«–Si pudiera…
–Puedes.
–Pero no quiero.
–No nos queda de otra.»
Llegó a Santa Rosa en septiembre, no se me olvida, aquí nadie olvida, apenas habían pasado las fiestas patrias, el otoño ya se asomaba de vez en cuando con su mortal tranquilidad y en el pueblo reinaba el silencio, todos tenían resaca, o estaban roncos de tanto gritar: “¡Viva México, cabrones!”.
Guadalupe, ese era su nombre, parecía una criada, pensamos que venía por el puesto de cocinera, pero no, resulta que todas nos equivocamos y, al final, hasta nos sorprendimos; ella era, sin duda, muy joven, pero la pobreza es tremenda y más con los niños, apenas los destetan y ya los están lanzando a la calle a pedir limosna.
–Piensa en los pobres, pero solo en los pobres que son niños –me dijo mi madre un día cuando, saliendo de la Misa de Pentecostés, aún no entraba al convento e iba con ella a todos lados, nos encontramos con esos muertitos de hambre alzando su manita esquelética hacia el cielo, yo los miraba desde arriba y me imaginaba que era Dios, quería ignorarlos como él, escuchar sus súplicas y burlarme oculta entre las nubes, pero mi madre me insistía y terminaba por darles unos centavos, tomando precauciones suficientes para que mis dedos no tocaran su mugre.
–¿Y los grandes? –pregunté.
–¿Qué con ellos? –me respondió exasperada.
–¿Quién piensa en ellos? –dije.
–Nadie, esos ya están podridos, pero los otros…, esos apenas empiezan a echarse a perder.
Guadis, así le pusimos después, cuando le agarramos cariño, venía como vinimos nosotras, asustadas y nerviosas, a postularse como aspirante. La Madre Superiora, que Dios la tenga en su Santa Gloria, le agarro mala fe desde que la vio, con sus pies descalzos y callosos, sus trenzas negras y su cara llena de angustia y de tierra.
–¡Es una india! –nos dijo, mientras arrugaba su cara de chayote–. Esa nomás quiere que la saquen de pobre.
Siempre era así con las morenas, peor con las negras, estaba acostumbrada a verlas como sirvientas, pero los ricos tienen tanta culpa de ser ricos, como los pobres de ser pobres. Se llamaba Raquel, la Madre Superiora, que en paz descanse, y era descendiente de españoles, nieta e hija consentida de una familia adinerada y poderosa, llegó a Santa Rosa en medio de chismes, unos decían que ya no era tan casta y pura como aparentaba, otros que el Espíritu Santo se le apareció en sueños y le dijo que se postulara, que ella no quería, pero temía desatar la furia divina; eso se comentaba afuera, en el pueblo, en el convento no se contaba nada, pero todas sabíamos algo. Como era de esperarse, terminó por volverse Superiora, gracias a su carácter firme, aunado a la influencia social su familia; Raquelito bonita, Raquelito preciosa, siempre vestida con sus hábitos de telas finas y apestando a jabones europeos… Señor Jesús aléjame de la codicia, enséñame y ayúdame a reparar los males y daños que le causé a mi prójimo, te imploro y suplico: ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión…
Terminó por aceptarla, estuvo de malas como un mes, todo porque no se le puede negar el ingreso a ninguna aspirante, sin tener una buena justificación, comprobable además, y menos en ese entonces, que no teníamos ni una novicia, la última fui yo y hacía tres años y medio que había hecho mis votos perpetuos, fue una ceremonia bonita, como los funerales, tan llenos de flores y de personas resignadas…, el punto es que ya nos andaban cerrando el convento en el pueblo, nos iban a reubicar y nadie quería eso, ni la Madre Superiora, quien desde las Alturas nos guíe, aunque eso la obligara a convivir, sin más, con la india esa.
