martes, 27 de marzo de 2018

Literatura: El viejo y la hojarasca

Por: Anibal Rodolfo Pfaffendorf


Para Tomás L. esa noche no había sido de las mejores. Conciliar el sueño con tantas dudas y miedos dando vueltas por su habitación, le resultó casi imposible.
La lluvia constante tampoco lo ayudó demasiado esa vez aunque, en otras ocasiones, le había servido de gran inspiración.
La vida en soledad permitió forjar en él a un prolífico y respetable pintor dentro de un círculo de artistas que sirvió casi de único vínculo con la sociedad.
– Contáme Tomás.
– Pasaron veinticinco años, Sonia. Veinticinco años desde que escapé de ese infierno y todavía no encuentro consuelo de mi cobardía, de abandonar a mi madre y dejarla sola con ese hombre que es mi padre. La abandoné, Sonia, y eso, para mí, no tiene perdón. Todos los días sigo escuchando los gritos y llantos, los insultos, siguen doliéndome los golpes hacia mí y hacía ella y ese desagradable olor a alcohol. Recuerdo el bosquecito que rodeaba la casa que nos sirvió de refugio, de escape, aunque lloviera e incluso de noche nos dormíamos abrazados sobre la hojarasca. Mi madre me hablaba de ella, de sus colores que se tornaban cada vez más amarillentos a medida que se acercaba el invierno, de la importancia que tenía la muerte lenta de esas hojas, sacrificándose para enriquecer la tierra. Aprendí a querer ese suelo, tal vez el único recuerdo agradable que guardo de mi infancia. Mis pequeños pies descalzos sentían su humedad o su crujiente sequedad. Escondía debajo de ella mis pequeños tesoros, pero también mis lágrimas y el dolor. Pero una noche pisé esa hojarasca por última vez, corriendo; huí. No volví ni un instante la vista atrás y llegué a la carretera. Tenía quince años, Sonia, y no sé si sabía lo que estaba haciendo…
 
Finalmente, Tomás L. se levantó de la cama, cansado, dolorido. Era muy temprano todavía pero no podía esperar más. La inquietud de regresar a esa casa era muy fuerte. Sentía que se trataba de una cuenta por saldar.
Años atrás había recibido la noticia de la muerte de su madre y la lloró escondido, sin que nadie lo viera, en silencio, rodeado de sus pinceles y de lienzos. Precisamente en uno de ellos estaba bosquejando en tonos verdes, rojos y amarillos: las hojas de su niñez.
Pero de su padre no tuvo nunca noticias. Quizá volviéndolo a ver, hablando con él, podrían perdonarse.
Se lavó el rostro, se vistió rápidamente y salió esa mañana fresca de otoño. Encendió el motor del viejo automóvil y encaró hacia la carretera. Todo estaba en silencio, nadie había decidido conducir tan temprano. Seguía estando solo.
Al cabo de dos horas estacionó a pocos metros de la casa y decidió hacer un tramo a pie. Una pequeña verja que no recordaba le cerró el paso y no dudó en traspasarla. Estaba nuevamente en el bosquecito. Notó que era más pequeño que aquel que su mirada de niño le devolvía y fue acercándose despacio. La vivienda ya no era tan blanca, el abandono se mostraba en toda su fachada.
Se quedó allí, parado sobre las hojas otra vez, inmóvil, aturdido de recuerdos y esperando. Las dudas sobre su accionar iban y venían y sus ojos humedecieron.
Ladró un perro e inmediatamente se abrió sonoramente la vieja puerta. Un anciano salió, era su padre a pesar de la mísera vejez que mostraba su imagen. Renqueando, desaliñado, con el rostro oscuro de odio y de demencia. Profirió un grito hacia el animal y con dificultad observó a ese desconocido que había invadido su casa. Avanzó unos pasos, tosió y escupió hacia un costado. Levantó el rifle y sin más, disparó.
La fuerte emoción de Tomás lo distrajo de ver el arma. Escuchó el ruido sordo, como lejano, y sintió el dolor en su cuerpo. Cayó, su puño se cerró aprisionando un montón de hojas como si otra vez fueran su refugio. Murió sobre la hojarasca y su sangre compartió con ella la misión de enriquecer la tierra.


