Siempre
he considerado las ojeras una señal nítida de humanidad, pues ninguna criatura
en toda la creación racional puede dormir en completa tranquilidad. Nadie que
haya pisado los caminos del saber puede descansar el alma sin morir en el
insomnio. Todos los pensantes escuchan susurros, canciones, voces ulteriores,
cuando tienden el templo terrenal sobre la suave caricia de la medianoche. No
se diga menos de los amantes, ásperos nubarrones circundantes de la corola
idealizada que, en nombre de la musa palpitante, estallan en el silencio por la
amorosa encomienda. Y estamos los imaginantes, señores de las posibilidades
improbables, mortales con la brújula normal extraviada, reyes de la
versatilidad alternativa.
He
de hablar con el decoro de mi enfermiza tristeza, sumergida en ese pesar de
existir en una realidad: una terrible (si me permiten decirlo), que depende de
las horas, de la producción, de la esclavitud laboral. No sé quién fue el que
categorizó la totalidad humanística en explotados y explotadores. Pero cierto
es que algunos hombres sólo nacimos para describir las manifestaciones de los
sentidos, para entender el lenguaje de la locura y la genialidad. Quizás, para
aspirar a una cierta empatía colectiva por soñar con una belleza nunca antes
percibida, palpada o proyectada.
Dicho
todo esto, me enfocaré en mi última noche; aunque puedo sonar demasiado
egoísta, ya que en realidad fue la última noche de la humanidad. Pero no puedo
hablar por todos, pues es probable que algunos sobrevivieran más horas, e
inclusive días. No deben quedarse con mi pesimismo (sentimiento asfixiante que
cargo desde mi infancia) y por el que mi madre solía reprenderme cuando le
externaba que esperaba sólo lo peor de cualquier situación. Nunca supe la
etiología de mi comportamiento, pero he de suponer que iba tomada de la mano
del miedo. He de decir que siempre fui un niño mortalmente miedoso, así que ser
paranoico se me hizo un hábito para supervivir. Ese primitivo instinto se
arraigó dentro de mí, significando una molestia pesarosa para todo aquel
viajero que intentara cruzarse con mis estructuras mentales; haciendo que aquello
llamado soledad, se volviera vida diaria en los capítulos de mi martirizante
existencia. Dejando las características de mis miedos lo suficientemente claras,
prosigo a desenvolver la encrucijada de mi tertulia póstuma.
Me
hallaba meditabundo, cabizbajo, barajeando la indignidad de mis opciones y
suspirando por la burocracia vocacional. Reflexionaba en que a mis 35 años
nunca había obtenido un empleo; que vivía de la herencia de mi amorosa madre y
de unos modestos recaudos literarios pues, por una módica suma, solía escribir cartas,
documentos y poemas para los novios en los parques de la ciudad. Es probable
que a ojos ajenos fuera yo una decepción ambulante, una gracia de la desidia y
la pereza. No obstante, me permito aclarar que nunca obsesioné riquezas
materiales, sino rosaledas sustanciales del espíritu manifiesto: llevé una vida
simple, no deseé lujos ni vicios que me encadenasen a la tiránica explotación
de las virtudes laboristas; aquellas que disecan los sueños y esperanzas hasta
obtener un cadáver marchito, que repite una y otra vez la muerte de lunes a
sábado, para acrecentar la avaricia de una cúpula de síndicos en corrupta
eternidad.
Pero
mis pensamientos quedaron de pronto interrumpidos por un súbito chillido,
apenas perceptible al oído común y que quizá nadie más en el mundo hubiese
podido escuchar. Sin embargo, mis sentidos eran prodigiosos y mi oído fino instrumento:
una especie de radar ajustado para indicarme el más leve zumbido del entorno
(por algo me decía mi santa madre: “Eres un brujo, duérmete ya”, cuando a
vísperas de la madrugada le indicaba la procedencia de cada rastro audible que
nos asaltaba en medio de la oscuridad). Analicé entonces los hemisferios de la
sala para tratar de ubicar ese ingrato ruido; mas no tuve oportunidad de volver
a escucharlo, por lo que mis bríos detectivescos se disolvieron al instante. Un
sabor amargo se abatió sobre mi garganta: tosí algunas veces para tratar de
sopesar dicho sentimiento y bebí un poco de agua para mejorar mi situación. Al
final, decreté que lo mejor sería distraerme para evitar los paradigmas de la
sugestión. Me dispuse a ver un rato la televisión: demasiados infomerciales
para mi gusto (¿a quién se le ocurre poner anuncios de cocina a medianoche? ¿Acaso
no tienen piedad para con los miserables que se encuentran a dieta de sueños?).
