recargadas contra la pared, pero sólo
la segunda fila vertical no tenía candados, mientras que los candados de las demás
parecían no usarse con frecuencia. Movido por la curiosidad, trató de abrir un
cajón, pero al hacerlo pudo ver que las dos primeras filas formaban una sola
puerta; la entrada escondida daba acceso a una escalera descendiente, sin
pasamanos, hecha de concreto y perfectamente bien iluminada por unas bombillas
colocadas en hilera en el techo.
Con la pistola en
mano la mano izquierda, sosteniéndose con la otra mano en la pared; descendió alrededor de treinta escalones, procurando no tropezar, para llegar a una pequeña
cámara que parecía un bazar. Había montones de trajes y vestidos de diferentes
épocas, doblados y exhibidos en diversos entrepaños; incontables relojes,
collares y pulseras estaban expuestos sin temor a ser robadas; las zapateras
se hallaban rebosantes de calzado para ambos sexos y para todas las edades. Al
principio, Zárate pensó que el enterrador era un ladrón de tumbas, pero si así
fuese no tendría sentido almacenar tantas cosas cuando se pudieran vender con
suma facilidad en cualquier mercado de pulgas o casa de empeño. Entonces se
preguntó qué hacía el viejo con los cuerpos.
El bazar tenía una
puerta en el fondo. Cuando la cruzó entró en algo que pudiera ejemplificarse
como un santuario, gracias a su altar, o un lugar de rezos, pero no a un dios
que pudiera reconocerse . En las paredes había estrellas con forma octagonal
talladas con cincel, entre sus picos había incrustaciones de piedras de
distintos colores, todas diferentes entre sí. Oscar aparte de sentirse
perturbado por el paganismo dominante en la estancia, sintió horror al ver
pintas con blasfemias hacia esa deidad o demonio. Eran cuatro paredes que en
sentido de las manecillas del reloj tenían los siguientes mensajes iracundos, como
de quien reniega de su fe: Muchos años de
servicio hacia ti, falso dios convenenciero; Te entregué lo más preciado que
tenía y lo consideraste indigno. Eres lo peor que me pudo pasar, pedazo de
mierda; ¡Te odio, Halbanaac! ¡Te odio!
Oscar tragó saliva
y sintió que su mano derecha temblaba. Cerró el puño para tratar de armarse de
valor. Miró que enfrente había otra puerta que se veía más sólida que las
demás; parecía estar hecha de hierro. No sabía lo que sucedería si la abría, un policía prudente se hubiera regresado para pedir refuerzos, mas
él tenía que comprobar lo que había sucedido con el cadáver de su amigo y la mujer
del zapato negro.
Cuando abrió la puerta, su impulso inicial le obligaba a dispararle al viejo, pero se contuvo a tiempo, justo cuando le apuntó con su pistola. No sería una metáfora decir que el detective había entrado a una carnicería. Pilló al sepulturero vistiendo un mandil manchando de sangre, y desollando un torso femenino cuyas extremidades estaban colgadas de unos ganchos y la cabeza envuelta en plástico transparente.
— ¡Quieto
o te disparo, asqueroso caníbal! —gritó Oscar.
El viejo soltó un cuchillo del tamaño de una
espada corta.
— ¡No
es lo que usted cree, detective! —gimió en tono suplicante al levantar sus manos en señal de rendición. Detrás del viejo había otra puerta más, tan gruesa como la anterior.
— ¿Qué
hay allá? —preguntó
Oscar sin recibir contestación, igual que la primera vez que habló con él. —
¡Abre la puerta, viejo! —ordenó mientras le apuntaba con su arma a la cabeza, mas
el enterrador se negó y se interpuso entre la puerta y él, extendiendo los
brazos como si pretendiese atrancar la puerta con ellos.
Oscar no deseaba correr riesgos, así que le
disparó en un muslo, sin que la bala tocara el hueso. El sepulturero gimió
fuerte, pero no tanto como para opacar un bramido que atravesó el hierro y las
paredes. «¡¿Qué demonios fue eso?!» pensó el detective lleno de horror antes
de pasar por encima del viejo para entrar en la siguiente habitación.
Al abrir la última
puerta, el detective comenzó a sentir que se infartaba, el corazón se le detuvo
por unos segundos y casi se desmayaba ante el tremendo espanto que presenciaba.
La habitación estaba llena de huesos y calaveras regadas por el suelo; era una
mazmorra, cuyo teratológico prisionero tenía una cola parecida a la de los
perros y estaba encadenado de sus extremidades. Aquel salvaje ser, aunque
erguido como los hombres, estaba contrahecho por donde se le mirase, en
especial la piel que parecía quemadura cicatrizada.
Entró el viejo
arrastrándose:
— ¡No dispare contra mi hijo! —gritó, pero lo ignoraron.
— ¡No dispare contra mi hijo! —gritó, pero lo ignoraron.
Oscar vació su cargador contra aquella bestia, pero ésta, en vez de caer herida, se enfureció tanto que corrió, arrancó las
cadenas de la pared en el proceso, y derribó al detective, inmovilizándolo con
sus brazos ciclópeos, mientras se lo comía vivo con regocijo salvaje. El
enterrador se puso de pie y cojeó para besar su frente, el beso paterno serenó
al monstruo lo suficiente para que comiera sin frenesí.
—Ahora tendré que conseguir la carne todavía más fresca —se lamentó.
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