miércoles, 26 de octubre de 2016

Literatura: Muerte y manuscrito de un nadie (cuento)

Por: Rigardo Márquez Luis


Siempre he considerado las ojeras una señal nítida de humanidad, pues ninguna criatura en toda la creación racional puede dormir en completa tranquilidad. Nadie que haya pisado los caminos del saber puede descansar el alma sin morir en el insomnio. Todos los pensantes escuchan susurros, canciones, voces ulteriores, cuando tienden el templo terrenal sobre la suave caricia de la medianoche. No se diga menos de los amantes, ásperos nubarrones circundantes de la corola idealizada que, en nombre de la musa palpitante, estallan en el silencio por la amorosa encomienda. Y estamos los imaginantes, señores de las posibilidades improbables, mortales con la brújula normal extraviada, reyes de la versatilidad alternativa.
He de hablar con el decoro de mi enfermiza tristeza, sumergida en ese pesar de existir en una realidad: una terrible (si me permiten decirlo), que depende de las horas, de la producción, de la esclavitud laboral. No sé quién fue el que categorizó la totalidad humanística en explotados y explotadores. Pero cierto es que algunos hombres sólo nacimos para describir las manifestaciones de los sentidos, para entender el lenguaje de la locura y la genialidad. Quizás, para aspirar a una cierta empatía colectiva por soñar con una belleza nunca antes percibida, palpada o proyectada.
Dicho todo esto, me enfocaré en mi última noche; aunque puedo sonar demasiado egoísta, ya que en realidad fue la última noche de la humanidad. Pero no puedo hablar por todos, pues es probable que algunos sobrevivieran más horas, e inclusive días. No deben quedarse con mi pesimismo (sentimiento asfixiante que cargo desde mi infancia) y por el que mi madre solía reprenderme cuando le externaba que esperaba sólo lo peor de cualquier situación. Nunca supe la etiología de mi comportamiento, pero he de suponer que iba tomada de la mano del miedo. He de decir que siempre fui un niño mortalmente miedoso, así que ser paranoico se me hizo un hábito para supervivir. Ese primitivo instinto se arraigó dentro de mí, significando una molestia pesarosa para todo aquel viajero que intentara cruzarse con mis estructuras mentales; haciendo que aquello llamado soledad, se volviera vida diaria en los capítulos de mi martirizante existencia. Dejando las características de mis miedos lo suficientemente claras, prosigo a desenvolver la encrucijada de mi tertulia póstuma.
Me hallaba meditabundo, cabizbajo, barajeando la indignidad de mis opciones y suspirando por la burocracia vocacional. Reflexionaba en que a mis 35 años nunca había obtenido un empleo; que vivía de la herencia de mi amorosa madre y de unos modestos recaudos literarios pues, por una módica suma, solía escribir cartas, documentos y poemas para los novios en los parques de la ciudad. Es probable que a ojos ajenos fuera yo una decepción ambulante, una gracia de la desidia y la pereza. No obstante, me permito aclarar que nunca obsesioné riquezas materiales, sino rosaledas sustanciales del espíritu manifiesto: llevé una vida simple, no deseé lujos ni vicios que me encadenasen a la tiránica explotación de las virtudes laboristas; aquellas que disecan los sueños y esperanzas hasta obtener un cadáver marchito, que repite una y otra vez la muerte de lunes a sábado, para acrecentar la avaricia de una cúpula de síndicos en corrupta eternidad.
