Por: Anibal Rodolfo Pfaffendorf
Para Tomás L. esa noche no había sido de las mejores. Conciliar el sueño con tantas dudas y miedos dando vueltas por su habitación, le resultó casi imposible.
La lluvia constante tampoco lo ayudó demasiado esa vez aunque, en otras ocasiones, le había servido de gran inspiración.
La vida en soledad permitió forjar en él a un prolífico y respetable pintor dentro de un círculo de artistas que sirvió casi de único vínculo con la sociedad.
– Contáme Tomás.
– Pasaron veinticinco años, Sonia. Veinticinco años desde que escapé de ese infierno y todavía no encuentro consuelo de mi cobardía, de abandonar a mi madre y dejarla sola con ese hombre que es mi padre. La abandoné, Sonia, y eso, para mí, no tiene perdón. Todos los días sigo escuchando los gritos y llantos, los insultos, siguen doliéndome los golpes hacia mí y hacía ella y ese desagradable olor a alcohol. Recuerdo el bosquecito que rodeaba la casa que nos sirvió de refugio, de escape, aunque lloviera e incluso de noche nos dormíamos abrazados sobre la hojarasca. Mi madre me hablaba de ella, de sus colores que se tornaban cada vez más amarillentos a medida que se acercaba el invierno, de la importancia que tenía la muerte lenta de esas hojas, sacrificándose para enriquecer la tierra. Aprendí a querer ese suelo, tal vez el único recuerdo agradable que guardo de mi infancia. Mis pequeños pies descalzos sentían su humedad o su crujiente sequedad. Escondía debajo de ella mis pequeños tesoros, pero también mis lágrimas y el dolor. Pero una noche pisé esa hojarasca por última vez, corriendo; huí. No volví ni un instante la vista atrás y llegué a la carretera. Tenía quince años, Sonia, y no sé si sabía lo que estaba haciendo…
– Pasaron veinticinco años, Sonia. Veinticinco años desde que escapé de ese infierno y todavía no encuentro consuelo de mi cobardía, de abandonar a mi madre y dejarla sola con ese hombre que es mi padre. La abandoné, Sonia, y eso, para mí, no tiene perdón. Todos los días sigo escuchando los gritos y llantos, los insultos, siguen doliéndome los golpes hacia mí y hacía ella y ese desagradable olor a alcohol. Recuerdo el bosquecito que rodeaba la casa que nos sirvió de refugio, de escape, aunque lloviera e incluso de noche nos dormíamos abrazados sobre la hojarasca. Mi madre me hablaba de ella, de sus colores que se tornaban cada vez más amarillentos a medida que se acercaba el invierno, de la importancia que tenía la muerte lenta de esas hojas, sacrificándose para enriquecer la tierra. Aprendí a querer ese suelo, tal vez el único recuerdo agradable que guardo de mi infancia. Mis pequeños pies descalzos sentían su humedad o su crujiente sequedad. Escondía debajo de ella mis pequeños tesoros, pero también mis lágrimas y el dolor. Pero una noche pisé esa hojarasca por última vez, corriendo; huí. No volví ni un instante la vista atrás y llegué a la carretera. Tenía quince años, Sonia, y no sé si sabía lo que estaba haciendo…
Finalmente, Tomás L. se levantó de la cama, cansado, dolorido. Era muy temprano todavía pero no podía esperar más. La inquietud de regresar a esa casa era muy fuerte. Sentía que se trataba de una cuenta por saldar.
Años atrás había recibido la noticia de la muerte de su madre y la lloró escondido, sin que nadie lo viera, en silencio, rodeado de sus pinceles y de lienzos. Precisamente en uno de ellos estaba bosquejando en tonos verdes, rojos y amarillos: las hojas de su niñez.
Pero de su padre no tuvo nunca noticias. Quizá volviéndolo a ver, hablando con él, podrían perdonarse.
Se lavó el rostro, se vistió rápidamente y salió esa mañana fresca de otoño. Encendió el motor del viejo automóvil y encaró hacia la carretera. Todo estaba en silencio, nadie había decidido conducir tan temprano. Seguía estando solo.
Al cabo de dos horas estacionó a pocos metros de la casa y decidió hacer un tramo a pie. Una pequeña verja que no recordaba le cerró el paso y no dudó en traspasarla. Estaba nuevamente en el bosquecito. Notó que era más pequeño que aquel que su mirada de niño le devolvía y fue acercándose despacio. La vivienda ya no era tan blanca, el abandono se mostraba en toda su fachada.
Se quedó allí, parado sobre las hojas otra vez, inmóvil, aturdido de recuerdos y esperando. Las dudas sobre su accionar iban y venían y sus ojos humedecieron.
Ladró un perro e inmediatamente se abrió sonoramente la vieja puerta. Un anciano salió, era su padre a pesar de la mísera vejez que mostraba su imagen. Renqueando, desaliñado, con el rostro oscuro de odio y de demencia. Profirió un grito hacia el animal y con dificultad observó a ese desconocido que había invadido su casa. Avanzó unos pasos, tosió y escupió hacia un costado. Levantó el rifle y sin más, disparó.
La fuerte emoción de Tomás lo distrajo de ver el arma. Escuchó el ruido sordo, como lejano, y sintió el dolor en su cuerpo. Cayó, su puño se cerró aprisionando un montón de hojas como si otra vez fueran su refugio. Murió sobre la hojarasca y su sangre compartió con ella la misión de enriquecer la tierra.
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