Por: Antonio G.
La
primera vez que oímos lo que hacían, nos pareció demasiado violento,
sanguinario, aunque lleno de misericordia al mismo tiempo: terminar con un
dolor que nosotros no podíamos acabar. Se rumoraba que eran cuatro personas las
que trabajaban en ese feo asunto, pese a que otros decían que eran siete, y algunos
más que en verdad era sólo uno. A nosotros no nos importaba la cantidad, sino
el final asegurado que tenías una vez que los vieras frente a ti: la muerte.
Los
rumores decían que cuando ellos se presentaban, tocaban con amabilidad la
puerta. Uno podía ponerse en alerta desde ese momento, porque en la comunidad
vivimos pocos y nos conocemos todos, nos llamamos por nuestro nombre y gritamos
mucho, gritamos sobre todo cuando llegamos a la entrada de una casa y queremos
que alguien salga. No es necesario tocar, pero si lo hiciéramos, también deberíamos
de tener sumo cuidado porque las puertas son de ese material que no aguanta
mucho los golpes. Y esto es como una regla: gritar, no tocar. Nadie quiere
tumbar un pedazo de la casa del vecino. Pero ellos, ellos sí tocaban porque
eran ignorantes de esto que todos sabíamos; o quizá sí lo sabían y era su
manera de anunciarse, su simple carta de presentación: golpear la puerta con el
cuidado de quien toma en sus manos una rosa marchita. Y nosotros éramos la
rosa. Estábamos muriendo desde hace
tiempo, sin saberlo. Ellos sí lo sabían y por eso tenían el cuidado.
Hoy
escuché cuando tocaron, y el sonido que se produjo me pareció casi una melodía,
una mezcla de ecos que más bien se asemejaban a un coro de ángeles que me llamaban,
que me decían: es la hora y el día.
Se
rumoraba que el procedimiento de asesinato era sencillo. Esto seguro era, en parte, porque los de la comunidad no
ofrecían resistencia. Quizá la primera familia trató de luchar, pero es claro
que nadie puede ganarle a la muerte. Ellos lo eran. Los primeros han de haber
entendido aquello y al final, en silencio, aceptaron el destino: nacer, crecer,
sufrir y morir aquí. Los que eran las manos de la muerte, tomaban una moneda
entre sus dedos y pasaban integrante por integrante de la familia, cuestionándolos
sobre cuál de los dos lados escogía. Si salía el contrario del que se había
seleccionado, la persona era asesinada. Sencillo.
Hoy
escuché cuando tocaron, y después, cuando con rostros ensombrecidos nos paramos
en medio de la casa prácticamente vacía de muebles, oí que le hicieron la
pregunta a mi hermana.
Otro
rumor era que, una vez que se colocaban a todos los integrantes del hogar en un
lugar donde todos pudieran verse sin problemas, los ejecutores iniciaban el
rito con el miembro más chico de la familia.
Supe
que los Juarez hicieron dos preguntas antes de morir: por qué la moneda, por
qué comienzan con los más chicos. También supe la respuesta: en el azar está
Dios y Él es quien está decidiendo, nosotros somos solamente sus manos; es con
ellos porque queremos que los padres lo vean todo y no pierdan detalle, fueron
ellos quienes decidieron traerlos, verlos nacer, y ellos mismos quienes tienen
que verlos irse por no haber podido darles un futuro.
Hoy
escuché cuando tocaron, y después, cuando le hicieron la pregunta a mi hermana.
Vi sus ojos y caí en cuenta de que a pesar de tener cinco años, entendía su
destino. Eligió. La moneda se elevó hacia el cielo, girando despreocupada,
esperando hacer la gracia de Dios; luego se fue hacia abajo y cayó en la tierra
que era nuestro piso, produciendo un sonido seco y dejando una concavidad, una
huella para que nadie olvidara que había pasado por ahí.
No
sé qué escuché primero, si el disparo, el grito de mi madre, o el llanto
ahogado de mi padre. Quizá fue todo al mismo tiempo. Quizá el que ahogaba el
llanto era yo.
Otro
rumor decía que ellos no eran los que daban miedo, pues se presentaban con
trajes negros y corbatas; las mujeres vestían con faldas largas. Lo que en
realidad asustaba era la moneda, ese ente metálico que giraba una y otra vez,
que veía tantas muertes, y que seguía ahí. Ese instrumento azaroso se ocultaba
en las bolsas de cada uno de ellos, tan a gusto en su morada caliente y suave,
llena de confort; luego salía para ver las caras asustadas de todos, los ojos
llenos de miedo, de tristeza, de eso que ella no entendía; miraba los brazos
temblorosos, los labios que se movían hacia arriba y hacia abajo, la piel que
se crispaba; veía los poros dilatarse, constreñirse, los vellos ponerse erectos
para después tranquilizarse y regresar con lentitud a su posición como de
dormidos; y ella se burlaba de todo esto, porque estuvo antes que todos y
seguiría estando cuando ellos se fueran. También era como el mar, la comparaban
con ese otro ente milenario y por eso decían que cuando la moneda giraba, podía
escucharse el estruendo de las olas rompiendo en las piedras; un latir de mil
corazones. A la vez todo otro ruido se apagaba, el mismo mundo dejaba de girar
para que sólo girara la moneda. Y ésta seguía burlándose. Por eso también decían
que escucharla romper el aire, era como oír las risas de todo el mundo
dirigidas hacia nosotros. Como si todos estuvieran orgullosos, deseosos de que
nos desaparecieran.
Hoy
escuché esas risas y ese mar. Y me tapé los oídos con fuerza pero ahí adentro de
mi cabeza también se hacía presente el sonido.