Justo al silenciar ese aparato grisáceo y manipulador, resonó con la nitidez
del trueno un ruido avasallador. Sonaba como trompetas en propicia armonía
tenebrosa; y en forma imperial se extendía por doquier, desde lo celestial del
firmamento, hasta las entrañas del inmundo averno. Pocas veces me sorprendió la
acústica noctámbula; sin embargo, la ocasión era adversa, pues no era un sonido
aislado, ni un festival de iracundos bebedores que celebraban su amor por el
vicio. Se trataba, sin duda, de una declaración omnipotente; más allá de lo
entendible, casi apocalíptica. Para ser preciso, aquella emanación sonora era
igual a escuchar el desgarramiento de los cielos colapsando con el cúmulo de
gases exteriores más cercanos. No se trataba de un desvarío mío, pues la
mayoría de mis vecinos comenzaron a salir de sus casas con las caras profusas, como
envestidas de un horror palpitante, y se arremolinaban en la calle mirando
hacia los negruzcos confines de la bóveda superior. Incrédulos, murmuraban sobre
el vacío en que unos relámpagos dorados se mecían donde alguna vez debieron
estar las nubes. De pronto, semejando a la lluvia, descendió un fino velo de
polvo ignoto. Era como si el cielo llorase oro granulado, brillante y reluciente.
Un espectáculo hermoso: "polvo de los sueños”, decían los niños; "sueños
de oro", musitaban los adultos, pensando tal vez en lo valioso del desconocido
material. Yo les veía desde mi ventana, poco elegante tal vez, pero que me proveía de la seguridad necesaria.
Los
fantasmas de mis miedos me obligaron a tapiar cada puerta, cada ventana, cada
orificio de mi antiquísima morada. Me enclaustré sin balbucear en absoluto sobre
lo extremo de mi conducta y, sin debatir ya más, me posé en la corona de Morfeo.
Las horas del atardecer graznaron sobre mis sienes y, aunque adormilado por el sueño profundo que tuve, logré ponerme de
pie. El abrazador descenso de la temperatura me despertó por completo; el vaho
se emancipó de mis labios de manera cobarde y mis huesos los sentía calados.
Todo en mí parecía derrumbarse y programé entonces mi mente para abandonar
cualquier idea sobre alguna enfermedad. Muy a mi pesar, me sentía decaído y
débil, mi visión se hallaba disminuida y apenas lograba divisar las formas negruzcas
de mi habitación. Algo amorfo recitó el sonido del viento en lo ultraterreno...
Traté de identificarlo, pero mis ojos sólo observaron una estela pálida, una
penumbra malsana, un horror grotesco. Me toqué el corazón para cerciorarme de
que no se trataba de una cruenta pesadilla: ¿acaso esa repulsiva precipitación
amorfa era aquello a lo que yo he temido desde siempre con toda mi alma? No quería
creer en mi mala estrella. Quise tranquilizarme y no dejar que la imaginación
se tornase una maldición.
