Al lector:
No lea el relato los martes ni los
viernes,
Ni los días de blanca luna
ni en cálidas noches
O en olvidados pueblos:
ellas escuchan.
Habría sido una fresca mañana de noviembre cuando el viejo pueblo de San
Jerónimo, plantado junto al arroyo, descansaba tranquilo. Si bien es sabido que
sus días eran casi siempre alegres, el objetivo de esta historia no es mostrar
la paz y la humedad de aquel viento plagado de alegría y de olor a flores, de
aquel pueblo que muy temprano al alba despertaba al día y llamaba al Sol para
que alumbrara la Tierra, sino de relatar la desgracia que en uno de esos
frescos días a las faldas de las montañas sucedió.
Esta vieja mujer de largas trenzas y limpios vestidos, madre doce veces,
única y entregada esposa, de numerosos hermanos como es común verles allá,
y dedicada al hogar y a la caridad que Nuestro Señor, intercediendo
mediante el cura, le encomendaba, se levantó primero aquella mañana al séptimo
cantar de los gallos.
Una densa niebla rodeaba la casa. Lo más extraño que la vieja notó fue que
los burros todavía no rebuznaban, que no todos los gallos cantaban, que ningún
perro se oía ladrar, y que las lechuzas todavía volaban entre los pinos.
Además, ninguna persona salía aún de su casa. La densa niebla subió, pero no se
movió de allá arriba. No se vio un rayo de Sol, pero era de día, sin duda
alguna.
La mujer se decidió a abandonar la calidez de la casa para continuar con
sus tareas diarias. Tenía que lavar los hábitos y las blancas ropas que el cura
don Francisco le había encargado un día antes. Tan alegre y honrada por la
tarea encomendada, cortó las raíces de las plantas de amole más fuertes y
frondosas que se veían en el patio. Curiosamente esas no espumeaban tanto, pero
para las ropas apenas impregnadas de partículas de polvo, llanto y esperanza,
flores y cielo, no era necesario más que algo de agua y un poco de amole.
Cuando se disponía a lavarlas, olvidando su primera incertidumbre sobre lo
que en el pueblo sucedía –o más bien, lo que no sucedía- entregada al Padre y a
su infinita misericordia por hacer un buen trabajo de tan honorable causa, oyó
de pronto el terrible y triste llanto de un cuervo posado en las ramas altas
del pirul que descansaban sobre el tejaban del lavadero.
Dirigió la mirada allá arriba y observó al gran cuervo negro y de
reluciente plumaje, sollozando sobre las ramas del árbol. Lo miró a los
ojos y sonrió.
-¿Eres una maldita, verdad?
Y el cuervo, como queriéndole contestar, ocultando su miedo pero dejando
ver sus lágrimas, sin nada por poder hacer, simplemente se quedó quieto y mudo.
-Ya te agarró el día, porque aunque no lo creas, aunque nadie de este
pueblo lo crea, es de día. Y tú, maldita, ya no pudiste volar ¡Qué pendeja!
Pero mira bien, como ya no me puedes hacer nada, y estoy segura de que mucho
mal has causado, ahora te digo que llegó tu hora. Nomás espérame, desgraciada,
y acabando de lavar estas santas ropas, con cuya agua jabonosa te he de rociar,
voy por ti y de tu vida te puedes ir despidiendo.
El ave mucho llanto a cántaros lloraba. Y preocupada veía cómo la mujer
lavaba con dedicación pronto la ropa, aquella ropa como tejida de
oraciones. Y acababa una, quedaban seis, y acababa otra, quedaban cinco,
y así se fue hasta que quedó una, y muy pronto ninguna.
La mujer tiró, pues, el amole que sobró, lavó el lavadero de la
espuma que quedó, y colgó cada prenda en el grueso y largo lazo de hilo de
maguey. El cuervo pensando que eso era todo y que la mujer no recordaría su
existencia, se helaba de esperanza y miedo, como alguna vez todo el pueblo se
heló.
La vieja, jugándole una cruel broma, casi entraba a la casa, como en
realidad olvidándose del cuervo, cuando pronto volteó al tejaban.
-Creíste que me olvidaba de ti, ¿verdad? –y sonrió siniestra.
El cuervo lloraba como suplicando piedad, como prometiendo realmente que
dejaría de hacer lo que hacía si la mujer se dignaba a perdonarlo. Pero ni una
palabra podía salir de su negro y cenizo pico.