viernes, 23 de marzo de 2018

Literatura: La Revelación (microrrelato)

LA REVELACIÓN

Por: Carlos Benavides

Cuando el arcángel Miguel derrotó a Lucifer —teniendo a este en sus brazos— preguntó:  
—¿Por qué Lucifer? ¿Por qué tú, el que era considerado la mano derecha de Dios, el que estaba en la posición más alta entre todos los ángeles, lo has traicionado?—.

A lo que Lucifer respondió:
 —Dios creó el todo, dios nos creó a nosotros. No hay nada que no haya sido tocado por sus manos y eso es el problema querido amigo. El multiverso fue creado por Dios y será destruido por él mismo ¿Obedecerás su voluntad o lo desafiarás?... He tomado esta decisión para frenarlo, para evitar que todo termine; debes detener a Dios antes de que intente destruirlo todo. Resistir ser destruido no es un pecado, es un derecho—.

Hincado en un charco rojo, tras la revelación de estas palabras, resonó en la mente del arcángel Miguel: 
—La puerta al día final ha estado sonando por todo el multiverso, los humanos se han empezado a dar cuenta que todo acabará algún día. El peso del castigo que dios nos ha dado, el dolor causado por nuestros pecados; el día del juicio—.

Entonces, irguiendo su rostro, se dispuso a elevar su voz:
—¡Lucifer permanece, he decido llevar su voluntad. Aún si soy acusado de haberme corrompido, no me arrepiento! —exclamó el arcángel Miguel, con el cuerpo de Lucifer entre sus brazos.


