sábado, 12 de noviembre de 2016

Literatura: El sueño ajeno a la razón también produce monstruos: Primera entrega (Cuento)

Por: Karim Yaver




"The Nightmare" (1781), Henry Fuseli

«Then silence, and stillness, and night were the universe».
Edgar Allan Poe, The pit and the pendulum


1
Ella lo sabía, y lo sabía muy bien. Sus recientes experiencias la habían llevado a estudiar a profundidad el tema. Además, su convicción escéptica y racional de siempre, así como su reciente formación médica, no le permitían dar cabida a aquella suposición insensata: que alguna especie de «aparición» o de ser fantasmal, sobrenatural, se estuviese posando sobre su cuerpo paralizado. Y si esta idea, como tal, le resultaba  absurda, era porque sabía bien que aquello que parecía sujetarla no era más que una simple parálisis del sueño —trastorno del dormir que sobreviene normalmente antes de despertar, durante la llamada fase R. E. M. (Rapid Eye Movement, por sus siglas en inglés). Lo sabía perfectamente. Sin embargo, junto a esa bien conocida (en la teoría, al menos) parálisis, una serie de malestares, rabiosos igual que pirañas en aguas amazónicas, la asediaba con el férreo rigor de una ira desconocida. Desde dentro, como si su cuerpo fuese la delgada capa de una superficie burbujeante a punto de derrumbarse bajo el influjo de un remolino de carne y sangre, revolviéndose con las aguas del río de su alma.
Una parálisis del sueño suele identificarse por los siguientes síntomas, y en el siguiente orden: primero, el sujeto experimenta una terrible opresión en el pecho (así suelen describirla); más adelante, lo abruma una fuerte sensación de angustia, de desesperación; finalmente, lo aborda una total inmovilidad. Ésta dilata a la opresión primero, a la angustia y a la desesperación después, y las extiende como aceite tibio sobre cada páramo nervioso del ánimo de la persona, de la víctima. La víctima aquí era ella, y aunque ella lo sabía, o, mejor dicho, aunque creía que lo sabía, aunque creía conocer a su opresor, su alma, ciega e impotente, continuaba ignorándolo. Era ésta la quinta o sexta noche en los últimos dos meses en que la parálisis —y sus síntomas—, vulnerándola, reclamaban su noche y la convertían en una simple víctima, despojándola totalmente de su voluntad.
Esa tarde, el trabajo en la clínica se había prolongado varias horas —falta de personal, muchos enfermos, etcétera—, por lo que, cuando el sueño al fin la atrapó, ya de madrugada, fue de la mano de una bochornosa fatiga. Llegó a casa, entró a su habitación, se quitó los zapatos, cayó tendida sobre la cama y de inmediato se quedó dormida. Pasó poco tiempo, entonces, para que, sin advertirlo y contra su cansancio, algo la comenzara a atraer parcialmente de nuevo a la realidad; pero esa realidad que la jalaba como con un anzuelo era distinta a lo que ella entendía como «su mundo». Despertaba, sí, pero fragmentada, igual que su espíritu, distendido hacia la nada de la noche: fragmentado también, y hecho trizas. Sus ojos se abrían ante una oscuridad tan profunda que se preguntaba si no seguían cerrados. La opresión sobre su busto, además de pesar, la helaba, y aun cuando parecía nacer de la nada, sabía que se plasmaba sobre la suave elipse de su pecho sólo tras haber recorrido cada palmo de su cuerpo desde la punta de sus pies —de ahí que se sintiera como violada. El hedor de la sangre que fluía en las aguas del río situado a espaldas de su casa, ése que podía verse desde la ventana en la pared a un costado de su cama, se acumulaba como una gripe en sus fosas nasales. La asfixiaba. «Una tonta condenada», pensaba ella, con lágrimas contenidas en los ojos.
A los pocos minutos sintió sobre su cuerpo el peso de una mirada que surgía de entre los relieves tersos de las sombras. Lentamente, de entre esas sombras, una silueta fue tomando forma. Era un hombre de traje oscuro, y sobre su cabeza se alzaba lo que parecía ser una campana de bordes rectos —pensó en uno de esos viejos sombreros de copa alta. Lo veía de pie al otro lado de la habitación, desprendiéndose del armario situado frente a la pared de la que brotaba la ventana, como si siempre hubiese formado parte suya y apenas hoy se decidiera a mostrarse. Tenues lagrimillas de terror seguían acumulándose en sus ojos sin atreverse a abandonarlos.
El hombre, la sombra del sombrero, se apartó luego del rincón destinado al armario —al que parecía pertenecer—, y se aproximó, lentamente y con paso sesgado, a la cama y a la joven petrificada que transpiraba bajo sus sábanas. Un grito se había acumulado silenciado en su esófago; el terror florecía en ella con rapidez. Podía escuchar sus pasos acompasados penetrando en el piso y a través del sonido, del eco que retumbaba en la habitación, en su cuerpo. Hasta que de pronto y sin esperarlo, la parálisis y la negra fantasía comenzaron a menguar: un chirrido metálico perforó sus tímpanos, y un aleteo estridente —como el de un ave alzando el vuelo— sacudió cada comisura de su rostro e irradió sobre su conciencia una bruma rojiza.
Despertó liberando aquel grito agudo que guardaba en el estómago, y sus ojos se desplomaron sobre sus mejillas en forma de lágrimas, de ésas que guardaba contenidas. Se levantó violentamente de la cama y tiró las sábanas humedecidas al piso. Una necesidad irracional la invadió entonces: era imperativo sentir su rostro, sentirse a sí misma, su existencia, su realidad... colocó sus heladas manos sobre sus no menos heladas mejillas y lloró, lloró el resto de la madrugada.