Descendí entonces de mis aposentos, con mis sentidos agudizados en busca de un indicio que en realidad no deseaba corroborar. En mi morada sólo yacía la desolación, pues ni la luz del sol atravesaba las enormes cortinas necrománticas. Recordé entonces lo sucedido la noche anterior y no me sorprendió ya más la ausencia de la energía eléctrica ni el silencio de la línea telefónica. Me acerqué a la ventana para admirar el silencio universal, mortuorio y omnipresente. A pesar de ser las cinco de la tarde, la luz del sol iluminaba la escena con un extraordinario color púrpura; mas, lo que captó mi atención, fueron los cadáveres de mis vecinos rendidos en la calle, cubiertos por el polvo ignoto de la noche anterior. Pensé que por su curiosidad habían pagado con la vida; pero pecaría de mentiroso si dijera que me sentí mal por ellos, pues sabía que les seguiría en poco tiempo, cuando se me agotaran el agua y la comida. Justo en aquel instante sentí que algo posaba sus ojos sobre mí. Se trataba de una presencia ominosa y pesada. Podía seguir el ritmo de su aparente invisibilidad, pues poseía yo ese sexto sentido desarrollado por mis miedos. Un chillido perverso y una funesta forma, minúscula e ilegible, se dispersó por la parte posterior de la habitación. No me quedó duda alguna. Se trataba de la antesala de mi infierno personal: una rata. Quizás para la mayoría del mundo, dicho roedor no significa algo más que una plaga, una incomodidad o un bicho indiferente; pero para mí, se trataba del peor horror de mi pobre existencia. Desde que recuerdo, les temí demasiado ya que me representaban la inmundicia de lo terrenal, lo profano de la vida, lo execrable de lo reptante. No hay muerte que hubiese herido mi corazón, pero estas criaturas siempre representaron mi némesis: el terror más profundo que helaba mi sangre. La mayoría de las personas solían verme con ojos inquisidores cuando perdía la cordura por aquellos entes carroñeros, pues no solían creer que la garganta se me anudara por el asco de sólo pensarlos.
Un estupor enfermizo se apoderó de mí, me hizo cruzar la sala y subir las escaleras hasta alcanzar mi cuarto para atrincherarme. Me coloqué las botas más pesadas que encontré y me dispuse a montar guardia; mientras que la monomanía primordial regresaba a mis pensamientos a manera de recuerdo: Era un tétrico noviembre, con cierto olor a luto, en que por alineación de mi mala estrella descendí al sótano para buscar algo sin importancia. Allí, entre las grotescas sombras, se hallaba el cuerpo putrefacto de Lancelot, mi querido felino, al que había perdido semanas antes. Tenía yo diez años, pero el observar aquello me causó tal impresión, que terminé abatido. De entre toda esa neblina tartárica, emergió un ser de mórbido tamaño. En su constitución macabra alcancé a observar dos ojos infernales precedidos de un abominable chillido: ¡una descomunal rata!, que se había estado alimentando del cadáver del que había sido mi gato –qué ironía–, y que ahora se erigía en mi contra. No recuerdo bien lo sucedido, salvo que acabé con aquella maldita aberración de una manera tal vez instintiva. Desde aquel entonces, no soporté ya más la presencia de dichos moradores de la impiedad.
Descendí entonces de mis aposentos, con mis sentidos agudizados en busca de un indicio que en realidad no deseaba corroborar. En mi morada sólo yacía la desolación, pues ni la luz del sol atravesaba las enormes cortinas necrománticas. Recordé entonces lo sucedido la noche anterior y no me sorprendió ya más la ausencia de la energía eléctrica ni el silencio de la línea telefónica. Me acerqué a la ventana para admirar el silencio universal, mortuorio y omnipresente. A pesar de ser las cinco de la tarde, la luz del sol iluminaba la escena con un extraordinario color púrpura; mas, lo que captó mi atención, fueron los cadáveres de mis vecinos rendidos en la calle, cubiertos por el polvo ignoto de la noche anterior. Pensé que por su curiosidad habían pagado con la vida; pero pecaría de mentiroso si dijera que me sentí mal por ellos, pues sabía que les seguiría en poco tiempo, cuando se me agotaran el agua y la comida. Justo en aquel instante sentí que algo posaba sus ojos sobre mí. Se trataba de una presencia ominosa y pesada. Podía seguir el ritmo de su aparente invisibilidad, pues poseía yo ese sexto sentido desarrollado por mis miedos. Un chillido perverso y una funesta forma, minúscula e ilegible, se dispersó por la parte posterior de la habitación. No me quedó duda alguna. Se trataba de la antesala de mi infierno personal: una rata. Quizás para la mayoría del mundo, dicho roedor no significa algo más que una plaga, una incomodidad o un bicho indiferente; pero para mí, se trataba del peor horror de mi pobre existencia. Desde que recuerdo, les temí demasiado ya que me representaban la inmundicia de lo terrenal, lo profano de la vida, lo execrable de lo reptante. No hay muerte que hubiese herido mi corazón, pero estas criaturas siempre representaron mi némesis: el terror más profundo que helaba mi sangre. La mayoría de las personas solían verme con ojos inquisidores cuando perdía la cordura por aquellos entes carroñeros, pues no solían creer que la garganta se me anudara por el asco de sólo pensarlos.