jueves, 22 de marzo de 2018

Literatura: Fuego sagrado

Por: Damayantli Zepeda



«–Si pudiera…
–Puedes.
–Pero no quiero.
–No nos queda de otra.»
Llegó a Santa Rosa en septiembre, no se me olvida, aquí nadie olvida, apenas habían pasado las fiestas patrias, el otoño ya se asomaba de vez en cuando con su mortal tranquilidad y en el pueblo reinaba el silencio, todos tenían resaca, o estaban roncos de tanto gritar: “¡Viva México, cabrones!”.
Guadalupe, ese era su nombre, parecía una criada, pensamos que venía por el puesto de cocinera, pero no, resulta que todas nos equivocamos y, al final, hasta nos sorprendimos; ella era, sin duda, muy joven, pero la pobreza es tremenda y más con los niños, apenas los destetan y ya los están lanzando a la calle a pedir limosna.
–Piensa en los pobres, pero solo en los pobres que son niños –me dijo mi madre un día cuando, saliendo de la Misa de Pentecostés, aún no entraba al convento e iba con ella a todos lados, nos encontramos con esos muertitos de hambre alzando su manita esquelética hacia el cielo, yo los miraba desde arriba y me imaginaba que era Dios, quería ignorarlos como él, escuchar sus súplicas y burlarme oculta entre las nubes, pero mi madre me insistía y terminaba por darles unos centavos, tomando precauciones suficientes para que mis dedos no tocaran su mugre.
–¿Y los grandes? –pregunté.
–¿Qué con ellos? –me respondió exasperada.
–¿Quién piensa en ellos? –dije.
–Nadie, esos ya están podridos, pero los otros…, esos apenas empiezan a echarse a perder.
Guadis, así le pusimos después, cuando le agarramos cariño, venía como vinimos nosotras, asustadas y nerviosas, a postularse como aspirante. La Madre Superiora, que Dios la tenga en su Santa Gloria, le agarro mala fe desde que la vio, con sus pies descalzos y callosos, sus trenzas negras y su cara llena de angustia y  de tierra.
–¡Es una india! –nos dijo, mientras arrugaba su cara de chayote–. Esa nomás quiere que la saquen de pobre.
Siempre era así con las morenas, peor con las negras, estaba acostumbrada a verlas como sirvientas, pero los ricos tienen tanta culpa de ser ricos, como los pobres de ser pobres. Se llamaba Raquel, la Madre Superiora, que en paz descanse, y era descendiente de españoles, nieta e hija consentida de una familia adinerada y poderosa, llegó a Santa Rosa en medio de chismes, unos decían que ya no era tan casta y pura como aparentaba, otros que el Espíritu Santo se le apareció en sueños y le dijo que se postulara, que ella no quería, pero temía desatar la furia divina; eso se comentaba afuera, en el pueblo, en el convento no se contaba nada, pero todas sabíamos algo. Como era de esperarse, terminó por volverse Superiora, gracias a su carácter firme, aunado a la influencia social su familia; Raquelito bonita, Raquelito preciosa, siempre vestida con sus hábitos de telas finas y apestando a jabones europeos… Señor Jesús aléjame de la codicia, enséñame y ayúdame a reparar los males y daños que le causé a mi prójimo, te imploro y suplico: ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión…
Terminó por aceptarla, estuvo de malas como un mes, todo porque no se le puede negar el ingreso a ninguna aspirante, sin tener una buena justificación, comprobable además, y menos en ese entonces, que no teníamos ni una novicia, la última fui yo y hacía tres años y medio que había hecho mis votos perpetuos, fue una ceremonia bonita, como los funerales, tan llenos de flores y de personas resignadas…, el punto es que ya nos andaban cerrando el convento en el pueblo, nos iban a reubicar y nadie quería eso, ni la Madre Superiora, quien desde las Alturas nos guíe, aunque eso la obligara a convivir, sin más, con la india esa.
La verdad es que le hicimos la vida bien difícil a la Guadis. Siendo postulante, nunca tuvo una cama, dormía en el piso de la cocina, ahorita que lo pienso, se parecía a la Cenicienta, porque amanecía toda polvosa, más en diciembre, cuando el frío la obligaba a dormir bien cerquita del anafre y, aparte de eso, todavía en la mañana le revisábamos las bolsas del delantal, para ver que no se robara nada, los cubiertos de plata, por ejemplo, y después la mandábamos solita al mercado. Tenía que regresar antes de las once, porque si no la Madre Superiora, que la Santa Virgen Purísima la acoja en su Santo Seno, la mandaba a azotar, veinte veces por cada minuto de retraso, una vez me tocó a mí hacer de verdugo, no chistó nada, ni lloró, nunca lloró. Después tenía que hacer la comida, para nosotras y para los demás criados, digo, para los criados, para nosotras y los criados. También lavaba y planchaba nuestros hábitos, lustraba nuestros zapatos, barría y trapeaba las habitaciones, alimentaba a los cerdos y a los pollos, y además ayudaba a bañar, alimentar y cambiar a la hermana Herminia, que estaba muy enfermita y apenas si se podía mover, después se recuperó, pero no se acuerda de la Guadis.
Aguantó muchos meses, la niña no sabía ni leer, aprendió aquí, nadie sabe cómo, nadie le enseñó; de un día para otro, así nomás, leía mejor que todas y rezaba el rosario de las seis con una devoción de beata. Para cuando se volvió novicia, ya le guardábamos mucho cariño, y es que ella era tan dócil, obediente, amable e inocente que la adorábamos… ¡blasfemia!, solo se puede adorar a Nuestro Señor en las Alturas, bueno, la queríamos, tanto que la Madre Superiora, a quien Dios en su inmensa sabiduría llamó para que estuviera a su lado, lloró hasta que se le acabaron las lágrimas, hasta que le salió sangre de los ojos, y aun así siguió llorando hasta que se desangró, cuando la Guadis se fue.
«–¿Y si me cachan?
–No te cachan.