La mujer subiendo como podía a la escalera tomó al cuervo que ningún
movimiento lograba hacer, lo bajó casi ahorcándolo y en el lavadero lo tendió
acostado.
El cuervo, inmóvil, observaba a su asesina preparando lo necesario: la
bolsa, el machete, el rencor.
Luego se miraron a los ojos. Pero el cuervo, ya sin ninguna maldición
pudiendo lanzar, sólo miró con odio vano a la vieja mujer. Y ella muy alegre le
hizo sentir en carne propia todo el mal que (según ella) él había causado. Y le
cortó la cabeza. No como se corta de un tajazo seco y rápido. No. Se la cortó
despacio, haciéndole sentir el frío y denso filo del machete desgarrando
primero sus plumas, luego su piel, luego su carne, luego su arteria, rompiendo
uno a uno los nervios. Sí, el movimiento del machete de filo irregular, de
adelante hacia atrás, con calma, desangrando con esmero al ave, mezclando en el
suelo su sangre con su llanto. Adelante y atrás. Un, dos. Hasta
que murió.
Muy pronto el Sol salió. La vieja tomó el cuerpo y la cabeza del cuervo,
poniéndole antes sal al cuello, y lo introdujo en un costal negro de
plástico, y lo cerró fuertemente con el fin de evitar cualquier hechizo
pos-mortem. Luego salió de su casa con cuidado de no despertar a sus hijos y nietos (pues
el desayuno aún no estaba preparado) y arrojó lejos aquel pesado costal en el
barranco del arroyo.
Más tarde, cuando las ropas se hubieron secado y la mujer las entregó a la
anciana limpiadora de la iglesia, el padre dio misa. Agradeció las mercedes a
María Esther, pidió a Nuestro Señor y Nuestra Santísima Señora, la Virgen de
Guadalupe, bendecirla, y bendecir a todo el pueblo, y un olor a vivas flores y
a humo de consumidas velas llenaban el lugar. La gente cantaba, pero muy pronto
el padre bajó como obedeciendo a la seña de alguien. Hubo silencio.
Finalmente subió al altar mayor arrastrando sus blancas ropas, inclinó la
cabeza y con un profundo suspiro dio una noticia trágica que no hubiera querido
dar: le acababan de avisar que Josefa había sido asesinada. Que cruelmente y
nunca visto algo así, causado por un alma enferma seguro dictada por el
demonio, de una manera condenable para decirse debajo del altar de Nuestro
Señor, pero que se tenía que decir, sus hijos habían encontrado pocos minutos
atrás su cuerpo caliente con la cabeza cercenada al fondo del barranco, como
empaquetada torpemente dentro de un viejo costal de los pies a la
cintura, lleno su cuerpo de sangre y lágrimas, y de azúcar que todavía el
costal tenía. Josefa, amada y respetada por todos. Cuñada y gran amiga de María
Esther.
La gente corrió indignada a investigar. El pueblo miró a María: la sangre
todavía tibia marcó profundos charcos desde su casa hasta el barranco, y el
fantasma del llanto de la mujer parecía seguir ese camino. Y no creen que tan
enferma persona ella haya sido, pero las pruebas la han delatado. Ella quiso
decir que no, que no fue ella, que ella mató un asqueroso cuervo que en
realidad era bruja, que ya no pudo volar porque el día la agarró. Pero nadie la
escucha: de su boca no salen palabras.
Y María, condenada a muerte, ahora está en la hoguera. Y como aquel cenizo
cuervo de plumas traidoras, cuyo hechizo al fin se cumplió, está sola,
impotente, en la condena eterna que todo el pueblo acordó. Y en vez de que
todos se pregunten el por qué no dice nada, se cercioran de que lo que
hacen es correcto, de que la pena y la vergüenza empaparon a la mujer que en
realidad cometió el crimen y piensan que por eso prefiere no hablar.
Porque dicen que si a una desprevenida bruja convertida en animal la agarra
el día, ya nada puede hacer (a menos que la maten). El remedio es esperar hasta
la noche…
Si es que nadie la ve.
Ahora, el viejo pueblo de San Jerónimo, sumido en el olvido, vive la pena
que todos le han infligido. Una pena eterna por no haber despertado aquel
día.
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