MATHEUS KAR | 7 de noviembre, 2017
Fotograma de Donnie Darko. |
No tenerlo es
miseria
y tenerlo es
herida.
Emily Dickinson
La
literatura crea imágenes; las artes escénicas, diálogos. Y las artes visuales,
interpolaciones, discursos y traducciones físicas de la realidad que nos
envuelve.
No
todo el cine envuelve, está el que atrapa y vende, pero está el que envuelve,
el que abraza y entorpece el ánimo con imágenes en alta definición, con colores
tristes y personalidades tonificadas por la lente de una cámara, que tamiza la
experiencia en nosotros y la moldea en planetas exteriores que todos, en la
sala de cine o sobre el sofá, segmentamos.
Al
ver testimonios estéticos (cintas) como Donnie
Darko (2001) –que a primera vista
nos puede parecer mala−, The Secret
Window (2004) o Zodiac (2007),
uno no vuelve a cimentar su ánimo sobre la misma piedra, el carácter se
desdobla y se instala en el nuevo planeta que estas cintas abren en nosotros.
Este
artículo bien lo podría estar escribiendo sobre la barra de un bar universitario,
entre la penumbra de un vaso alcohólico y tres hielos. Pero no, lo hago
bebiendo una taza de atole y acompañado de una niña de 12 años: a la cual mi
libro de Ciencias Sociales de la primaria definine como mi prima, sobrina de mi
padre y nieta de mi abuelo. Cuento esto porque hoy en la tarde vimos Zodiac, de David Fincher. Introducir a
una niña dentro del mundo del arte, tarea titánica, no me pareció del todo descabellado,
ni tampoco desestimaba el gusto de una niña. La película le gustó, si hasta
pareció concentrar todas sus fuerzas para soltar ese ¡wuaw! que tuvo atorado durante toda la película. Le encantó. ¿Que
cómo sé en términos cuantitativos que eso es cierto? Tenía los ojos escrutando
la pantalla, su obesidad estética la obligaba a cerrar los puños y pegarlos al
pecho como un tigre en guardia… Y sobre todo, jamás volteó a ver su teléfono celular.
Fincher sorprende a grandes y pequeños.
Pero la magia está en Jake
Gyllenhaal, la encarnación idónea para cualquier descompensación psíquica o
excentricidad psicológica: Brokeback
Mountain, Nightcrawler, Donnie Darko, Zodiac, Nocturnal Animals.
La atmosfera de Zodiac es la
atmosfera de la obsesión, la de las causas perdidas (las únicas que despiertan
la esperanza en el hombre) y eternas, la de un caso policial que jamás ve
término y siempre está en curso. Zodiac es el motivo pero la obsesión es el
argumento: seguir cuando a nadie parece importarle. Envolverse. Desdoblarse.
Perder la cabeza, carreras, cargos, parejas, matrimonios, quizá el sosiego. Y
esto se replica en el espectador casi como el proyector de un cine sobre la
pared blanca y virgen del cinema. Cuando la cinta acaba y el espectador se
enfrenta a los créditos finales, la obra de arte continúa en la cabeza del
receptor, allí se despliegan imágenes que reelaboran esa atmosfera obsesiva
inacabada, la de los hombres tristes que acaban solos pero esperanzados.
En The Secret Window, basada en el relato de Stephen King Secret
Window, Secret Garden y protagonizada por Johnny Depp (otro camaleón de las
excentricidades psicológicas), la obsesión encubre al delirio, y el delirio a
la paranoia. La ansiedad por ver el filme concluido y conocer el desenlace
queda desplazada y la sustituye un estado de permanencia, un aquí y un ahora
dentro del filme, como si la cinta se detuviera y tuviéramos permiso de darnos
una vuelta por el panorama fílmico y su mundo integro en movimiento, incluso
teniendo la oportunidad de probarnos el sombrero sureño frente al espejo y
verbalizar las palabras de Mort Rainey: «Soy un granjero de Mississippi».
La soledad no es tan dolorosa cuando
se persigue la venganza o la justicia. Pero castigar al culpable no nos hace
necesariamente inocentes. Allí tenemos a Mort, el hombre que termina solo por
perseguir al fantasma sedentario de la literatura.