–¿Pero y si sí?»
Había ya pasado un año desde su llegada, fue un 24 de septiembre, que bien me acuerdo porque es el día de Nuestra Señora de la Merced, me levanté en la madrugada y fui a la cocina por un poco de agua, allí estaba la Guadis, enfrente del anafre bien prendido, hablando con el fuego, quién sabe que le decía, yo en cuanto la vi, cerré los ojos y me arrodillé a rezar: Magnificat anima mea Dominum, et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo, quia respexit humilitatem ancillae suae… para cuando terminé, ya había amanecido, el anafre estaba completamente limpio, no había ni una pizca de ceniza en el suelo y la Guadis no estaba. Me levanté con las piernas entumidas, pero aun así salí corriendo derechito a la oficina de la Madre Superiora, su alma sea glorificada por el Señor, a contarle lo que había pasado. Esa escena, que al principio parecía ser obra del mismísimo Satanás, Dios nos guarde, terminó por diagnosticarse, por el médico de confianza de la orden, como sonambulismo, y es que ella presentaba los síntomas característicos, además de que eso es lo que más nos convenía pensar. Pero yo, aunque la quería mucho, y justo por eso, no me dejé engañar por las explicaciones científicas, que siempre tienen algo de siniestro en ellas, y le pedí a la Madre Superiora, en mis oraciones siempre presente, que me dejara dormir con la Guadis, para vigilarla de cerca y supervisar su tratamiento.
Me hice traer una mecedora a su cuartito, qué humilde niña, su único tesoro era un cepillo viejo de madera, que le había regalado la hermana Teresita.
–Péiname –me dijo.
–Sí te peino –le contesté.
Nos acostumbramos a ello. Todas las noches, después de que se bañaba a cubetadas, como todas en el convento, le desenredaba el cabello, negro como el carbón, con los dedos, después se lo cepillaba hasta sacarle brillo y se lo trenzaba con habilidad. Eso nos relajaba a ambas y en lugar de vigilarla por las noches, siempre terminaba por dormirme, si por algún motivo me despertaba, salía disparada hacia la cocina, donde encontraba a la Guadis hablando con el fuego, rojo como el pecado, en voz baja, con frases incomprensibles, sin parpadear apenas, sin notar mi presencia, y yo, yo no podía hacer nada más, cerraba los ojos, me arrodillaba y oraba por su alma y por la mía: Ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes, quia fecit mihi magna qui potens est, et sanctum nomen eius…
Un día amaneció oliendo a chamusca, con las manos llenas de ampollas, ni se había dado cuenta, creo que aún seguía dormida porque me respondía sin mirarme.
–¿Qué te hiciste? –le pregunté, mientras buscaba un trapo limpio y ungüento de caléndula, mis manos me temblaban.
–Lo que el fuego sagrado dijo.
–¿Qué te dijo?
–¿Quién?
–¡El fuego sagrado!
–Que me quemara las manos.
–Pero, ¿por qué?
–Porque me lo merezco.
Qué fuego sagrado ni que ocho cuartos, era su conciencia sucia de india traidora, todos los indios son así, mugrosos y traicioneros. Pero en ese momento no lo noté, le curé sus manitas y la llevé con ternura hasta su cama, me senté en la mecedora y la miré preocupada hasta que se despertó. Tuve que tranquilizarla, claro que le dolía, estaba confundida y algo desesperada, pero ni así lloró. Fui a donde la Madre Superiora, para contarle lo que le había pasado a su Guadis.
–¿Será que es el Espíritu Santo? –me dijo.
–¿Cómo dice, Madre? –le pregunté.
–Sí, sí, el Espíritu Santo en forma de fuego –me respondió con los ojos bien abiertos.
Ella misma empezó con el rumor que le concedió muchos privilegios a la Guadis, más de los que merecía, diría yo. Guadis aquí, Guadis allá, Guadis qué opinas, Guadis, Guadis, Guadis... Yo la quería, se los juro por esta, pero estaba segura de que todo era obra del mismísimo demonio, Dios nos libre, y presentía que iba a terminar mal, muy mal.
La vida en el convento cambió de golpe, la niña que al principio era repudiada por todas las hermanas, ahora era vista casi como una Santa, era la elegida por Nuestro Señor desde lo alto de los Cielos para algo especial, algo más allá de nuestra comprensión, algo tan importante que solo el Espíritu Santo en forma de fuego podía transmitírselo. Se ganó, con su astucia, todos los méritos ofrecidos.
«–Ahora sí, Pita, ahora o nunca.
–No puedo, ¿y si me voy al infierno?
–¿Cómo crees, Pita?, ¡si eres la elegida por el mismísimo Espíritu Santo!
–No te burles, Ponchito, que no ves que son monjas…»
Se fue de noche, el 15 de octubre, esa mañana le habíamos celebrado su santo a la hermana Teresita, no supimos a dónde, ni cómo. Todos estábamos muy tristes, por esos días no nos dábamos cuenta de nada, solo teníamos cabeza para la Guadis, que seguro salió del convento sonámbula y se nos perdió, o peor, y para la Madre Superiora, que deliraba entre sollozos.
–Mi Guadis, mi Guadis preciosa… –murmuraba medio consciente, medio loca. Falleció con esas palabras incesantes en su boca.
El 28 de octubre, día de San Judas Tadeo, patrono de los casos difíciles, aquí nadie olvida, menos yo, llegó el Padre Rigoberto para efectuar la misa de difuntos, después de ésta, claro está, teníamos que invitarlo a comer. Fue entonces cuando nos dimos cuenta. La desgraciada se robó los cubiertos y las servilletas bordadas, también se llevó el Custodia, con todo y Santísimo, el Acetre, el Cáliz, la Patena, las Vinajeras y el Corporal, todos de metales preciosos o telas europeas, ya no encontramos el recetario que todas las hermanas de la orden habían nutrido desde hacía más de cien años, ¡ah!, y además se fue con el corazón de la Madre Raquelito, la Superiora, que bien merecido se lo tenía por estúpida.

