viernes, 1 de diciembre de 2017

Poesía: Lisboa

Por: Juvenal Sartorius

 
"Lisboa" - Ima Montoya


He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará 
la lluvia 
Olga Orozco


Intro

Somos una generación dolida,
y en este gimoteo, hermano,
en medio del alarido sordo de nuestro siglo
a un paso dentellada de la muerte
ofrezco esta, mi carcajada

que se pierde en el estruendo de la tormenta

Ese es mi signo: el violento alarido
destrozado en el naufragio, contracorriente,
hecho nudo de dolencia,
árido en su inconforme modo de ofrendar el corazón


I

Un estallido resuena en la oscuridad:

es la música,
la caricia minúscula
que sube por mi entrepierna,
lengua,

hasta la culminación
de mis oídos

fuera de ella,
reinan cacofonías,
se raspa acero
contra enrojecido acero,
la madera rasga
otra madera, más débil,
sin astillarla.

Una es la música,
cristalina, húmeda y clara,

el ojo que ilumina
la oscura venda del día

a su paso
la lengua de la llama danza,
pero olvida
en el frenesí
morder el talón

de la hojarasca.

La música es una boca ansiosa:

cálida, excitada, al engullirme
se estremece


II

Cualquier palabra alcanza para tocar
la más delgada fibra del silencio,
cualquier sílaba es roca suficiente
para astillar su agua espesa

pero, ¿quién, en la maraña de aquel bosque
habría dado con el sortilegio
para ahuyentar el terror,
de pie ante la boca abierta de la vida?

De pie, ante el refectorio de la tarde,
ante la quieta culminación del fuego,
horrorizado ante el perfecto crisol
de la ausencia, uno se pregunta:

 ¿Quién, en la perfecta caída,
habría cogido tabla de salvación,
sabedor de la dentellada que lo esperaba
apenas alcanzado puerto,
apenas librándose del último grano de sal
sobre la ropa humedecida?

no había en los muelles pecho de mujer,
o lágrima que aliviara esa congoja


III

En esta oscuridad digo tu nombre
y una luz alcanza a iluminar la uña
de mi angustia:
señorial, ordenada, abre la puerta de su casa,
que es tanto como decir, mi cuerpo aturdido.

Un perro ladra a mis espaldas:
adivina en mí la duda del ladrón,
sabe que entro en la casa de la angustia,
embozado, bien dispuesto
a hurgar entre sus tesoros y sus ropas

sudoroso, con el corazón boqueando,
pez sobre la arena del miedo,
pero me detengo a oler sus bragas;

entonces ella abre la puerta,
me invita a lamer el jugo de su sexo, a ladrar;
me recuerda que soy un perro a su servicio

toma tu alimento, dice mientras tiende la mano,
vuelve a dormir, pero no sueñes sino conmigo


IV

Para hallar el camino de vuelta,
arranco jirones minúsculos de piel;
uno a uno los arrojo detrás mío

uno a uno, van cayendo como hojas
de un árbol atenazado por el otoño;
después de un tiempo que parece interminable,
se posan plateadas mariposas,

sobre el suelo.

No hay cicatriz, sólo una marca que se ensancha.

Ya no lo veo, pero una hormiga, roja,

determinada, solitaria,
recoge la única huella que para salvarme voy dejando


V

En medio de la oscuridad, estalla el relámpago de tu voz.

¿Quién dijo que no se ama, hasta la sangre, cuando
las horas se interponen, kilométricas, entre carne y beso,
quién acusó la imposibilidad de empeñar a otra, a otro
el último corazón con que sobrevivimos al diluvio,
atravesados por el suave, imperceptible filo de la angustia
y de los celos, atados, agónicos, pero lúcidos
en este desangrarse cotidiano?

Alguien ha puesto un manto oscuro sobre la noche,
algo hizo que la luz disminuyera su brillo
en cada esquina. Algo, que se acerca, acechante
entre la niebla, lejano, aunque inminente,
entre los árboles, algo que oculta, en el murmullo
del agua, el estruendoso paroxismos de sus pisadas


VI

Para salvarme, debí encadenarme a la nostalgia,
a su mástil de perpetuo desapego, a la dolencia
de estar, contradictoriamente vivo,
absurdo sobreviviente de mí mismo.

Para llegar a puerto, para volver, insolado,
a la desolación de tierra firme,
debí soltar toda pertenencia, todo lazo
y cabalgar, sin brida, la mano libre,
sobre el lomo sin domeñar de la tristeza.

El naufragio duró el mismo tiempo que tarda
en crecer, robusto, lozano, el espíritu solitario,
en los resquicios que quedan entre el siglo
que termina y el que asoma la garra,
tímido depredador. Crece como una hiedra
en el desamparo, apenas perceptible,
pero imparable, sabedora del peligro
que su beso representa, sospechándolo
en cada tallo que renace tras el picotazo
despreocupado de algún ave,
radiante en cada hoja, en cada filamento
que se estremece con el viento.

Para la sed, sirvió la sangre.
Para sostener la cordura, así fuera de un hilo
endeble, fue insuficiente cerrar los ojos,
acudir al llamado del ensueño.


VII

Arde

en mitad
de la nada

en el corazón
en la oscura superficie
del oceáno

vuelve a arder
el mismo barco

que me llevó al naufragio.

Cualquiera lo sospecha,
pero todos callan lo evidente:

La oscuridad ilumina la llama


VIII

Para volver a tierra, uno debe convencer
al cuerpo de una sola cosa:
no volverá a conocer días sin el vaivén
a todas horas. Cualquier luz, cualquier destello,
por mínimo que sea, nos cegará el sosiego,
Abriendo de tajo la carne recién cicatrizada
del miedo. En cada despertar estará la sed,
sosteniendo como una copa urgente, vacía,
la garganta.

Para volver a entonar la canción que nos recuerde
la piel amada, la fibra sensible del deseo,
para volver a estremecerse en la oscuridad,
pero ya no recorrido el pellejo por el miedo,
hace falta arrojarse de nuevo al agua,
mordiscar la salada carne de la playa,
comulgar con el acantilado


IX

Pero huir no es suficiente:
el naufragio te perseguirá por donde vayas.
Besará, ansioso, las plantas de tus pies,
le ladrará a tu sombra;
su mano moverá tu mano,
su pie hará tropezar el tuyo.

Sea la costa, la más agreste serranía,
deberás abrazar de nueva cuenta la locura.



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