Eloísa
Núñez estaba sentada frente a su ordenador, tecleando incesantemente letras que
no articularían nada interesante al convertirse en oraciones. Su café se había
enfriado y afuera un chubasco amenazaba con inundar media ciudad; ella no lo había
notado, y si lo hizo, se conformó con ignorarlo. Cada tecla generaba un sonido
único y, aunque quizás la redacción de la planeación de economía para sus
alumnos de bachillerato era inconsistente y sosa, lo audible era comparable con
una pequeña y simple sinfonía, pero eso también lo ignoró. Lo único que no
ignoró fue el timbre insistente de alguna impertinente visita. Eloísa no
esperaba a nadie y, más aún, ninguno de sus conocidos sabía con exactitud la
dirección de su apartamento; pero eso también lo ignoró.
Abrió
la puerta y frente a ella descubrió a un muchacho, veinteañero quizás, que
portaba en el hombro una iguana con un impermeable amarillo. Ella no supo qué
le sorprendió más: el hecho de que un niño llamase a su puerta; el hecho de que
este niño estuviese empapado hasta el tuétano y su cuerpo ni siquiera se
molestara en hacérselo notar; el hecho de que pensara que era un niño, pese a
que la diferencia de edades era probablemente menor a diez años; el hecho de
que la iguana llevara impermeable amarillo y su dueño no vistiera ni un suéter
de lana; o el hecho de que en su conjunto, toda esa imagen, era absurda.
La
sorpresa empezó a esfumarse cuando el muchacho le pidió pasar, y reapareció
cuando su cuerpo, sin consideración alguna de su negativa mental inmediata, se
apartó de la puerta. El muchacho entró en la salita contigua y, como una nube
implacable, mojó todo cuanto había debajo de él, incluyendo al sofá más
desusado del mundo. Tomó a la iguana, le quitó con sumo cuidado su impermeable
y la posó a su lado; estiró su brazo hasta el perchero, que estaba tan próximo
a él que no necesitó ninguna otra acción para colgar ahí el pequeño impermeable
que se balanceó y goteó por unos instantes. Después de un corto silencio,
insuficiente para que Eloísa sopesara sus acciones futuras, el muchacho dijo:
-Emil
quería visitarte, como son amigos, no podía negarme.
¿De
dónde sacaría ese extraño muchacho que la iguana y ella eran amigos? Había
comenzado a suponer que él estaba chiflado o que le hacía una broma, y ambas
posibilidades le incomodaban profundamente. Quizá el muchacho habría notado sus
dudas, porque inmediatamente se acomodó un poco el cabello, abrió aún más sus
ojos y sonrió con tal calidez que si esa palabra no la usara como sinónimo de
afecto, bien podría haberle secado la ropa inmediatamente. Después de eso,
Eloísa no podría contrariarlo, él en realidad creía lo que decía. ¿Qué hacer
contra su ingenuidad?
-Es
muy amable de tu parte, pero éste no es un buen momento. Estoy muy ocupada,
tengo mucho trabajo pendiente.
-Ya
había supuesto eso, pero Emil insistió, insistir demasiado demuestra necesidad,
así que pienso que él realmente necesita hablar con usted.
-Es
que… yo no los conozco.
-Lo
siento, lo siento mucho, qué torpe soy. Me llamo Roberto.
-Bien,
Roberto, creo que podría estar un poco confundido...
-No,
no, Emil me dijo que quería visitarla, Eloísa, me dio su dirección e insistió
en no posponer nuestra visita ni un día, aunque eso pudiese matarnos de
pulmonía.
Debía
ser una broma perfectamente planeada, porque hasta su nombre sabían (nótese que
ella ya consideraba a Emil, la iguana, como un ser pensante y no descartaba la
posibilidad de que fuera él el autor intelectual de la mofa, o al menos de que,
en su demencia, Roberto lo creyera así), pero Eloísa no sintió miedo, ni pensó
en echarlos de su salita, sólo sintió curiosidad y un embelesamiento
insondable hacia ese muchacho, mojado hasta el tuétano, ingenuo hasta la locura, y hermoso, como sólo alguien que cumple con esas condiciones puede serlo. Sintió
gratitud hacia la iguana del impermeable por haberlo arrastrado hasta ahí e
involuntariamente deseó abrazar al muchacho, lo deseó tanto, con tal
insistencia, que comenzó a pensar que lo necesitaba.
-¿Puedo
saber el motivo de su visita?
-Eso
no lo sé, Emil no dijo nada al respecto, así que pienso que es algo personal.
Debería preguntárselo usted.
Eloísa,
contraria a cualquier indicio de raciocinio, miró a la iguana y sin pena
alguna, pero sí con bastante propiedad, le preguntó:
-Emil,
¿por qué han venido a visitarme?
La
iguana permaneció indiferente, como todas las iguanas. También se mantuvo en
silencio, como todas las iguanas. Y Eloísa se sintió un poco tonta, pero sonrió
para sí.
-Pues,
a mí me parece un buen motivo, ¿no lo cree?
-¿Perdón?
-Sólo
decía que su explicación me resulta lógica, un poco incómoda, pero…
-No
lo entiendo…
-Yo
tampoco y debe saber, señorita, que no ha sido mi idea... Yo no sabía que él
quería presentarnos.