 25/09/2017


martes, 20 de marzo de 2018

Poesía: Seis Poemas

Por: Herkol Varkolak





I. Abismo sinfónico

La noche, la luna, el antagonista,
La muerte, la lluvia y la luz del mal.
Alianzas perennes,
Hermanas malditas,
Amantes benditas de mi corazón.

El claro de luna, las lágrimas frías,
La pasión de amantes y el silencio vil;
Todas forman parte de mis melodías,
Todas son audibles gritos de dolor.

La docena amante, la belleza loca,
La amiga celosa y el hermano fiel;
Todos pertenecen a la vida moza
Y la luna azteca
Que de amor reboza,
Que de amor reboza sin saber porque.

Lo perverso, lo malvado e inmoral
Forman parte de mi acervo cultural,
El tabaco y el dios Baco, tan abajo;
Cafeína, aquel líquido infernal.

Con la tinta y el papel, una Torre de Babel.
Maravillas tan antiguas e inmortales
He de hacer.
La palabra en agonía, vida mía
Sinfonía enfermiza por saber.


*****

II. ¿Independencia, revolución?

Pobre de mi México,
Tan condenado por la historia
A vivir en la ignorancia,
Reprimido en la inconsciencia
De su gente sin memoria.

Pueblo sin identidad.
Una vez guerrero azteca;
Ahora piltrafas de España
Y América anglosajona,
Con el alma negra y seca.

Raza de estaño y latón,
Ya ahora ni a bronce llega;
Ni que pedir plata y oro,
Metales que tanto añoro,
Simbolicen tu grandeza.

Recordar todos debemos,
Que solo unidos logramos
Ser una grande cultura,
Rica y culta cual ninguna;
De guerreros, hombres y hermanos.

