Por: Henry Castellanos
Le gustaba asistir a recitales de poesía. Por alguna razón fue a uno y escuchó que un muchacho de la ciudad entonaba a viva voz un poema que decía haber escrito en el autobús camino al recital, —¿Cómo es que algo tan improvisado crearía toda una historia en la vida de uno de sus receptores?—. A Mauricio Lozano le fascinó porque hablaba sobre una mujer y la elección de qué vestido iba colocarse esa noche para simplemente dormir elegante por si la muerte la visitaba en su lecho. Veía atentamente cómo el público ignoraba el poema, pues entre conversaciones de amigos y risas escandalosas, se perdía la voz de quien lo recitaba.
Años más tarde decidió volver a frecuentar los parques y avenidas que se cerraban en ciertos tramos para dar paso a estas tertulias tan amenas para cierto público de la ciudad. Entre conversaciones de las personas que asistían a uno de estos pequeños eventos, se enteró que un tal Ricardo se había suicidado días después de recitar el poema «Un vestido para mi amiga la muerte». Entre risas y burlas decían que la fama del suicidio había llevado a los participantes a tomarlo como una especie de emblema para iniciar diariamente los encuentros poéticos que tendrían lugar en el parque del Sagrado Corazón. Quedó frío de la impresión por la noticia, así que decidió acudir de nuevo tan solo para escuchar nuevamente aquel poema que tanto le había gustado. Lo escuchó con total encantamiento, como si viniese de Borges, Pavese o de García Lorca, y cayó en cuenta que justo en ese momento ocurría lo mismo que el primer día en que fue recitado en voz de su autor: parecía ser que el poema se movía entre el humo de los cigarrillos y los costados de los asistentes; que tocaba los hombros de la gente; pero que, asimismo, lo desdeñaban tal y como es ignorado el ruido de los automóviles en una calle muy transitada.
Mauricio Lozano no lo entendía, pues para él era una joya contemporánea. A su pensar, se trataba de un poema que expresaba tanto, tan lleno de colores y descripciones, que podía dejar a cualquier audiencia anonadada a condición de dedicarle el debido tiempo y trabajo para atenderlo. Pero extrañamente no sucedía así, pues la audiencia permanecía indiferente durante su lectura. A partir de entonces, día tras día, llegaba puntual al parque del Sagrado Corazón, lo escuchaba y se iba pensando en que al día siguiente volvería para purificarse por dentro al oírlo de nuevo.
Mauricio llegó a los extremos de la desesperación, pues quería hablar con cualquier persona de su parte favorita del texto escrito por el difunto Ricardo: aquella en donde se describía a una mujer seleccionando algún vestido acorde para recibir a la muerte en caso de que se presentara esa noche. Mientras escuchaba, se imaginaba a sí mismo conversando con aquel tipo blanco, de pecas, sobre el primer vestido descartado por la protagonista del poema: uno lleno de flores que, en su opinión, hizo bien en no elegir en tanto que un ropaje impreso con brotes amarillos, azules, rojos, violetas y púrpuras no caían bien para una ocasión tan importante. No obstante era un hecho que la realidad era otra, pues al observar a los asistentes lo único que podía notar era que estaban de espaldas a tan maravilloso relato e incluso había quienes balbuceaban sobre lo agobiante que era iniciar el recital siempre con ese horrible poema que debía ser olvidado de una vez por todas.
Era un hecho que Mauricio Lozano se fijaba en cada uno de los asistentes al evento. Observaba en especial a dos personas que siempre frecuentaban el parque: una chica de ojos cafés muy lindos, con el pelo a la altura de los hombros, y al que parecía ser su pareja: un tipo alto, joven y apuesto, de anchas espaldas y barbilla pronunciada. Sin saber porqué se les acercaba lo más que podía, pero sólo notaba a la chica mirar con total dedicación al tipo, que no hacía otra cosa que hablar sobre cómo ese espacio poético era capaz de quitarle el estrés después de todo un día entre la universidad y el trabajo en la frutería de sus padres. Y así le transcurría el tiempo: sentado siempre en la misma parte del césped y mirando de lado a lado como sintiéndose capaz de reconocer muchos de los rostros que se presentaban con frecuencia en el lugar. Tal vez, sabiendo en escala quiénes prestaban de mayor a menor atención a «Un vestido para mi amiga la muerte» y extasiándose al escuchar palabra por palabra cada estrofa incluida por Ricardo en su poema.
