jueves, 7 de diciembre de 2017

Cine: Hombres tristes que se quedan solos (crónica)

                                                 MATHEUS KAR | 7 de noviembre, 2017

Fotograma de Donnie Darko.



No tenerlo es miseria
y tenerlo es herida.
Emily Dickinson

La literatura crea imágenes; las artes escénicas, diálogos. Y las artes visuales, interpolaciones, discursos y traducciones físicas de la realidad que nos envuelve.
No todo el cine envuelve, está el que atrapa y vende, pero está el que envuelve, el que abraza y entorpece el ánimo con imágenes en alta definición, con colores tristes y personalidades tonificadas por la lente de una cámara, que tamiza la experiencia en nosotros y la moldea en planetas exteriores que todos, en la sala de cine o sobre el sofá, segmentamos.
Al ver testimonios estéticos (cintas) como Donnie Darko (2001) –que a primera vista nos puede parecer mala−, The Secret Window (2004) o Zodiac (2007), uno no vuelve a cimentar su ánimo sobre la misma piedra, el carácter se desdobla y se instala en el nuevo planeta que estas cintas abren en nosotros.
Este artículo bien lo podría estar escribiendo sobre la barra de un bar universitario, entre la penumbra de un vaso alcohólico y tres hielos. Pero no, lo hago bebiendo una taza de atole y acompañado de una niña de 12 años: a la cual mi libro de Ciencias Sociales de la primaria definine como mi prima, sobrina de mi padre y nieta de mi abuelo. Cuento esto porque hoy en la tarde vimos Zodiac, de David Fincher. Introducir a una niña dentro del mundo del arte, tarea titánica, no me pareció del todo descabellado, ni tampoco desestimaba el gusto de una niña. La película le gustó, si hasta pareció concentrar todas sus fuerzas para soltar ese ¡wuaw! que tuvo atorado durante toda la película. Le encantó. ¿Que cómo sé en términos cuantitativos que eso es cierto? Tenía los ojos escrutando la pantalla, su obesidad estética la obligaba a cerrar los puños y pegarlos al pecho como un tigre en guardia… Y sobre todo, jamás volteó a ver su teléfono celular. Fincher sorprende a grandes y pequeños.
            Pero la magia está en Jake Gyllenhaal, la encarnación idónea para cualquier descompensación psíquica o excentricidad psicológica: Brokeback Mountain, Nightcrawler, Donnie Darko, Zodiac, Nocturnal Animals. La atmosfera de Zodiac es la atmosfera de la obsesión, la de las causas perdidas (las únicas que despiertan la esperanza en el hombre) y eternas, la de un caso policial que jamás ve término y siempre está en curso. Zodiac es el motivo pero la obsesión es el argumento: seguir cuando a nadie parece importarle. Envolverse. Desdoblarse. Perder la cabeza, carreras, cargos, parejas, matrimonios, quizá el sosiego. Y esto se replica en el espectador casi como el proyector de un cine sobre la pared blanca y virgen del cinema. Cuando la cinta acaba y el espectador se enfrenta a los créditos finales, la obra de arte continúa en la cabeza del receptor, allí se despliegan imágenes que reelaboran esa atmosfera obsesiva inacabada, la de los hombres tristes que acaban solos pero esperanzados.
            En The Secret Window, basada en el relato de Stephen King  Secret Window, Secret Garden y protagonizada por Johnny Depp (otro camaleón de las excentricidades psicológicas), la obsesión encubre al delirio, y el delirio a la paranoia. La ansiedad por ver el filme concluido y conocer el desenlace queda desplazada y la sustituye un estado de permanencia, un aquí y un ahora dentro del filme, como si la cinta se detuviera y tuviéramos permiso de darnos una vuelta por el panorama fílmico y su mundo integro en movimiento, incluso teniendo la oportunidad de probarnos el sombrero sureño frente al espejo y verbalizar las palabras de Mort Rainey: «Soy un granjero de Mississippi».
            La soledad no es tan dolorosa cuando se persigue la venganza o la justicia. Pero castigar al culpable no nos hace necesariamente inocentes. Allí tenemos a Mort, el hombre que termina solo por perseguir al fantasma sedentario de la literatura.