Que tan perdidos estamos,
Caminando ya sin rumbo;
Sin extenderle la mano
Al niño, adulto o anciano;
Ignorando a nuestro mundo.

Viendo pasar los problemas,
No buscando soluciones;
Sin luchar por los derechos,
Ni importándonos los hechos.
¡Viva México cabrones!

*****

III. Los demonios de mi cabeza

Los demonios en mi cabeza no me dejan dormir,
Apenas cae la noche, llegan e invaden mi sentir.
Su influencia en mi alma fuerte se llega a vivir
Y es entonces que mi mente desfallece hasta morir.

Los fantasmas del pasado poco me dejan hacer,
Atormentan mis ideas, mi actitud, mi proceder.
Un poco de elixir rojo debería funcionar,
Más el líquido divino gustaríame acabar.

Pero no es cualquiera cosa el deseo de asesinar.
Ya quisiera Míster Crowley a este monstruo imaginar.
¡Qué hermosa es la vida cuando hay que fallecer!
Sólo espero que la muerte nunca llegue a fenecer.

Que me deje, que me suma en tremendo y gran sopor,
Que inflija en mis venas incontrolable dolor,
Que el implacable dios Cronos no detenga más su andar
Para que mi hambre prosiga con su vasto devorar.

Más la rosa más hermosa ni con todo su candor
Puede calmar al enfermo, al maldito, gran tahúr,
Al que su vida la juega en un impasible albur.
Nada ni nadie detiene ni genera en mí temor.


*****

IV. El camino del poeta

Y emprendí el camino más largo que cualquier poeta pueda recorrer,
Una marisma de deseos e ilusiones que nunca ha de fenecer.
El roce de un hada en mi alma detonó en mí el dolor de amanecer,
Envolverme en mi capullo, apartarme, deformarme y ocultarme del placer.

El placer tan más mundano, superfluo y vano, casquivano del amor,
El amor, la existencia, disidencia, la indecencia de un dios.
Tantas cosas tan absurdas, infra, supra, arriba, abajo, bueno y malo me generan escozor.
Alergia a la raza humana y a su interminable horror.

De pensamientos infieles, irascibles, no perenes, de confort,
Violación, hipocresía, indecencia, ¡vil demencia!
Por eso mis pensamientos, mis ideas nunca han de fallecer
Para que tú compañero, casi hermano no te olvides del deber,
Deber corregir el rumbo dando tumbos para tener gran placer.

*****

V. Poema dedicado a Herkol parado frente a un micrófono

Pues bien este es mi turno de hablar.
Perdona que te corrija esas palabras que acabas de vociferar.
Disculpa que contradiga tu decir, pero es verdad...
Que el hecho de pararte ante un micrófono no te hace buen juglar.

Que las palabras por sí solas no componen los poemas,
Que frases tan vacías no florecen en poesía
Y que todas tus ideas no conforman más deforman a la musa que planeabas presumir.

Esa musa que no se hace, que nos nace
Y que se pega en el alma cual espina.
Que te arranca y te desgarra desde adentro
Y te enseña desde niño que jamás te dejará.

De antemano me disculpo por romper tu fantasía,
Aquella que tan triunfante provocó tu alegoría
Que con gran afán ensuciaste con palabras recinto tan sacrosanto,
Y ahora en mis manos dejas que corrija el maldito camposanto.


*****

VI. Hola mundo

Tengo frío y estoy débil,
tiemblo.
Intento abrir los ojos pero la luz me ciega,
sollozo.
Logro abrir los párpados por un momento,
la realidad es abrumadora.
Me aferro a los hilos finos de mi locura.
Ahí no hay nada,
nadie.

Ese lugar es un desierto,
un lugar vacío sin plantas ni animales,
ni humanos ni cielo ni agua ni arena,
un completo hoyo sin colores.
Me sumerjo cada vez más en eso que no tiene nombre y no siento,
no vivo.