Uno de tantos días y en medio del acostumbrado inicio del evento, gritó: «y al final decide elige el vestido de flores», lo que provocó que las personas le lanzaran miradas de rareza como si estuvieran en presencia de algún tipo de loco haciendo cosas fuera de lo normal entre la carrera veintiuna y la calle treinta al mediodía en plena hora pico; pero Mauricio pasó por alto esas miradas desaprobadoras y, con una sonrisa que no concordaba con su mirada, volvió a gritar: «sin duda, es el mejor poema del mundo», causando ahora que la gente a su alrededor diera varios pasos lejos de él. Aun así, Mauricio Lozano siguió frecuentando el parque tarde a tarde amando en especial los sábados —que era cuando acudía la mayor cantidad de gente—; odiando los domingos, día en que la jornada no despertaba el mínimo interés de los asistentes debido tal vez a la idea de que al día siguiente había que reanudar la rutina diaria; y detestando los lunes debido a que muy poca gente visitaba el parque.
Al siguiente sábado y tras un infrecuente retraso en la hora de inicio del recital, en medio de la impaciencia decidió buscar otro lugar en dónde sentarse esperando que el ansiado poema llegase como lo hace la luz a una habitación en penumbras. Hallado el sitio, se percató de que llevaba varías semanas sin ver a la chica de ojos cafés y pelo a la altura de los hombros.
—Quizá se mudó de ciudad o tal vez a causa de sus estudios... A la mejor fue a visitar a algunos tíos que probablemente viven fuera del país. ¿Quién puede saberlo? —dijo para sus adentros.
Sin embargo, cayó también en cuenta de que el muchacho apuesto con el que solía acudir seguía asistiendo, pero ahora con otra mujer un tanto más baja que la otra, pelo largo y quizá con mayor interés en lo que pasaba alrededor y menos al rostro de su acompañante. Por fin, el evento dió inicio y se siguió con la rutina de todos los días: el poema fue leído; como de costumbre fue ignorado; y, cuando culminó este acostumbrado ejercicio, alcanzó a escuchar una voz que decía que el trabajo de Ricardo le había parecido encantador y que era toda una obra de arte. Asombrado y apretando los dientes, volvió la cabeza y notó que aquellas palabras habían sido pronunciadas por un mozalbete de camisa amarilla, bolsillos a la altura del estómago y lentes redondos. Emocionado, se dedicó a escuchar todos los poemas que se recitaron durante la tarde pensando en que por fin había encontrado una persona con la cual hablar del poema que había marcado una pausa en el recorrido de su vida.
Cuando todo hubo acabado y las personas comenzaron a emprender sus caminos, Mauricio Lozano decidió ir detrás de aquel joven. Mientras caminaba, pensó en lo conveniente de decirle que lo había visto entre la gente y que era un placer encontrarse con alguien que le gustara ese poema. Que de acuerdo al argumento, el vestido negro parecía muy obvio para la ocasión y que la protagonista perdía el tiempo descartando vestidos como ese. Incluso, que llegó a pensar en alguna ocasión que los vestidos eran sólo metáforas que el escritor creaba para referirse al tiempo que elegía la mujer para entregarse a la muerte, o que probablemente la mujer era la misma muerte eligiendo una persona a la cual llevarse y que el auténtico protagonista del poema era el colorido vestido flores... Pensó en tantas cosas que tenía que decirle a ese muchacho de lentes redondos, que caminó cuadras y cuadras sin decidirse en cómo iba a abordar a su nuevo amigo.