Un estupor enfermizo se apoderó de mí, me hizo cruzar la sala y subir las escaleras hasta alcanzar mi cuarto para atrincherarme. Me coloqué las botas más pesadas que encontré y me dispuse a montar guardia; mientras que la monomanía primordial regresaba a mis pensamientos a manera de recuerdo: Era un tétrico noviembre, con cierto olor a luto, en que por alineación de mi mala estrella descendí al sótano para buscar algo sin importancia. Allí, entre las grotescas sombras, se hallaba el cuerpo putrefacto de Lancelot, mi querido felino, al que había perdido semanas antes. Tenía yo diez años, pero el observar aquello me causó tal impresión, que terminé abatido. De entre toda esa neblina tartárica, emergió un ser de mórbido tamaño. En su constitución macabra alcancé a observar dos ojos infernales precedidos de un abominable chillido: ¡una descomunal rata!, que se había estado alimentando del cadáver del que había sido mi gato –qué ironía–, y que ahora se erigía en mi contra. No recuerdo bien lo sucedido, salvo que acabé con aquella maldita aberración de una manera tal vez instintiva. Desde aquel entonces, no soporté ya más la presencia de dichos moradores de la impiedad.
Pasé
los siguientes días colocando trampas y veneno; trazando estrategias de
eliminación que nunca dieron resultados óptimos. Aparte, me sentía asqueado con
la simple idea de que debía contemplar su cadáver y levantarlo para deshacerme
del mismo. Lo que me causaba mayor repulsión era asesinarla, pues siendo una
calamidad de cierto peso y medida tendría que soportar su último chillido e
incluso sopesar el palpitar de su carne en contra de mi bota. Melancólico, tomé asiento. Ya no quise
recordar fechas, ni llevar la cuenta exacta de los días en que la pesadilla me
empapaba. Ni siquiera me preocupaba el fin del mundo, pues sabía que eso había
sucedido aquella noche del polvo dorado. Quizás no debía generalizar, pero
estaba seguro que al menos más de la mitad de los humanos y las bestias habían
caído aquella lúgubre madrugada. Ya no me quedaban muchos cirios ni velas, por
lo que decidí pasar la noche en completa oscuridad, a pesar de tener a ese
demonio tras de mí. Era asfixiante sentir su mirada; no hallarla y escuchar por
ello sus cánticos de victoria; no poder conciliar el sueño por estar pendiente de que me asaltase en sacro reposo. De repente, me desperté por una caricia
lóbrega. Con terrible pesar lancé manotazos por todos lados, pensando que se
trataba de mi funesto verdugo. Harto de la situación, fui directo a la enorme
alacena con la intención de descolgar una vieja escopeta. Al bajar las
escaleras, me pareció ver una vetusta estela oscura y por el miedo instintivo
contraje el pie, lo que me provocó una dolorosa caída. Maldije mi desgracia y
la ira se tornó un poderoso analgésico. Cargué la escopeta y comencé a mover
los muebles para hacerla salir. Me pareció vislumbrarla en una esquina inferior,
por lo que disparé sin dudar, tratando de darle, sin obtener triunfo alguno. Me
derrumbé entonces en el sillón con un cansancio extremo, me dolía además mucho
la cabeza. La única chispa de paz que se asomó entonces en mi obsesionada
encomienda fue el suicidio. Siempre consideré que yo no pertenecía a esta
existencia tan ardua y tirana. Nunca me sentí cómodo con el sistema de la vida
diaria y ahora, hallándome en la cruda soledad del fin del mundo, sentí como un
deber terminar con mi propia esclavitud. Dispuse el cañón del arma en mi boca y
suspiré por silenciar el miedo; pero de los confines de la memoria, una escena
me arrancó el arma de las manos: recordé la imagen del cadáver de mi gato y de
cómo aquella obscena rata se alimentaba de su putrescente carne. Un destino que
me espantó de mil formas y al cual no iba a sucumbir: “Moriremos ambos,
maldita, pero a la manera de los antiguos: de los grandes y nobles reyes... Rociaré
gasolina a la casa entera para que el fuego redentor se haga cargo de nuestra
querella”, vociferé con odio evidente.