Pero aún así no muero.
Es hora de levantarme, de regresar,
de vomitar existencias oblicuas,
de aceptar realidades rotundas que desgarran mis entrañas,
renazco.


miércoles, 14 de marzo de 2018

Poesía: Floja Cuerda


FLOJA CUERDA
Por: Norma Barroso

¡Acción!
Pie derecho sobre la cuerda,
da dos pasos y échate a reír

Explorar
con la punta de los dedos
las fibras de hilaza sutil
y no queda más que mendigar
reminiscencias de la deidad
que veneraste un tiempo aquí.

¡Dudar!
El brutal avance del reloj
con sus largos segundos de fe

Cazar
Con convincente adicción
sus aleteos de mosca infiel
y el tic tac en vuelo de escorpión
te hunde profundo su aguijón
Mientras das un sorbo a tu café

Tu mente torpe se balancea
¿Será el fármaco surtiendo efecto?
Tierno iris destruyendo colores
por llanto, las sonrisas canjea
como si de tu pecho brotaran
mariposas aciagas de marfil
posan raudas tu vientre inmóvil
Aspirando tu alma domada
lúgubre juegas con el arnés,
el lazo es demasiado dócil
estas a punto de caer


¡Huir!
Ocultando el latiente rojo
Que mancha el blanco de tus mejillas

Soplar;
Desde la torre más alta
Gordas burbujas de sueños ajenos
Sostenlas en tus frías manos
Disfrutando el dulce placer, cuando
Estrujadas, mueren en tus dedos lientos

Implorar;
De los mosquitos caricias
Sin sus tradiciones acatar

Rezar
Por encontrarte en la cima
Inocuo y cándido demonio
Perdido entre la noche y el cénit
Entregado al deleite de sentir
Uñas ajenas, en tu cuerpo agónico

¿Cuánto tiempo, estarás en lo alto?
El espasmo de tu pierna es duda
El temblor de tu párpado, miedo
¿Cuánto mareo, soportará este abrazo?
Y con los labios secos te aferras
Al inmanente deseo perdido
Tu piel se agrieta en suspiros
Rota la cuerda, con muerte sueñas
Cabeza atrás, expuesto el cuello
El viento, blanda yugular quema
Tres centímetros, después el suelo.



Clavadista- Andres Waissbluth 








sábado, 10 de marzo de 2018

Literatura: Las moscas (cuento breve)

Por: Luis Alejandro Ortiz



Acuérdate de aquella habitación oscura y amarillenta que reflejaba la enfermedad, donde las gasas rotas ya no podían cargar con las llagas purulentas y olvidadas.
Y de pronto, como si aquella cama fuera una mesa de carnicería, cuando el rayo de luz que entraba por la ventana era el mismo que se reflejaba en los ojos de los cuervos, en aquella densa niebla de medicamentos y polvos de látex, una mosca. Una mosca nacida de las carnes donde el delgadísimo bisturí había cortado con cuidado, como temiendo arruinar el ya desfigurado rostro del hombre.
Pero sólo una mosca era necesaria para presagiar la muerte. No los dolores, ni las heridas, ni la pus infectada o la sangre derramada. Sólo eso. Un presagio rematado por la enfermera que ingresó a la habitación, olvidada del pragmatismo médico, tornando a la creencia que todos siempre habían sabido: las moscas traen la muerte.
Se ordenó entonces que todos los aparatos fueran desconectados, que el suero fuese sustituido por agua, que no se prestara atención a los quejidos, y todavía hasta las dos de la mañana se le ignoró, dejándolo a su suerte.

Años después, la enfermera. Postrada en la misma cama, en el mismo cuarto vacío de aquel hospital, escuchando a lo lejos la voz y el quejido del hombre, de aquel hombre, confundido con el zumbido de un vuelo inexacto, para luego volver a despertar en aquella como mesa de carnicería, sin nadie a quien recurrir, con los aparatos desconectados y un suero torpemente colgado que tal vez era ya sólo agua.
Y en la esquina un par de manchas oscuras entre la pintura amarillenta, tal vez unas gotas de agua trasminadas por el viejo techo sin reparar. Unas manchas que de pronto se echaron a volar.