Caía ya la noche en Barraquilla y el joven se detuvo ante un semáforo en verde mientras que Mauricio se acercaba pacientemente situándose justo detrás de él. El muchacho alcanzó a observarlo por el borde de sus lentes y sin mayor preocupación continuó con su camino. Una calle más adelante giró a su izquierda, lo que hizo que Mauricio Lozano lo perdiera de vista. Un poco sorprendido, colocó sus manos en la coronilla para observar si aquella persona a lo lejos era la persona que buscaba, pero no lo era. Dándose por vencido y viendo que la noche había caído sobre la ciudad se dispuso a partir, cuando de una casa con puerta verde lo vio salir con las manos dentro de los bolsillos de la camisa. Presuroso, lo alcanzó para tratar de comenzar un debate en torno al poema que tanto lo cautivaba, se situó frente a él y lo saludo:
—¡Quiúbo hermano, lo vi en el parque del Sagrado Corazón en el recital de poemas! —dijo mientras extendía su mano y observando que detrás de aquel chico salían otros tres más.
Mauricio insistió:
—A mí también me gustó mucho el poema y quería hablar con usted sobre lo que más me ha llamado la atención de él.
—¿Qué quiere, maricón? —respondió el joven con una mirada de total enojo.
Los tres tipos que salían detrás acompañaron las fuertes palabras con una propuesta que se comprendía en violencia: proponían «joderlo», a lo que Mauricio Lozano contesto:
—¡Es que ustedes no entienden, yo vengo a hablar con él sobre un poema! ¿O acaso no es cierto que estuvo allá y que le gustó el poema?
—Ni se me acerque, maricón —gritó el joven mientras golpeaba la mano de Mauricio
y que aún seguía extendida.
Inmediatamente, sintió como un puño se estrellaba contra su rostro y otro, y otro más.
—Es que… ¡Esperen, yo sólo quiero hablar con él! —trataba de decir mientras sentía cómo su rostro era estampado sobre el gris y frío asfalto.
Por unos instantes perdió el conocimiento.
Pasados unos días, Mauricio recuerda lo pasado y piensa:
—Llevo mucho tiempo acudiendo al parque del Sagrado Corazón a escuchar poemas. Hace poco escuché uno sobre todo el proceso que tenía una hoja al desprenderse de su rama, hasta que tocaba el suelo y la brisa la revolcaba por todo el lugar. ¡Me gustó mucho! Casi pude visualizar como fotograma cada escena narrada en el poema. Se escuchan también muchos poemas de amor dedicados a quienes ya no están o a personas que apenas llegan y son todos muy hermosos. En mi imaginación, casi puedo ver los colores de cada escena de «Un vestido para mi amiga la muerte», converso con la protagonista y le hago muchas preguntas. Otras veces hablo con la muerte y la interrogo acerca del destino de la mujer: que si finalmente llegó por ella o si simplemente la dejó dormir plácidamente con su vestido de flores amarillas, rojas, azules y purpuras. También me acuesto sobre el césped del parque fantaseando en que voy en el mismo autobús con Ricardo y le sugiero algunas cosas para que su poema no sea ignorado en las jornadas; quizás —porqué no— hasta consejos que le permitan seguir con vida recitando el poema en voz propia al inicio de cada uno de los encuentros.
A Mauricio Lozano le encantaría tener alguien con quien hablar de aquel poema que ha escuchado una y otra vez sobre una mujer que, sin esperar algo en especial, abre su armario y se le ocurre la maravillosa idea de elegir un vestido muy lindo, el más bello de todos, por si llega su muerte mientras duerme. Desconoce si la fatídica cita finalmente se llevará a cabo, o si al siguiente día tan solo se levantará con el mismo vestido con el que se fue a dormir. Pero Mauricio Lozano no lo hace. A cambio, baja la cabeza y sale a la calle a hablar consigo mismo recordando las bancas de ayer, las grietas en el asfalto que siempre mira, o lo suave del pasto donde suele recostar su cabeza.
Porque Mauricio Lozano sigue frecuentando el parque del Sagrado Corazón y viendo en aquel poema una gran obra... Destacable, pero ignorada.