Cada día, antes de amanecer, se vertían sobre el cauce del río cantidades enormes de desechos desde el hospital en el que trabajaba como enfermera —recién había cumplido dos meses en su puesto—, lo que hacía que sus aguas, por las mañanas, se ennegrecieran y espesaran. Estas aguas descendían por un lado de su casa —en la que vivía con su padre—, y desde la ventana de su habitación podía observarlas con claridad. Río arriba se situaba el hospital, al que su madre, enfermera igual que ella, dedicó toda su vida. Había abandonado la clínica sólo cuando a los engranajes de su alma los hubo recubierto el óxido de la locura, corrosión que desorbitó el funcionamiento de su conducta y transfiguró su noción de la realidad, de su espacio y de su tiempo, para encaminarla finalmente hacia la grisácea eternidad de la muerte: tres o cuatro meses antes de que Lea ocupase su lugar en el hospital, su madre se había suicidado, bebiendo una o dos botellas de lejía (o tal vez más, tanto como el ardor en su garganta se lo permitió).
Había amanecido. En su habitación penetraba ya la luz solar, y en su cabeza la jaqueca causada por esa luz y por el sueño parco y atroz de la noche anterior. Era la quinta o sexta madrugada en que la parálisis la sometía, pero la primera en que se le presentaba la figura del sombrero de copa. A pesar del miedo, aún latente, fijo sobre su piel y sobre su rostro, miedo que se percibía en las sombras verdeazuladas bajo su mirada, durmió, se tomó el atrevimiento de dormir el resto de la mañana. El resultado: un sueño turbio, aunque inofensivo al fin.
Ese día, como todos los días, realizó con normalidad sus actividades, pues, a pesar de lo que le deparaba cada noche, se obligaba a sobrellevar las jornadas y sus labores, olvidando momentáneamente lo sucedido. Sin embargo, al arribar la tarde, antes de que los últimos rayos del sol abandonaran la superficie de esta parte cenagosa de la Tierra, de camino a casa, un suceso vívido la sumergió de nuevo en la angustia: la roja bruma, el aleteo, plasmado sobre un árbol a su paso: un pequeño cardenal descansaba en una de sus ramas y su mirada negra, envuelta por una máscara de desconcertante profundidad, se fijaba justo en ella. Una sombría familiaridad se posaba sobre Lea, como sobre su cabeza se mantenía el tocado de enfermera, y como sobre la baja rama de ese árbol se encumbraba a su vez el ave encarnada.
A la noche siguiente, cuando a través de su memoria la insensata turbación por haberse encontrado con el ave mojaba aún sus sentidos, en aquel mismo recorrido a casa de regreso de la clínica, percibió, como se percibe cuando alguien nos observa sin ser capaces de verlo (la pesadez de una mirada, la punzante fijeza de su alma sobre la nuestra), la nerviosa estampa de un hombre tras de sí. El miedo comenzó a asediarla, aunque un dejo de enfermizo placer la invadía también. No le cabía duda: esto se lo causaba un ente existente, algo que no habitaba sólo en su cabeza (o en cierto plano desconocido). Aceleró el paso y caminó luego con mayor prisa —se sentía expuesta ante un peligro real. Finalmente, y gracias a ese paso apresurado, arribó a casa sin inconveniencias, si bien con el ritmo cardíaco al tope. El resto de la noche transcurrió normal, sin acontecimientos que perturbasen su sueño, más allá del ligero insomnio habitual. Sin importar las diez horas de oscuridad que cubrían las últimas de la tarde, cada una de las de la noche y algunas tantas de la madrugada, las de sueño al final fueron escasas.
Una tardé más pasó y en esta ocasión, de nuevo en el camino de regreso a su hogar, por fin se encontró de frente con la presencia real que el día anterior sólo fue capaz de percibir a la distancia. Supo de inmediato que se trataba de la misma misteriosa persona debido a la familiar pesadez (y al familiar y enfermizo placer —¿el placer de verse acechada, tal vez deseada por alguien?—) que ceñía su alma. Era un hombre alto y moreno, de negros cabellos y mirada amplia y oscura. Se paró de frente a ella y, con un acento extraño, una dicción torpe y con evidente nerviosismo, dijo:
—Debes huir, está tras de ti. Debes ser prudente. ¡Debes huir!
En la boca de Lea se dibujó de inmediato una mueca en la que se fundían sensaciones tanto de confusión como de desprecio e incredulidad. Luego, visiblemente turbada, apartó su vista de la de él y dio la media vuelta. Caminó después con prisa, y huyó con mayor rapidez que la noche anterior. Al encontrarse a unos metros de su casa, en el mismo seco y anciano árbol, se topó de nuevo con el pequeño cardenal. Un sudor frío recorrió su espina. Con celeridad asió la perilla de la puerta de entrada; con celeridad ―y desespero― la giró; con celeridad entró y con fuerza azotó la puerta, haciendo temblar el marco de madera.
El sueño y la realidad comenzaban a fundirse en un mismo crisol de confusión y ansiedad.