Eloísa
sintió cómo se sonrojaba, retiró su mirada de la de Roberto y la dirigió hacia
la iguana, podría haber jurado que Emil le guiñó el ojo. Pero eso era imposible, aunque, por
más que deseara lo contrario, todo cuanto había pasado desde que se separó de
su ordenador resultaba una locura.
-Será
mejor que nos retiremos…
-No -dijo Eloísa. Y, al parecer, el cielo estuvo de acuerdo con ella, porque un
trueno cimbró las ventanas-. Quédense.
-No
es mi intención incomodarla de ninguna manera, suficiente ha sido ya toda esta
confusión.
Eloísa
no estaba confundida, ni siquiera contrariada, mucho menos incómoda; estaba
feliz, ansiosa. ¿Estaría enamorada? ¿Acaso se puede amar algo tan incierto? Ella
nunca había amado a nadie, había conocido a muchos tipos, tipos buenos, pero
toda relación resultante de esa certidumbre, aunque duradera, estaba siempre
vacía. ¿Sería ésa la razón? Después de todo, qué es el amor sino algo
quimérico. Se acercó con lentitud hacia el muchacho, y lo besó. Sus fríos labios, más
allá de enfriarla, le calentaban el alma; fue correspondida tímidamente. Qué
dicha, qué suerte la suya. Es una lástima que la eternidad sea algo ficticio y
la vida se empecine en recordárnoslo. Roberto se separó de pronto, sonrojado.
-Lo
siento, esto es inapropiado.
-No,
no lo es.
-Es
que, Emil nos mira… Creo que debemos irnos, es tarde y Emil no es de esos tipos
que se desvelan…
-¿Usted
sí?
-Yo…
Bueno, eso no importa, después de todo, si estoy aquí es por él…
-Gracias
a él. Tengo un cuarto para invitados, es confortable y cálido, quizás Emil
quiera quedarse ahí.
-Puede
que tenga razón… Debería preguntárselo.
Eloísa
lo hizo sin pensarlo dos veces, y la iguana, lentamente y para su sorpresa,
asintió. Guió a Emil y a Roberto a través de la casa, pasaron por la cocina y
por el estudio y llegaron al cuarto de invitados. En efecto, era confortable aunque, como todo en aquel piso, pequeño.
-¿Le
gusta? -preguntó Eloísa, pero no se dirigía a Roberto, sino a Emil.
-Tiene
tanto sueño, que dormiría hasta en mi bolsillo…
Dejó
a Emil sobre la almohada blanca y estiró las cobijas hasta su cuello, él no
pasaría frío esa noche y ellos tampoco. Una vez acostado Emil, llevó a Roberto
hacia su habitación, considerablemente más amplia; lo guió como a un niño, sin
soltar su mano.
-No
puedo dormir en su habitación, ¿dónde dormirá usted?
-No
pretendo dormir…
-Ah,
sí, lo había olvidado… lamento haber interrumpido su trabajo, por nuestra
culpa, ahora deberá desvelarse…
Qué
inocente. Qué enternecedor. ¿Qué hacer contra su ingenuidad? Ansiaba cada vez
más abrazarlo, acercar su alma y cobijarlo.
-Más
bien pensaba que podríamos dormir juntos… -dijo, y sin esperar respuesta, posó
sus manos sobre su rosto y lo besó, besó y besó, primero rápido, después con
sosiego. Y él la besó, besó y besó, primero frío y después con pasión.
Afuera
el chubasco se emocionaba con lo que veía y llovía como si con esa agua quisiese
apaciguar su calor, pero no pudo. Se amaron como sólo dos locos pueden hacerlo,
sin motivos, sin cautela, de verdad.
A la
mañana siguiente, Eloísa despertó sola. Cuando lo notó, recorrió el apartamento
con desesperación; primero fue al cuarto de invitados, Emil no estaba y la cama
se hallaba perfectamente tendida. Fue entonces al estudio, después a la cocina y
por último a la salita. El sillón que casi nunca usaba estaba por completo seco
y no había ningún pequeño impermeable amarillo en el perchero. No tuvo tiempo
de entristecerse demasiado, no se lo permitió. La vida empieza y termina en el
amor. Regresó a su estudio y se sentó frente a su ordenador, buscó entre los
cajones de su escritorio y encontró una solución: tomó su bote de Navane, que siempre la
adormecía, y dio la orden a las píldoras de que marcharan militarmente una tras
otra hacia su garganta. Afuera aún llovía, quizá si el clima continuaba así,
por la tarde tendría alguna inesperada visita. Eloísa olvidó que nada es
eterno, ni el amor, ni los sueños, ni la vida y, en efecto, por la tarde recibió
una visita, pero no fue en absoluto inesperada.
Unos
días después, un gendarme se arremolinaba frente a su entrada, y un policía
aporreaba a su puerta para después forzarla. No tardó mucho tiempo en salir,
con su radio en la boca, susurrando inexpresivamente unas cuantas claves que
los chismosos vecinos intentaban escuchar.
«Y
ahora, ¿qué habrá hecho Eloísa la loca?». Se preguntaban, pero nadie les respondería.
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