Finalmente, nos quedamos con Donnie Darko –que con cada vista parece
tener menos errores−, la película del
humano en ese estúpido traje de conejo (o al revés: un conejo en un estúpido
traje de humano) y que despliega frente al espectador la tesis de que la
búsqueda de Dios es absurda si todos, al final, terminamos solos. Sin embargo,
jamás se menciona en el largometraje la antípoda o el antídoto de la soledad,
algo así como, por ejemplo, la libertad, el amor, la familia o el sexo. Aunque
quizá este último se menciona olímpicamente durante todo el filme, pero queda
relegado a ese agradable cómodo de la ambigüedad. Tal parece que la visión de
Richard Kelly, el director de DD, es
otra. Richard Kelly no plantea una vida larga sino intensa: una donde se
redimen culpas, donde se salvan amores que nunca se cruzaron y se castigue a
hombres antes de condenarlos. Estoy seguro que Borges, el amante de los tigres
y los laberintos, habría sido un gran fan de Donnie Darko y en un perfecto inglés, del que estaría orgulloso
Wordsworth o De Quincey, habría recitado estas hermosas palabras: «Confío en
que cuando el mundo se acabe, pueda dar un suspiro de alivio, porque habrá
muchas otras cosas con las cuales ilusionarse». Y es que la longitud del filme
es un paraje inabarcable, una textura indefinida que se impregna en el ánimo.
¿A quién no le gustaría saber su fecha de muerte (o la del fin del mundo) y
antes de eso alcanzar el amor, el castigo, lo heroico, el otro lado del
acobardamiento, y dejar de decepcionar a quienes se ama?
Yo creo que todos, en algún momento,
nos ha pervertido la idea de acabar ahí, más cuando se está en lo alto, en la
panacea de nuestro derecho, porque después de eso todo se hace en pendiente. Donnie Darko es la realización de ese
deseo, la pérdida sin dolor, el amor sin pausas y el heroísmo sin la atrofia
del aplauso.
Zodiac,
la obsesión. Secret Window, la
paranoia. Donnie Darko, la
esquizofrenia. Y todas rayan la soledad y el abandono.
Así, en Zodiac, la tristeza parece entumecer cualquier forma de felicidad o
esclarecimiento sexual; hay matrimonios, hay noviazgos y hay parejas, pero jamás
hay besos, grandes flujos de sangre entre las piernas, no, solamente un costal
de tensión (que podría ser sexual, pero no lo sabemos) que contagia al
espectador y oscila en un periodo indeterminado después de acabada la película.
De hombres abandonados hay mucho
arte, tenemos a Goyo Yic, de Miguel Ángel Asturias, al Amalfitano de 2666, de
Bolaño, al taxista insomne de Taxi Driver
y, entre tantos otros, a Michael Corleone, de Francis Ford Coppola. Historias
de hombres abandonados, hombres tristes que terminan solos, solos con sus
obsesiones, con sus ambiciones, o las causas que, tal parece, solo ellos
defienden o enaltecen. La tristeza se sugiere a sí misma como otra forma de
violencia. Una forma de violencia para el entorno, violencia no amigable para
el ecosistema fílmico de los personajes. Sin embargo, para el espectador es
soportable, porque la entiende como ficción aunque intente ser una traducción
fiel de la existencia, como algo placenteramente desagradable: mientras los
personajes abandonan a nuestros hombres tristes, el espectador se mantiene
impermeable al dolor de los que abandonan. ¿Por qué? Porque la garantía del
espectador es el botón de apagado. La zona segura es el botón de apagado, la
zona de confort. Ojala pudiéramos disponer de este mecanismo en la vida real.
Pero no, en la vida real nuestro botón de apagado es la huida, el abandono.
Regresar a la zona segura es la garantía de nuestra felicidad. Únicamente los cobardes pueden disfrutar del no-dolor de
la vida.
¿Pero hasta qué punto este abandono empieza a
ser prosperidad artificial? ¿Hasta qué punto la retirada pasa a ser inmolación?
Pero
qué más da, a Marcel Duchamp también lo abandonaron. En Buenos Aires, sin
producir ninguna obra, se dedicó enteramente a jugar ajedrez. Ivonne, su esposa
en ese tiempo, terminó harta de tanto ajedrez, de tanta ciencia cuadricular, y
se marchó sola a Francia. No obstante, creo que debe empezar a considerarse el
abandono como algo místico necesario para la santidad: la santidad laica del
arte. Si la tristeza es una forma de violencia, la soledad puede ser leída como
un albergue donde el hombre descansa, indefinidamente, sin dejar de
inquietarse. A veces esa soledad es un buen filme, una buena secuencia, una
buena imagen.
En
fin, en algún momento a todos nos ha tocado encarnar estos personajes tristes y
abandonados. Y pueda que todos seamos como Donnie Darko, riendo en los momentos
finales o de mayor agravio, solitarios, ensimismados en algo que creemos, sin
advertir que hemos sido abandonados, embutidos en estúpidos trajes de humano: de
hombres tristes que terminan solos.
Matheus
Kar (Guatemala, 1994). Fundador y miembro único del Colectivo Bartleby. Entre
los reconocimientos destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía
"Canto de Golondrinas" 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016),
organizado en Antigua Guatemala, el Premio Editorial Universitaria "Manuel
José Arce" (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo
se dispersa en antologías, revistas,
fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial
Universitaria, 2016).
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