2
Aquella noche, los árboles parecían seducidos por el viento, pues se veían tentados a elevar a los cielos sus hojas y sus ramas, así como hacia los infiernos se internaban sus raíces. El agua turbia del río, más turbia que en otras ocasiones, reflejaba, con ayuda del destello de una luna de rasgos famélicos, la silueta escurridiza de una sombra cuyo rostro lo conformaban muecas indescifrables, aunque de naturaleza indudablemente homicida; sonrisas obscenas en un plasma vacío de existencia, atiborrado de confusión. Desde su ventana, rodeada por la oscuridad del interior de su alcoba, Lea observaba ese rostro y esa figura al otro lado, a la otra orilla del río. Más allá. Ella lo observaba mientras él contemplaba su alma, y la alimentaba, como a una bestia furiosa, hambrienta, con miedo.
Las nubes, pinceladas por un tono ambiguo y oscuro de gris azulado, recorrieron errantes los senderos dispersos del cielo nocturno, y, víctimas de la misma presencia seductora que estimulaba los nervios vegetales de los árboles y arbustos, su vaguedad las condujo en dirección de aquella tétrica luz. La sombra que se produjo imperó sobre los campos primero, sobre las casas y sobre el río después. La sombra cubrió a la silueta, pero antes, un segundo antes de envolverla por completo, Lea notó, sobre su parte superior, un apéndice en forma de campana, de sombrero de copa alta…