La verdad es que le hicimos la vida bien difícil a la Guadis. Siendo postulante, nunca tuvo una cama, dormía en el piso de la cocina, ahorita que lo pienso, se parecía a la Cenicienta, porque amanecía toda polvosa, más en diciembre, cuando el frío la obligaba a dormir bien cerquita del anafre y, aparte de eso, todavía en la mañana le revisábamos las bolsas del delantal, para ver que no se robara nada, los cubiertos de plata, por ejemplo, y después la mandábamos solita al mercado. Tenía que regresar antes de las once, porque si no la Madre Superiora, que la Santa Virgen Purísima la acoja en su Santo Seno, la mandaba a azotar, veinte veces por cada minuto de retraso, una vez me tocó a mí hacer de verdugo, no chistó nada, ni lloró, nunca lloró. Después tenía que hacer la comida, para nosotras y para los demás criados, digo, para los criados, para nosotras y los criados. También lavaba y planchaba nuestros hábitos, lustraba nuestros zapatos, barría y trapeaba las habitaciones, alimentaba a los cerdos y a los pollos, y además ayudaba a bañar, alimentar y cambiar a la hermana Herminia, que estaba muy enfermita y apenas si se podía mover, después se recuperó, pero no se acuerda de la Guadis.
Aguantó muchos meses, la niña no sabía ni leer, aprendió aquí, nadie sabe cómo, nadie le enseñó; de un día para otro, así nomás, leía mejor que todas y rezaba el rosario de las seis con una devoción de beata. Para cuando se volvió novicia, ya le guardábamos mucho cariño, y es que ella era tan dócil, obediente, amable e inocente que la adorábamos… ¡blasfemia!, solo se puede adorar a Nuestro Señor en las Alturas, bueno, la queríamos, tanto que la Madre Superiora, a quien Dios en su inmensa sabiduría llamó para que estuviera a su lado, lloró hasta que se le acabaron las lágrimas, hasta que le salió sangre de los ojos, y aun así siguió llorando hasta que se desangró, cuando la Guadis se fue.
«–¿Y si me cachan?
–No te cachan.
–¿Pero y si sí?»
Había ya pasado un año desde su llegada, fue un 24 de septiembre, que bien me acuerdo porque es el día de Nuestra Señora de la Merced, me levanté en la madrugada y fui a la cocina por un poco de agua, allí estaba la Guadis, enfrente del anafre bien prendido, hablando con el fuego, quién sabe que le decía, yo en cuanto la vi, cerré los ojos y me arrodillé a rezar: Magnificat anima mea Dominum, et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo, quia respexit humilitatem ancillae suae… para cuando terminé, ya había amanecido, el anafre estaba completamente limpio, no había ni una pizca de ceniza en el suelo y la Guadis no estaba. Me levanté con las piernas entumidas, pero aun así salí corriendo derechito a la oficina de la Madre Superiora, su alma sea glorificada por el Señor, a contarle lo que había pasado. Esa escena, que al principio parecía ser obra del mismísimo Satanás, Dios nos guarde, terminó por diagnosticarse, por el médico de confianza de la orden, como sonambulismo, y es que ella presentaba los síntomas característicos, además de que eso es lo que más nos convenía pensar. Pero yo, aunque la quería mucho, y justo por eso, no me dejé engañar por las explicaciones científicas, que siempre tienen algo de siniestro en ellas, y le pedí a la Madre Superiora, en mis oraciones siempre presente, que me dejara dormir con la Guadis, para vigilarla de cerca y supervisar su tratamiento.
Me hice traer una mecedora a su cuartito, qué humilde niña, su único tesoro era un cepillo viejo de madera, que le había regalado la hermana Teresita.
–Péiname –me dijo.
–Sí te peino –le contesté.