"El guitarrista ciego" (1903) – Pablo Picasso |
Le gustaba asistir a recitales de poesía. Por alguna razón fue a uno y escuchó que un muchacho de la ciudad entonaba a viva voz un poema que decía haber escrito en el autobús camino al recital, —¿Cómo es que algo tan improvisado crearía toda una historia en la vida de uno de sus receptores?—. A Mauricio Lozano le fascinó porque hablaba sobre una mujer y la elección de qué vestido iba colocarse esa noche para simplemente dormir elegante por si la muerte la visitaba en su lecho. Veía atentamente cómo el público ignoraba el poema, pues entre conversaciones de amigos y risas escandalosas, se perdía la voz de quien lo recitaba.
Años más tarde decidió volver a frecuentar los parques y avenidas que se cerraban en ciertos tramos para dar paso a estas tertulias tan amenas para cierto público de la ciudad. Entre conversaciones de las personas que asistían a uno de estos pequeños eventos, se enteró que un tal Ricardo se había suicidado días después de recitar el poema «Un vestido para mi amiga la muerte». Entre risas y burlas decían que la fama del suicidio había llevado a los participantes a tomarlo como una especie de emblema para iniciar diariamente los encuentros poéticos que tendrían lugar en el parque del Sagrado Corazón. Quedó frío de la impresión por la noticia, así que decidió acudir de nuevo tan solo para escuchar nuevamente aquel poema que tanto le había gustado. Lo escuchó con total encantamiento, como si viniese de Borges, Pavese o de García Lorca, y cayó en cuenta que justo en ese momento ocurría lo mismo que el primer día en que fue recitado en voz de su autor: parecía ser que el poema se movía entre el humo de los cigarrillos y los costados de los asistentes; que tocaba los hombros de la gente; pero que, asimismo, lo desdeñaban tal y como es ignorado el ruido de los automóviles en una calle muy transitada.
Mauricio Lozano no lo entendía, pues para él era una joya contemporánea. A su pensar, se trataba de un poema que expresaba tanto, tan lleno de colores y descripciones, que podía dejar a cualquier audiencia anonadada a condición de dedicarle el debido tiempo y trabajo para atenderlo. Pero extrañamente no sucedía así, pues la audiencia permanecía indiferente durante su lectura. A partir de entonces, día tras día, llegaba puntual al parque del Sagrado Corazón, lo escuchaba y se iba pensando en que al día siguiente volvería para purificarse por dentro al oírlo de nuevo.
Mauricio llegó a los extremos de la desesperación, pues quería hablar con cualquier persona de su parte favorita del texto escrito por el difunto Ricardo: aquella en donde se describía a una mujer seleccionando algún vestido acorde para recibir a la muerte en caso de que se presentara esa noche. Mientras escuchaba, se imaginaba a sí mismo conversando con aquel tipo blanco, de pecas, sobre el primer vestido descartado por la protagonista del poema: uno lleno de flores que, en su opinión, hizo bien en no elegir en tanto que un ropaje impreso con brotes amarillos, azules, rojos, violetas y púrpuras no caían bien para una ocasión tan importante. No obstante era un hecho que la realidad era otra, pues al observar a los asistentes lo único que podía notar era que estaban de espaldas a tan maravilloso relato e incluso había quienes balbuceaban sobre lo agobiante que era iniciar el recital siempre con ese horrible poema que debía ser olvidado de una vez por todas.
Era un hecho que Mauricio Lozano se fijaba en cada uno de los asistentes al evento. Observaba en especial a dos personas que siempre frecuentaban el parque: una chica de ojos cafés muy lindos, con el pelo a la altura de los hombros, y al que parecía ser su pareja: un tipo alto, joven y apuesto, de anchas espaldas y barbilla pronunciada. Sin saber porqué se les acercaba lo más que podía, pero sólo notaba a la chica mirar con total dedicación al tipo, que no hacía otra cosa que hablar sobre cómo ese espacio poético era capaz de quitarle el estrés después de todo un día entre la universidad y el trabajo en la frutería de sus padres. Y así le transcurría el tiempo: sentado siempre en la misma parte del césped y mirando de lado a lado como sintiéndose capaz de reconocer muchos de los rostros que se presentaban con frecuencia en el lugar. Tal vez, sabiendo en escala quiénes prestaban de mayor a menor atención a «Un vestido para mi amiga la muerte» y extasiándose al escuchar palabra por palabra cada estrofa incluida por Ricardo en su poema.