Pero mis pensamientos quedaron de pronto interrumpidos por un súbito chillido, apenas perceptible al oído común y que quizá nadie más en el mundo hubiese podido escuchar. Sin embargo, mis sentidos eran prodigiosos y mi oído fino instrumento: una especie de radar ajustado para indicarme el más leve zumbido del entorno (por algo me decía mi santa madre: “Eres un brujo, duérmete ya”, cuando a vísperas de la madrugada le indicaba la procedencia de cada rastro audible que nos asaltaba en medio de la oscuridad). Analicé entonces los hemisferios de la sala para tratar de ubicar ese ingrato ruido; mas no tuve oportunidad de volver a escucharlo, por lo que mis bríos detectivescos se disolvieron al instante. Un sabor amargo se abatió sobre mi garganta: tosí algunas veces para tratar de sopesar dicho sentimiento y bebí un poco de agua para mejorar mi situación. Al final, decreté que lo mejor sería distraerme para evitar los paradigmas de la sugestión. Me dispuse a ver un rato la televisión: demasiados infomerciales para mi gusto (¿a quién se le ocurre poner anuncios de cocina a medianoche? ¿Acaso no tienen piedad para con los miserables que se encuentran a dieta de sueños?). Justo al silenciar ese aparato grisáceo y manipulador, resonó con la nitidez del trueno un ruido avasallador. Sonaba como trompetas en propicia armonía tenebrosa; y en forma imperial se extendía por doquier, desde lo celestial del firmamento, hasta las entrañas del inmundo averno. Pocas veces me sorprendió la acústica noctámbula; sin embargo, la ocasión era adversa, pues no era un sonido aislado, ni un festival de iracundos bebedores que celebraban su amor por el vicio. Se trataba, sin duda, de una declaración omnipotente; más allá de lo entendible, casi apocalíptica. Para ser preciso, aquella emanación sonora era igual a escuchar el desgarramiento de los cielos colapsando con el cúmulo de gases exteriores más cercanos. No se trataba de un desvarío mío, pues la mayoría de mis vecinos comenzaron a salir de sus casas con las caras profusas, como envestidas de un horror palpitante, y se arremolinaban en la calle mirando hacia los negruzcos confines de la bóveda superior. Incrédulos, murmuraban sobre el vacío en que unos relámpagos dorados se mecían donde alguna vez debieron estar las nubes. De pronto, semejando a la lluvia, descendió un fino velo de polvo ignoto. Era como si el cielo llorase oro granulado, brillante y reluciente. Un espectáculo hermoso: "polvo de los sueños”, decían los niños; "sueños de oro", musitaban los adultos, pensando tal vez en lo valioso del desconocido material. Yo les veía desde mi ventana, poco elegante tal vez, pero que me proveía de la seguridad necesaria.
Los fantasmas de mis miedos me obligaron a tapiar cada puerta, cada ventana, cada orificio de mi antiquísima morada. Me enclaustré sin balbucear en absoluto sobre lo extremo de mi conducta y, sin debatir ya más, me posé en la corona de Morfeo. Las horas del atardecer graznaron sobre mis sienes y, aunque adormilado por el sueño profundo que tuve, logré ponerme de pie. El abrazador descenso de la temperatura me despertó por completo; el vaho se emancipó de mis labios de manera cobarde y mis huesos los sentía calados. Todo en mí parecía derrumbarse y programé entonces mi mente para abandonar cualquier idea sobre alguna enfermedad. Muy a mi pesar, me sentía decaído y débil, mi visión se hallaba disminuida y apenas lograba divisar las formas negruzcas de mi habitación. Algo amorfo recitó el sonido del viento en lo ultraterreno... Traté de identificarlo, pero mis ojos sólo observaron una estela pálida, una penumbra malsana, un horror grotesco. Me toqué el corazón para cerciorarme de que no se trataba de una cruenta pesadilla: ¿acaso esa repulsiva precipitación amorfa era aquello a lo que yo he temido desde siempre con toda mi alma? No quería creer en mi mala estrella. Quise tranquilizarme y no dejar que la imaginación se tornase una maldición. 