Habían pasado cerca de dos horas desde que se encontró por primera vez con el pequeño cardenal fuera de su casa, aquella tarde posterior a la madrugada de su encuentro con la silueta negra, cuando una incierta curiosidad la llevó a situarse junto a su ventana, a abrirla por completo —el viento estival le dejaba sentir el roce de la noche sin sucumbir ante su tacto, más bien cálido— y observar el río, fijar su atención, su mirada, el sudor de su piel temerosa sobre sus aguas y sobre sus desechos, sobre la sangre que formaba constelaciones carmesí en el profundo espacio de las partículas que lo componían. Fue incierto el tiempo que duró extasiada por ese tétrico vaivén. Igualmente incierto fue el movimiento que la luna menguante realizó para fijarse ahora más allá del centro de ese cielo que, como un velo luctuoso, cubría el paraje en que había pasado toda su vida. La luna, de esta forma, se hallaba más cerca de occidente y, del otro lado del río, la figura de aquel hombre-sombra contemplaba el rostro aquejado de Lea.
Cuando las sombras se esparcieron debido al retorno del brillo lunar sobre el río y al soplo lascivo del viento pastoso, cuando la luz retornó a la visión de la joven, junto a aquellas tinieblas, el espectro se esfumó. Temblorosa, Lea cerró la ventana de su habitación, corrió las cortinas que cubrían el vidrio enmarcado por la madera, y caminó, sintiendo bajo las plantas desnudas de sus pequeños pies el material helado que cubría el piso de la salvaje naturalidad de la tierra, hacia su cama. Se tendió rápidamente y cayó al poco rato en un hondo sueño.
Es cosa común el que uno sea incapaz de recordar lo soñado cuando despierta, ya sea debido a la poca importancia de los sueños mismos, a lo fugaz de su aparición o a la irrelevante marca que éstos dejan en nuestra psique. Pero es indudable que, aunque lleguemos a ser incompetentes para rememorar lo soñado, su contenido y su forma, somos también incompetentes para negar el hecho de que sentimos, de que percibimos el perfume de esos sueños sobre nuestro ser, un perfume ora indiferente, ora profundo. La impresión causada por muchos de estos sueños puede llegar a ser tan violenta, que nuestra mente se ve en la necesidad de cegarse ante las impresiones nocturnas, fundiéndolas en nuestro propio «caldero de pulsiones y deseos» que, eventualmente, se ve aderezado por las especias virulentas del miedo. Es vergüenza, asco, repulsión, y es finalmente terror, miedo.
Esa noche, ya dormida, Lea se sumergió al principio en una serie de sueños, de esos que mencionamos primero, indiferentes, insignificantes, que no causaron ninguna clase de impresión ni huella importante en ella. A las pocas horas, una vez abandonados, un peso superficialmente ligero, aunque en lo profundo demoledor, se forjó de nuevo sobre su pecho, creció poco a poco y comenzó a recorrerla desde la punta de sus pies, andando sobre la plenitud de sus piernas y cruzando estoico el desierto de su abdomen. Sólo una sábana blanca la cubría hasta la cintura, pues el ambiente era ligeramente caluroso. La habitación se iluminaba lánguidamente por una leve brisa de luz anaranjada —comenzaba a amanecer. Las cosas a su alrededor, el reloj despertador junto a su cama, sobre la mesita de noche, el de pared, colgado en ella, el espejo frente a la puerta, el armario al fondo de la habitación, todas, parecían estar vibrando, batallando con fuerzas extrañas, luchando por permanecer asidas a la realidad. Tal vez era ella misma quien luchaba por su sitio en esa realidad que siempre consideró suya, y en esa lucha se veía sometida una vez más a la parálisis, al terror. Sus ojos —dirigidos hacia el techo—, como ella, permanecían abiertos, por completo, «¿lo habrán estado toda la noche?», se preguntaba, y a su pecho lo presionaban las pisadas suaves de una criatura desconocida. La diminuta criatura caminaba rumbo a su rostro. Podía sentir claramente el peso sutil de su cuerpo y el peso penetrante de su esencia; levemente alcanzó a notar el pico amarillento, el antifaz negro y la cresta rojiza del cardenal.
Despertó, ¿o acaso ya lo estaba?, ¿lo había estado alguna vez? La duda emergía en su cabeza y, junto a ella, la aberración por la luz del alba filtrándose desde el sol hasta su mente acalorada, atravesando las paredes de su casa y las de su conciencia, cegándola y cegando su espíritu. Nada, en realidad, era más claro que la noche anterior.