Uno de tantos días y en medio del acostumbrado inicio del evento, gritó: «y al final decide elige el vestido de flores», lo que provocó que las personas le lanzaran miradas de rareza como si estuvieran en presencia de algún tipo de loco haciendo cosas fuera de lo normal entre la carrera veintiuna y la calle treinta al mediodía en plena hora pico; pero Mauricio pasó por alto esas miradas desaprobadoras y, con una sonrisa que no concordaba con su mirada, volvió a gritar: «sin duda, es el mejor poema del mundo», causando ahora que la gente a su alrededor diera varios pasos lejos de él. Aun así, Mauricio Lozano siguió frecuentando el parque tarde a tarde amando en especial los sábados —que era cuando acudía la mayor cantidad de gente—; odiando los domingos, día en que la jornada no despertaba el mínimo interés de los asistentes debido tal vez a la idea de que al día siguiente había que reanudar la rutina diaria; y detestando los lunes debido a que muy poca gente visitaba el parque.
Al siguiente sábado y tras un infrecuente retraso en la hora de inicio del recital, en medio de la impaciencia decidió buscar otro lugar en dónde sentarse esperando que el ansiado poema llegase como lo hace la luz a una habitación en penumbras. Hallado el sitio, se percató de que llevaba varías semanas sin ver a la chica de ojos cafés y pelo a la altura de los hombros.
—Quizá se mudó de ciudad o tal vez a causa de sus estudios... A la mejor fue a visitar a algunos tíos que probablemente viven fuera del país. ¿Quién puede saberlo? —dijo para sus adentros.
Sin embargo, cayó también en cuenta de que el muchacho apuesto con el que solía acudir seguía asistiendo, pero ahora con otra mujer un tanto más baja que la otra, pelo largo y quizá con mayor interés en lo que pasaba alrededor y menos al rostro de su acompañante. Por fin, el evento dió inicio y se siguió con la rutina de todos los días: el poema fue leído; como de costumbre fue ignorado; y, cuando culminó este acostumbrado ejercicio, alcanzó a escuchar una voz que decía que el trabajo de Ricardo le había parecido encantador y que era toda una obra de arte. Asombrado y apretando los dientes, volvió la cabeza y notó que aquellas palabras habían sido pronunciadas por un mozalbete de camisa amarilla, bolsillos a la altura del estómago y lentes redondos. Emocionado, se dedicó a escuchar todos los poemas que se recitaron durante la tarde pensando en que por fin había encontrado una persona con la cual hablar del poema que había marcado una pausa en el recorrido de su vida.
Cuando todo hubo acabado y las personas comenzaron a emprender sus caminos, Mauricio Lozano decidió ir detrás de aquel joven. Mientras caminaba, pensó en lo conveniente de decirle que lo había visto entre la gente y que era un placer encontrarse con alguien que le gustara ese poema. Que de acuerdo al argumento, el vestido negro parecía muy obvio para la ocasión y que la protagonista perdía el tiempo descartando vestidos como ese. Incluso, que llegó a pensar en alguna ocasión que los vestidos eran sólo metáforas que el escritor creaba para referirse al tiempo que elegía la mujer para entregarse a la muerte, o que probablemente la mujer era la misma muerte eligiendo una persona a la cual llevarse y que el auténtico protagonista del poema era el colorido vestido flores... Pensó en tantas cosas que tenía que decirle a ese muchacho de lentes redondos, que caminó cuadras y cuadras sin decidirse en cómo iba a abordar a su nuevo amigo.