La
moneda giró otras tres veces antes de llegar a mí, pero pudieron haber sido
cien o doscientas las ocasiones en que yo la vi elevarse y luego bajar. Sí, era
la moneda lo que daba más miedo, lo que crispaba más mis nervios, lo que
lograba que llegaran más lágrimas al suelo. Temblaba y mi corazón latía con
prisa como si estuviera corriendo, como si fuera mi primer beso, como si fuera
mi primer libro abierto. Y cuánto alcancé a leer y cuántas palabras aprendí y cuánto alcancé a
vivir. Y qué será de mis padres y qué será de mí y de las pocas clases que
recibí.
Hoy
escuché cuando tocaron, y después, cuando mataron a todos.
Ahora
me toca a mí. Vinieron siete: un asesino para cada integrante. La misma moneda
para todos.
Cuando
vino el primer rumor, nadie creyó que semejante cosa pudiera suceder en este
pueblo. Dudosos, fuimos a la casa que ellos habían visitado y nadie salió
después de que gritamos, nos decidimos a entrar y vimos entonces el suelo rojo.
Tuve después pesadillas con eso. Aquella vez sólo oímos un lamento poseedor de
tanta tristeza, que hasta a nosotros se nos vinieron las ganas de llorar, pero
nos aguantamos; nos dolía pasar saliva, como si tuviéramos algo atorado en
el gaznate. Caminamos con respeto por un lado de los cuerpos que otros habían
precipitado a dormir en el charco de sangre. Quisimos llegar al último
sobreviviente, a la última persona viva y melancólica que había quedado. La
vimos en el rincón del único cuarto, agazapada, cubierta la cara con sus
cabellos largos. Juntaba sus rodillas al cuerpo como si quisiera fusionarse
toda, hacerse pequeña; como si fuera un animal de circo que estuviese siendo
picado por su domador para que se quedara solamente en la periferia de la
jaula. Le dijimos que éramos nosotros, que ya todo había pasado, que todo
estaba bien. Entonces ella volteó, nos miró y dijo que no era cierto, nos dijo también las dos respuestas. Luego
sacó un arma y se disparó.
Por
eso nadie quedaba vivo.
Ese
era el último rumor: les dejaban una pistola con una bala por cada
sobreviviente de la moneda. Dios ya había decido que podían seguir viviendo, no
obstante, daban la elección de rebelarse, de decir que no estaban de acuerdo
con la decisión del supremo.
Eso
decían ellos, yo siempre creí algo más sencillo: no querían que se rebelaran,
sino que se mataran. A nadie le gusta la rebeldía. Por eso nadie vivía después de
que ellos hacían la visita. Los sobrevivientes nunca más
serían felices; y no es que en este pueblo se conociera tal cosa, pero era
claro que nos distanciaban más de ese sentimiento. Nos abrían más caminos
falsos para que nadie nunca llegara al verdadero destino. Porque de éste, sólo conocíamos
dos caras: carencia y hambre. Y no teníamos derecho de averiguar si había otra opción. Nunca creí que la felicidad pudiera encontrarse con esa base.
La
moneda gira y cada vez que lo hace se ríe de mí, se eleva al cielo en
carcajadas constantes, rebana el aire y tira ácido hacia todas partes, y ese
ácido me cae y me rasga la piel de la cara, me hiere el cuerpo; la moneda sigue girando
hacia arriba, casi a propósito para hacer más largo su camino hacia el suelo,
hacia el mismo infierno, que seguro es parecido a lo que estoy viviendo o a lo
que he vivido. Dónde están los demás, qué hace la gente en estos momentos;
habrá quien esté riendo, quien esté viajando a esos lugares exóticos que vi en
los libros; habrá quien no tenga ni idea de lo que sucede acá, en sitios que
parecen olvidados, extintos, donde parece que la misma tierra no nos quiere, que
sólo la muerte se acuerda de nosotros y a veces hasta a ella se le olvida que estamos aquí; dónde están todos esos otros que ríen y que saben lo que es ser
feliz, dónde están todos esos que no sienten ahora el que puede ser el último
abrazo de su madre, el baño de sus lágrimas; dónde están todos los que creen
que este mundo puede ser mejor, los que tienen esperanza y se quedan así,
esperando toda la vida. Esperando. Espero. La moneda asciende y espero. Ha
llegado a su punto final en el cielo, Dios le ha dicho el truco, el último
giro, el último movimiento. Comienza la disminución del espacio entre la moneda
y el suelo. El suelo también siempre estuvo aquí, es como la moneda: me vio
nacer y me verá morir, pero no hace ruido. El ente azaroso y él son cómplices.
Todos son cómplices. El que ríe ahora es parte de ellos, forma parte de sus
manos y el otro que ríe es una sección de su ojo. Porque todos saben que nos
matan, nos matan y nadie hace nada. Y si lo hacen, y si lo logran, no será en
mi turno, no será en mi azar ni en mi moneda. Tampoco en la de mis padres.
Maldigo ahora a todos los que están felices, porque yo estoy lleno de pesar y
el futuro se cierra y se abre ante mí; cierra-abre-cierra-abre:
cara-cruz-cara-cruz: vida-muerte-vida-muerte-vida-muerte. La moneda sigue
cayendo, sigue mancillando todo lo que está a mi alrededor, sigue hiriendo a mi
familia, dejándola con menos miembros; se mueve orgullosa, hasta con cierto
aire elegante, sabedora de su poder aplastante y amenazador. Parece que
bosteza, que se aburre de hacer lo mismo de siempre, pero en el fondo le
divierte el final: vale la pena.
Y
cae.
Y
Dios tal vez se acuerde de ti, pero no de mí.
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