3
Los ancestros de Lea fueron, en algún momento, migrantes, migrantes indiferentes —aunque esperanzados— ante los futuros aconteceres que esta tierra desconocida le depararía a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, y a las incontables generaciones venideras. Posteriormente, con seguridad, si no ellos, sí sus descendientes, llegaron a considerarse autóctonos. Ella, por tanto, era, realmente, parte de esta tierra: hablaba al mismo ritmo al que danzaban las gotas de lluvia, respiraba el mismo oxígeno que los árboles ancestrales exhalaban, así como su madre y su padre habían nacido para hacerlo. Era parte de esta tierra, porque su sangre era la tierra misma. El hombre del acento extraño hablaba a un ritmo distinto y disfrutaba del perfume de otras flores. Ese hombre desconcertante, como su acento, era un extraño para su sangre, y esa sangre era extraña para él. Y como la sangre, la piel almacena en sus poros secretos que germinan sólo en ciertas personas, o en ciertas latitudes, y la piel del extranjero, un tanto más oscura, guardaba en sus relieves un negro poder que no se cultivaría naturalmente en el país de Lea.
Aquellas confusas ―y alarmantes― palabras que él le había dicho, dos noches después de la aparición de la silueta fantasmal (onírica, pues ¿no es todo sueño un fantasma, y entonces, no será acaso todo fantasma un sueño?) del hombre del sombrero, continuaron estremeciendo sus sentidos con la misma fuerza con que se le presentaban las imágenes que invadían sus noches. Pero la sensación de ese encuentro le resultaba aún más desconcertante, y no debido a las palabras ni a su confuso contenido, sino al hombre mismo. Era una sensación nueva, era distinta, agradable, placentera y, por esto mismo, temible. Algo en ese hombre extraño resultaba aún más extraño para ella, y fascinante. Aunque temía al eco penetrante de cada palabra suya, su deseo se encaminaba hacia un nuevo encuentro, tanto como hacia no volverlo a ver.
El extranjero aquel sabía, de alguna forma, sobre el terror nocturno que la atormentaba cada madrugada, y su deber, como iniciado, era advertir y propiciar su ayuda; no obstante, las fuerzas a las que ella se enfrentaba sobrepasaban toda magnitud que él podría haber imaginado.
«Debes huir». Esas palabras poseían en sí la mejor ayuda. Pero Lea no huiría, a pesar de la aprensión, del terror que por ambos frentes la asediaba (toda realidad e irrealidad significaba «miedo» para ella), sino que permitiría involuntariamente (¿o no?) que el horror arribara y se adentrara en sus fibras nerviosas. El extranjero lo sabía, sabía que ella permanecería inmóvil. Lo atribuía a la incredulidad que había notado en su boca cuando él le lanzó aquellas palabras de advertencia. Se veía entonces en la necesidad de propiciar un nuevo encuentro con la joven por la que tanto temía, y que tanto lo seducía.