Caía ya la noche en Barraquilla y el joven se detuvo ante un semáforo en verde mientras que Mauricio se acercaba pacientemente situándose justo detrás de él. El muchacho alcanzó a observarlo por el borde de sus lentes y sin mayor preocupación continuó con su camino. Una calle más adelante giró a su izquierda, lo que hizo que Mauricio Lozano lo perdiera de vista. Un poco sorprendido, colocó sus manos en la coronilla para observar si aquella persona a lo lejos era la persona que buscaba, pero no lo era. Dándose por vencido y viendo que la noche había caído sobre la ciudad se dispuso a partir, cuando de una casa con puerta verde lo vio salir con las manos dentro de los bolsillos de la camisa. Presuroso, lo alcanzó para tratar de comenzar un debate en torno al poema que tanto lo cautivaba, se situó frente a él y lo saludo:
—¡Quiúbo hermano, lo vi en el parque del Sagrado Corazón en el recital de poemas! —dijo mientras extendía su mano y observando que detrás de aquel chico salían otros tres más.
Mauricio insistió:
—A mí también me gustó mucho el poema y quería hablar con usted sobre lo que más me ha llamado la atención de él.
—¿Qué quiere, maricón? —respondió el joven con una mirada de total enojo.
Los tres tipos que salían detrás acompañaron las fuertes palabras con una propuesta que se comprendía en violencia: proponían «joderlo», a lo que Mauricio Lozano contesto:
—¡Es que ustedes no entienden, yo vengo a hablar con él sobre un poema! ¿O acaso no es cierto que estuvo allá y que le gustó el poema?
—Ni se me acerque, maricón —gritó el joven mientras golpeaba la mano de Mauricio
y que aún seguía extendida.
Inmediatamente, sintió como un puño se estrellaba contra su rostro y otro, y otro más.
—Es que… ¡Esperen, yo sólo quiero hablar con él! —trataba de decir mientras sentía cómo su rostro era estampado sobre el gris y frío asfalto.
Por unos instantes perdió el conocimiento.
Pasados unos días, Mauricio recuerda lo pasado y piensa:
—Llevo mucho tiempo acudiendo al parque del Sagrado Corazón a escuchar poemas. Hace poco escuché uno sobre todo el proceso que tenía una hoja al desprenderse de su rama, hasta que tocaba el suelo y la brisa la revolcaba por todo el lugar. ¡Me gustó mucho! Casi pude visualizar como fotograma cada escena narrada en el poema. Se escuchan también muchos poemas de amor dedicados a quienes ya no están o a personas que apenas llegan y son todos muy hermosos. En mi imaginación, casi puedo ver los colores de cada escena de «Un vestido para mi amiga la muerte», converso con la protagonista y le hago muchas preguntas. Otras veces hablo con la muerte y la interrogo acerca del destino de la mujer: que si finalmente llegó por ella o si simplemente la dejó dormir plácidamente con su vestido de flores amarillas, rojas, azules y purpuras. También me acuesto sobre el césped del parque fantaseando en que voy en el mismo autobús con Ricardo y le sugiero algunas cosas para que su poema no sea ignorado en las jornadas; quizás —porqué no— hasta consejos que le permitan seguir con vida recitando el poema en voz propia al inicio de cada uno de los encuentros.
A Mauricio Lozano le encantaría tener alguien con quien hablar de aquel poema que ha escuchado una y otra vez sobre una mujer que, sin esperar algo en especial, abre su armario y se le ocurre la maravillosa idea de elegir un vestido muy lindo, el más bello de todos, por si llega su muerte mientras duerme. Desconoce si la fatídica cita finalmente se llevará a cabo, o si al siguiente día tan solo se levantará con el mismo vestido con el que se fue a dormir. Pero Mauricio Lozano no lo hace. A cambio, baja la cabeza y sale a la calle a hablar consigo mismo recordando las bancas de ayer, las grietas en el asfalto que siempre mira, o lo suave del pasto donde suele recostar su cabeza.
Porque Mauricio Lozano sigue frecuentando el parque del Sagrado Corazón y viendo en aquel poema una gran obra... Destacable, pero ignorada.
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