            Finalmente, nos quedamos con Donnie Darko –que con cada vista parece tener menos errores, la película del humano en ese estúpido traje de conejo (o al revés: un conejo en un estúpido traje de humano) y que despliega frente al espectador la tesis de que la búsqueda de Dios es absurda si todos, al final, terminamos solos. Sin embargo, jamás se menciona en el largometraje la antípoda o el antídoto de la soledad, algo así como, por ejemplo, la libertad, el amor, la familia o el sexo. Aunque quizá este último se menciona olímpicamente durante todo el filme, pero queda relegado a ese agradable cómodo de la ambigüedad. Tal parece que la visión de Richard Kelly, el director de DD, es otra. Richard Kelly no plantea una vida larga sino intensa: una donde se redimen culpas, donde se salvan amores que nunca se cruzaron y se castigue a hombres antes de condenarlos. Estoy seguro que Borges, el amante de los tigres y los laberintos, habría sido un gran fan de Donnie Darko y en un perfecto inglés, del que estaría orgulloso Wordsworth o De Quincey, habría recitado estas hermosas palabras: «Confío en que cuando el mundo se acabe, pueda dar un suspiro de alivio, porque habrá muchas otras cosas con las cuales ilusionarse». Y es que la longitud del filme es un paraje inabarcable, una textura indefinida que se impregna en el ánimo. ¿A quién no le gustaría saber su fecha de muerte (o la del fin del mundo) y antes de eso alcanzar el amor, el castigo, lo heroico, el otro lado del acobardamiento, y dejar de decepcionar a quienes se ama?
            Yo creo que todos, en algún momento, nos ha pervertido la idea de acabar ahí, más cuando se está en lo alto, en la panacea de nuestro derecho, porque después de eso todo se hace en pendiente. Donnie Darko es la realización de ese deseo, la pérdida sin dolor, el amor sin pausas y el heroísmo sin la atrofia del aplauso.
Zodiac, la obsesión. Secret Window, la paranoia. Donnie Darko, la esquizofrenia. Y todas rayan la soledad y el abandono.
            Así, en Zodiac, la tristeza parece entumecer cualquier forma de felicidad o esclarecimiento sexual; hay matrimonios, hay noviazgos y hay parejas, pero jamás hay besos, grandes flujos de sangre entre las piernas, no, solamente un costal de tensión (que podría ser sexual, pero no lo sabemos) que contagia al espectador y oscila en un periodo indeterminado después de acabada la película.
            De hombres abandonados hay mucho arte, tenemos a Goyo Yic, de Miguel Ángel Asturias, al Amalfitano de 2666, de Bolaño, al taxista insomne de Taxi Driver y, entre tantos otros, a Michael Corleone, de Francis Ford Coppola. Historias de hombres abandonados, hombres tristes que terminan solos, solos con sus obsesiones, con sus ambiciones, o las causas que, tal parece, solo ellos defienden o enaltecen. La tristeza se sugiere a sí misma como otra forma de violencia. Una forma de violencia para el entorno, violencia no amigable para el ecosistema fílmico de los personajes. Sin embargo, para el espectador es soportable, porque la entiende como ficción aunque intente ser una traducción fiel de la existencia, como algo placenteramente desagradable: mientras los personajes abandonan a nuestros hombres tristes, el espectador se mantiene impermeable al dolor de los que abandonan. ¿Por qué? Porque la garantía del espectador es el botón de apagado. La zona segura es el botón de apagado, la zona de confort. Ojala pudiéramos disponer de este mecanismo en la vida real. Pero no, en la vida real nuestro botón de apagado es la huida, el abandono. Regresar a la zona segura es la garantía de nuestra felicidad. Únicamente los cobardes pueden disfrutar del no-dolor de la vida.
 ¿Pero hasta qué punto este abandono empieza a ser prosperidad artificial? ¿Hasta qué punto la retirada pasa a ser inmolación?
Pero qué más da, a Marcel Duchamp también lo abandonaron. En Buenos Aires, sin producir ninguna obra, se dedicó enteramente a jugar ajedrez. Ivonne, su esposa en ese tiempo, terminó harta de tanto ajedrez, de tanta ciencia cuadricular, y se marchó sola a Francia. No obstante, creo que debe empezar a considerarse el abandono como algo místico necesario para la santidad: la santidad laica del arte. Si la tristeza es una forma de violencia, la soledad puede ser leída como un albergue donde el hombre descansa, indefinidamente, sin dejar de inquietarse. A veces esa soledad es un buen filme, una buena secuencia, una buena imagen.
En fin, en algún momento a todos nos ha tocado encarnar estos personajes tristes y abandonados. Y pueda que todos seamos como Donnie Darko, riendo en los momentos finales o de mayor agravio, solitarios, ensimismados en algo que creemos, sin advertir que hemos sido abandonados, embutidos en estúpidos trajes de humano: de hombres tristes que terminan solos. 





Matheus Kar (Guatemala, 1994). Fundador y miembro único del Colectivo Bartleby. Entre los reconocimientos destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala, el Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en  antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016).




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