Unos
leves quejidos me regresaron a la cordura. Pensé que se trataba del viento; sin
embargo, habían sido precedidos de tres golpes. Acudí a la puerta con una curiosidad
controlada y descubrí a una mujer desmayada en el umbral. La asistí lo mejor que
pude y cuando ella recupero el conocimiento, me lo agradeció.
-¿Llevas
mucho tiempo aquí?... Yo vengo del sur. Éramos varios. Sobrevivimos en un
barco... Me temo que soy la última -sentenció con ojos vidriosos y llenos de decepción.
-Lo
necesario... Y sí, ya lo había sospechado. Tendremos, pues, el privilegio de
ver la última función de la vida humana -le susurré mientras le daba un poco
de agua.
-Mis
heridas (comentó, con apenas un hilo de voz) fueron producidas por el polvo
dorado. ¿Sabes? es un virus necrótico. No me queda mucho tiempo, pues soy un
foco de infección. En cuanto muera deberás quemarme o tú podrías contagiarte.
Luego, sonriendo agradecida, cayó presa del sueño mientras que con un paño trataba de hacerle menos ardorosas las llagas de su piel.
Atendiendo a su salud, dormí también y desperté hasta casi las cuatro de la tarde. Mi alma lloró al verle sin insuflo de vida, pues había muerto mientras dormía. Me sentí herido y derramé lágrimas que se multiplicaron al recordar que nunca supe siquiera su nombre. En silencio recité: “¡Oh, bello ángel que fuiste bálsamo en la tempestad, ve pues al cielo de tus menesteres! ¡Virginia te nombraré, y celebraré en tu honor mi última noche! ¡Y tú, desalmada alimaña de las entrañas de la tierra, de los osarios nauseabundos del infierno, óyeme bien: arderás, arderás, arderás cual hereje en tiempos inquisitivos!”.
Luego, sonriendo agradecida, cayó presa del sueño mientras que con un paño trataba de hacerle menos ardorosas las llagas de su piel.
Atendiendo a su salud, dormí también y desperté hasta casi las cuatro de la tarde. Mi alma lloró al verle sin insuflo de vida, pues había muerto mientras dormía. Me sentí herido y derramé lágrimas que se multiplicaron al recordar que nunca supe siquiera su nombre. En silencio recité: “¡Oh, bello ángel que fuiste bálsamo en la tempestad, ve pues al cielo de tus menesteres! ¡Virginia te nombraré, y celebraré en tu honor mi última noche! ¡Y tú, desalmada alimaña de las entrañas de la tierra, de los osarios nauseabundos del infierno, óyeme bien: arderás, arderás, arderás cual hereje en tiempos inquisitivos!”.
Me
preparé entonces un banquete prodigioso. No escatimé en nada, pues quería irme
sin culpas o antojos. Leí mi libro favorito y escribí mi última obra. Derramé
gasolina en todos y cada uno de los rincones de la casa. Así lo hice sobre la
pobre Virginia, aunque con delicadeza, pero cumpliendo así [de esta forma] su último deseo. Tomé
algunas cosas, incluso una larga gabardina para lograr resistir lo más posible
al mortal polvo. Deseaba ver el mundo libre, silencioso y solitario que se
extendía a lo lejos. Prendí el cerillo y en acto solemne lo arrojé contra mi
pesada maldición. El horrible lugar se llenó en segundos de rosas fatuas. A lo
lejos, me pareció escuchar el chillido de un espíritu nauseabundo que descendía
al averno del que nunca debió de haber salido.
Y
yo, el último escribidor, el último soñador, el último loco, el último bohemio,
el último anónimo, me despedí de entre las nebulosas fauces del dorado polvo…
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