* * *

Ruy, ese corpulento moreno de bigote azabache, cuyo acento aderezaba sus palabras con azúcar y hierbabuena, ocultaba, bajo sus ropas, una marca distintiva que lo situaba en la posición elevada de brujo, y bajo sus ojos oscuros y su mirada insondable, una debilidad inocente y animal por el cáliz femenino, que lo situaba en la ínfima posición de hombre. Y ese cáliz, esa copa que contenía el elixir profano que tanta sed le provocaba, pertenecía a la joven Lea. Ella se le había presentado inicialmente en un sueño recurrente, desde hacía ya varios años, como una silueta, una figura intermitente, indescifrable y desconocida, aunque familiar a la vez. En el sueño, estaba ella rodeada por una especie de vapor rojizo que cubría la totalidad de ese universo, y sólo para sí acaparaba la viveza del color; colgado en una pared había un espejo en el que siempre se reflejaba. Su imagen era nebulosa, como la bruma del puerto en que Ruy nació, como la niebla densa de la noche en que moriría. Sueño tras sueño, la silueta en el espejo comenzaba a ser más clara, y su naturaleza cada vez más estable, más palpable. Un día, la rojiza oscuridad de ese universo lo abandonó por completo.
Aquella ocasión, antes de que hiciera su primera aparición el hombre del sombrero, Lea trabajó en la clínica hasta pasada la medianoche. Unas horas antes, Ruy había arribado al pueblo. Llegó como huésped a casa de su hermano, quien encontró una vida más favorable allí, circunstancia que lo había llevado a tomar su propia determinación: encontrar una para sí mismo. Esa misma noche, mientras Lea se dirigía a casa, él recorría las calles umbrías de su nuevo barrio, reconociéndolas, descubriéndolas, guardándolas en su memoria, pues creía muy firmemente que, tanto las ciudades como los pueblos, exhalan su verdadera esencia cuando sus calles se hallan cubiertas por el velo negro de la noche y por la música tenue de la soledad. Ella debía cruzar algunas de esas calles para llegar a su hogar, así que en un punto, Ruy la encontró. Y ante ese encuentro se le reveló el sentido, no sólo de su sueño, sino de su vida entera: el rostro difuminado que se moldeaba en el reflejo de ese espejo, presente casi cada noche, era el rostro cálido de Lea.
Lo deslumbraron, tanto ella misma como algo que le notó y que en sus sueños se mostraba sólo superficialmente. Además de su natural resplandor, encontró algo distinto, algo pesado, denso, opaco, algo en ella que no era parte de ella misma pero que estaba como invadiéndola, consumiéndola. Se mantuvo en pie, inmóvil, con excepción de su pecho tembloroso debido a la respiración agitada, observándola a lo lejos destellando por el blanco de su uniforme contra la noche, igual que su alma contra la de él. Lea no advirtió su presencia, pero la suya quedó fija en el pensamiento del extranjero, tallada en los bordes imperfectos de su alma, como un rompecabezas de dos piezas que al fin se completaba. Pero esas dos piezas, a su vez, estaban fragmentadas en miles de piezas más, de las que muchas se habían perdido ya.
El sueño retornó esa noche, mostrándole ahora, claramente, el rostro de Lea, límpido ante el espejo. Pero no, aquel sueño en realidad no retornaba ni renacía, pues era distinto: como una fantasía germinando en el fondo de su alma, incitada por fuerzas desconocidas. Inmediatamente después de vislumbrar la faz de la joven en su claro reflejo, una cerrazón brumosa cubrió de nuevo su superficie; poco a poco fue difuminándose la bruma, y la silueta de un traje negro y un sombrero colgando de un gancho colocado sobre la puerta de un armario se distinguieron entre la densa capa gris de aquella niebla. El mismo aleteo rojo del cardenal que había retornado a Lea a la realidad, devolvía a Ruy el control de sus facultades. Lo supo de inmediato, aunque no supo nada al final; no obstante, la razón obvia estaba allí para él: el cardenal.

* * *

Aquellas palabras («debes huir», «está tras de ti») que Ruy le había lanzado en forma de advertencia, aunque emitidas con sincera inquietud, no se referían a ninguna silueta desconocida y turbia, ni a ningún hombre de traje negro y sombrero de copa, como Lea había llegado a suponer —cosa que la angustiaba sobremanera—, sino a una criatura mucho más pequeña, y en apariencia mucho menos perniciosa. Él temía verdaderamente al avecilla (o a algo que quizás anunciaba, o que entre sus garras podía estar sosteniendo para dejar caer luego sobre esa única e irrepetible posibilidad de felicidad que se le presentaba), al rojo cardenal que apareció en sus sueños y que, como bien sabía, intervenía en los de ella, y más allá de estos.
Ruy había entendido con acierto lo que su mueca significaba: desprecio e incredulidad, pero también algo de temor, temor ante él, temor de él y temor de eso desconocido. Incredulidad, en fin. Aunque, a modo de defensa, era esto lo que pretendía significar, el mensaje del extranjero no había pasado desapercibido tampoco. Pero también para él estaba muy claro: ella no huiría, pues, ¿cómo huir de lo que a uno lo acecha, si uno supone que esto lo acecha desde dentro? Y él consideraba, acertadamente, y aun sin conocerla, que ella no creería en figuras espectrales (o demoníacas), incluso cuando el miedo la turbase como lo había llegado a hacer. La presencia de Ruy, sin embargo, y sus palabras, para ella, y ese mismo miedo —y eso que lo causaba—, trastornaban de a poco toda creencia, toda convicción escéptica que aún mantenía. Tal vez esa presencia era algo de lo que debería huir, tal vez ese mensaje lo emitía la amenaza misma. Tal vez no. Tal vez las figuras espectrales, o el sueño mismo. Tal vez la silueta negra y su sombrero de copa, o de campana —¿tañendo la música metálica de una marcha fúnebre? Tal vez la locura, o tal vez no. Tal vez la noche. Y el pequeño cardenal, tan cerca suyo, ¿quizá? Quizá…


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