Descendí entonces de mis aposentos, con mis sentidos agudizados en busca de un indicio que en realidad no deseaba corroborar. En mi morada sólo yacía la desolación, pues ni la luz del sol atravesaba las enormes cortinas necrománticas. Recordé entonces lo sucedido la noche anterior y no me sorprendió ya más la ausencia de la energía eléctrica ni el silencio de la línea telefónica. Me acerqué a la ventana para admirar el silencio universal, mortuorio y omnipresente. A pesar de ser las cinco de la tarde, la luz del sol iluminaba la escena con un extraordinario color púrpura; mas, lo que captó mi atención, fueron los cadáveres de mis vecinos rendidos en la calle, cubiertos por el polvo ignoto de la noche anterior. Pensé que por su curiosidad habían pagado con la vida; pero pecaría de mentiroso si dijera que me sentí mal por ellos, pues sabía que les seguiría en poco tiempo, cuando se me agotaran el agua y la comida. Justo en aquel instante sentí que algo posaba sus ojos sobre mí. Se trataba de una presencia ominosa y pesada. Podía seguir el ritmo de su aparente invisibilidad, pues poseía yo ese sexto sentido desarrollado por mis miedos. Un chillido perverso y una funesta forma, minúscula e ilegible, se dispersó por la parte posterior de la habitación. No me quedó duda alguna. Se trataba de la antesala de mi infierno personal: una rata. Quizás para la mayoría del mundo, dicho roedor no significa algo más que una plaga, una incomodidad o un bicho indiferente; pero para mí, se trataba del peor horror de mi pobre existencia. Desde que recuerdo, les temí demasiado ya que me representaban la inmundicia de lo terrenal, lo profano de la vida, lo execrable de lo reptante. No hay muerte que hubiese herido mi corazón, pero estas criaturas siempre representaron mi némesis: el terror más profundo que helaba mi sangre. La mayoría de las personas solían verme con ojos inquisidores cuando perdía la cordura por aquellos entes carroñeros, pues no solían creer que la garganta se me anudara por el asco de sólo pensarlos. 
Un estupor enfermizo se apoderó de mí, me hizo cruzar la sala y subir las escaleras hasta alcanzar mi cuarto para atrincherarme. Me coloqué las botas más pesadas que encontré y me dispuse a montar guardia; mientras que la monomanía primordial regresaba a mis pensamientos a manera de recuerdo: Era un tétrico noviembre, con cierto olor a luto, en que por alineación de mi mala estrella descendí al sótano para buscar algo sin importancia. Allí, entre las grotescas sombras, se hallaba el cuerpo putrefacto de Lancelot, mi querido felino, al que había perdido semanas antes. Tenía yo diez años, pero el observar aquello me causó tal impresión, que terminé abatido. De entre toda esa neblina tartárica, emergió un ser de mórbido tamaño. En su constitución macabra alcancé a observar dos ojos infernales precedidos de un abominable chillido: ¡una descomunal rata!, que se había estado alimentando del cadáver del que había sido mi gato –qué ironía, y que ahora se erigía en mi contra. No recuerdo bien lo sucedido, salvo que acabé con aquella maldita aberración de una manera tal vez instintiva. Desde aquel entonces, no soporté ya más la presencia de dichos moradores de la impiedad.
Pasé los siguientes días colocando trampas y veneno; trazando estrategias de eliminación que nunca dieron resultados óptimos. Aparte, me sentía asqueado con la simple idea de que debía contemplar su cadáver y levantarlo para deshacerme del mismo. Lo que me causaba mayor repulsión era asesinarla, pues siendo una calamidad de cierto peso y medida tendría que soportar su último chillido e incluso sopesar el palpitar de su carne en contra de mi bota. Melancólico, tomé asiento. Ya no quise recordar fechas, ni llevar la cuenta exacta de los días en que la pesadilla me empapaba. Ni siquiera me preocupaba el fin del mundo, pues sabía que eso había sucedido aquella noche del polvo dorado. Quizás no debía generalizar, pero estaba seguro que al menos más de la mitad de los humanos y las bestias habían caído aquella lúgubre madrugada. Ya no me quedaban muchos cirios ni velas, por lo que decidí pasar la noche en completa oscuridad, a pesar de tener a ese demonio tras de mí. Era asfixiante sentir su mirada; no hallarla y escuchar por ello sus cánticos de victoria; no poder conciliar el sueño por estar