Nos acostumbramos a ello. Todas las noches, después de que se bañaba a cubetadas, como todas en el convento, le desenredaba el cabello, negro como el carbón, con los dedos, después se lo cepillaba hasta sacarle brillo y se lo trenzaba con habilidad. Eso nos relajaba a ambas y en lugar de vigilarla por las noches, siempre terminaba por dormirme, si por algún motivo me despertaba, salía disparada hacia la cocina, donde encontraba a la Guadis hablando con el fuego, rojo como el pecado, en voz baja, con frases incomprensibles, sin parpadear apenas, sin notar mi presencia, y yo, yo no podía hacer nada más, cerraba los ojos, me arrodillaba y oraba por su alma y por la mía: Ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes, quia fecit mihi magna qui potens est, et sanctum nomen eius…
Un día amaneció oliendo a chamusca, con las manos llenas de ampollas, ni se había dado cuenta, creo que aún seguía dormida porque me respondía sin mirarme.
–¿Qué te hiciste? –le pregunté, mientras buscaba un trapo limpio y ungüento de caléndula, mis manos me temblaban.
–Lo que el fuego sagrado dijo.
–¿Qué te dijo?
–¿Quién?
–¡El fuego sagrado!
–Que me quemara las manos.
–Pero, ¿por qué?
–Porque me lo merezco.
Qué fuego sagrado ni que ocho cuartos, era su conciencia sucia de india traidora, todos los indios son así, mugrosos y traicioneros. Pero en ese momento no lo noté, le curé sus manitas y la llevé con ternura hasta su cama, me senté en la mecedora y la miré preocupada hasta que se despertó. Tuve que tranquilizarla, claro que le dolía, estaba confundida y algo desesperada, pero ni así lloró. Fui a donde la Madre Superiora, para contarle lo que le había pasado a su Guadis.
–¿Será que es el Espíritu Santo? –me dijo.
–¿Cómo dice, Madre? –le pregunté.
–Sí, sí, el Espíritu Santo en forma de fuego –me respondió con los ojos bien abiertos.
Ella misma empezó con el rumor que le concedió muchos privilegios a la Guadis, más de los que merecía, diría yo. Guadis aquí, Guadis allá, Guadis qué opinas, Guadis, Guadis, Guadis... Yo la quería, se los juro por esta, pero estaba segura de que todo era obra del mismísimo demonio, Dios nos libre, y presentía que iba a terminar mal, muy mal.
La vida en el convento cambió de golpe, la niña que al principio era repudiada por todas las hermanas, ahora era vista casi como una Santa, era la elegida por Nuestro Señor desde lo alto de los Cielos para algo especial, algo más allá de nuestra comprensión, algo tan importante que solo el Espíritu Santo en forma de fuego podía transmitírselo. Se ganó, con su astucia, todos los méritos ofrecidos.
«–Ahora sí, Pita, ahora o nunca.
–No puedo, ¿y si me voy al infierno?
–¿Cómo crees, Pita?, ¡si eres la elegida por el mismísimo Espíritu Santo!
–No te burles, Ponchito, que no ves que son monjas…»
Se fue de noche, el 15 de octubre, esa mañana le habíamos celebrado su santo a la hermana Teresita, no supimos a dónde, ni cómo. Todos estábamos muy tristes, por esos días no nos dábamos cuenta de nada, solo teníamos cabeza para la Guadis, que seguro salió del convento sonámbula y se nos perdió, o peor, y para la Madre Superiora, que deliraba entre sollozos.
–Mi Guadis, mi Guadis preciosa… –murmuraba medio consciente, medio loca. Falleció con esas palabras incesantes en su boca.
El 28 de octubre, día de San Judas Tadeo, patrono de los casos difíciles, aquí nadie olvida, menos yo, llegó el Padre Rigoberto para efectuar la misa de difuntos, después de ésta, claro está, teníamos que invitarlo a comer. Fue entonces cuando nos dimos cuenta. La desgraciada se robó los cubiertos y las servilletas bordadas, también se llevó el Custodia, con todo y Santísimo, el Acetre, el Cáliz, la Patena, las Vinajeras y el Corporal, todos de metales preciosos o telas europeas, ya no encontramos el recetario que todas las hermanas de la orden habían nutrido desde hacía más de cien años, ¡ah!, y además se fue con el corazón de la Madre Raquelito, la Superiora, que bien merecido se lo tenía por estúpida.
25/09/2017
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