pendiente de que me asaltase en sacro reposo. De repente, me desperté por una caricia lóbrega. Con terrible pesar lancé manotazos por todos lados, pensando que se trataba de mi funesto verdugo. Harto de la situación, fui directo a la enorme alacena con la intención de descolgar una vieja escopeta. Al bajar las escaleras, me pareció ver una vetusta estela oscura y por el miedo instintivo contraje el pie, lo que me provocó una dolorosa caída. Maldije mi desgracia y la ira se tornó un poderoso analgésico. Cargué la escopeta y comencé a mover los muebles para hacerla salir. Me pareció vislumbrarla en una esquina inferior, por lo que disparé sin dudar, tratando de darle, sin obtener triunfo alguno. Me derrumbé entonces en el sillón con un cansancio extremo, me dolía además mucho la cabeza. La única chispa de paz que se asomó entonces en mi obsesionada encomienda fue el suicidio. Siempre consideré que yo no pertenecía a esta existencia tan ardua y tirana. Nunca me sentí cómodo con el sistema de la vida diaria y ahora, hallándome en la cruda soledad del fin del mundo, sentí como un deber terminar con mi propia esclavitud. Dispuse el cañón del arma en mi boca y suspiré por silenciar el miedo; pero de los confines de la memoria, una escena me arrancó el arma de las manos: recordé la imagen del cadáver de mi gato y de cómo aquella obscena rata se alimentaba de su putrescente carne. Un destino que me espantó de mil formas y al cual no iba a sucumbir: “Moriremos ambos, maldita, pero a la manera de los antiguos: de los grandes y nobles reyes... Rociaré gasolina a la casa entera para que el fuego redentor se haga cargo de nuestra querella”, vociferé con odio evidente.
Unos leves quejidos me regresaron a la cordura. Pensé que se trataba del viento; sin embargo, habían sido precedidos de tres golpes. Acudí a la puerta con una curiosidad controlada y descubrí a una mujer desmayada en el umbral. La asistí lo mejor que pude y cuando ella recupero el conocimiento, me lo agradeció.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?... Yo vengo del sur. Éramos varios. Sobrevivimos en un barco... Me temo que soy la última -sentenció con ojos vidriosos y llenos de decepción.
-Lo necesario... Y sí, ya lo había sospechado. Tendremos, pues, el privilegio de ver la última función de la vida humana -le susurré mientras le daba un poco de agua.
-Mis heridas (comentó, con apenas un hilo de voz) fueron producidas por el polvo dorado. ¿Sabes? es un virus necrótico. No me queda mucho tiempo, pues soy un foco de infección. En cuanto muera deberás quemarme o tú podrías contagiarte.
Luego, sonriendo agradecida, cayó presa del sueño mientras que con un paño trataba de hacerle menos ardorosas las llagas de su piel. 
Atendiendo a su salud, dormí también y desperté hasta casi las cuatro de la tarde. Mi alma lloró al verle sin insuflo de vida, pues había muerto mientras dormía. Me sentí herido y derramé lágrimas que se multiplicaron al recordar que nunca supe siquiera su nombre. En silencio recité: “¡Oh, bello ángel que fuiste bálsamo en la tempestad, ve pues al cielo de tus menesteres! ¡Virginia te nombraré, y celebraré en tu honor mi última noche! ¡Y tú, desalmada alimaña de las entrañas de la tierra, de los osarios nauseabundos del infierno, óyeme bien: arderás, arderás, arderás cual hereje en tiempos inquisitivos!”.
Me preparé entonces un banquete prodigioso. No escatimé en nada, pues quería irme sin culpas o antojos. Leí mi libro favorito y escribí mi última obra. Derramé gasolina en todos y cada uno de los rincones de la casa. Así lo hice sobre la pobre Virginia, aunque con delicadeza, pero cumpliendo así [de esta forma] su último deseo. Tomé algunas cosas, incluso una larga gabardina para lograr resistir lo más posible al mortal polvo. Deseaba ver el mundo libre, silencioso y solitario que se extendía a lo lejos. Prendí el cerillo y en acto solemne lo arrojé contra mi pesada maldición. El horrible lugar se llenó en segundos de rosas fatuas. A lo lejos, me pareció escuchar el chillido de un espíritu nauseabundo que descendía al averno del que nunca debió de haber salido.
Y yo, el último escribidor, el último soñador, el último loco, el último bohemio, el último anónimo, me despedí de entre las nebulosas fauces del dorado polvo…

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