Luego una enfermera, cerrando la habitación.
Dejando sólo una mosca dentro.



Sobre el autor
Luis Alejandro Ortiz, nacido en 2001 en Vicente Guerrero, Durango, es un joven escritor que se ha dedicado principalmente a la narrativa y al cuento. En 2012 fue ganador del Concurso Estatal de Cuento en Durango “Erase que se era, mi medio ambiente”. En 2017 fue acreedor de una certificación por la Universidad de Edimburgo en el taller y curso en línea “Introducción a la filosofía”. Actualmente colabora activamente con textos en la plataforma digital “El Blog de la Tertulia Literaria”, y recientemente uno de sus textos titulado "La escalera" fue publicado en la Revista literaria Monolito. Además, se encuentra dedicándose a proyectos literarios tales como la novela, el ensayo, y su predilecto, el cuento.


miércoles, 7 de marzo de 2018

Literatura: Un poema (Cuento)

Por: Henry Castellanos

"El guitarrista ciego" (1903) – Pablo Picasso

Le gustaba asistir a recitales de poesía. Por alguna razón fue a uno y escuchó que un muchacho de la ciudad entonaba a viva voz un poema que decía haber escrito en el autobús camino al recital, —¿Cómo es que algo tan improvisado crearía toda una historia en la vida de uno de sus receptores?. A Mauricio Lozano le fascinó porque hablaba sobre una mujer y la elección de qué vestido iba colocarse esa noche para simplemente dormir elegante por si la muerte la visitaba en su lecho. Veía atentamente cómo el público ignoraba el poema, pues entre conversaciones de amigos y risas escandalosas, se perdía la voz de quien lo recitaba.
Años más tarde decidió volver a frecuentar los parques y avenidas que se cerraban en ciertos tramos para dar paso a estas tertulias tan amenas para cierto público de la ciudad. Entre conversaciones de las personas que asistían a uno de estos pequeños eventos, se enteró que un tal Ricardo se había suicidado días después de recitar el poema «Un vestido para mi amiga la muerte». Entre risas y burlas decían que la fama del suicidio había llevado a los participantes a tomarlo como una especie de emblema para iniciar diariamente los encuentros poéticos que tendrían lugar en el parque del Sagrado Corazón. Quedó frío de la impresión por la noticia, así que decidió acudir de nuevo tan solo para escuchar nuevamente aquel poema que tanto le había gustado. Lo escuchó con total encantamiento, como si viniese de Borges, Pavese o de García Lorca, y cayó en cuenta que justo en ese momento ocurría lo mismo que el primer día en que fue recitado en voz de su autor: parecía ser que el poema se movía entre el humo de los cigarrillos y los costados de los asistentes; que tocaba los hombros de la gente; pero que, asimismo, lo desdeñaban tal y como es ignorado el ruido de los automóviles en una calle muy transitada.
Mauricio Lozano no lo entendía, pues para él era una joya contemporánea. A su pensar, se trataba de un poema que expresaba tanto, tan lleno de colores y descripciones, que podía dejar a cualquier audiencia anonadada a condición de dedicarle el debido tiempo y trabajo para atenderlo. Pero extrañamente no sucedía así, pues la audiencia permanecía indiferente durante su lectura. A partir de entonces, día tras día, llegaba puntual al parque del Sagrado Corazón, lo escuchaba y se iba pensando en que al día siguiente volvería para purificarse por dentro al oírlo de nuevo.
Mauricio llegó a los extremos de la desesperación, pues quería hablar con cualquier persona de su parte favorita del texto escrito por el difunto Ricardo: aquella en donde se describía a una mujer seleccionando algún vestido acorde para recibir a la muerte en caso de que se presentara esa noche. Mientras escuchaba, se imaginaba a sí mismo conversando con aquel tipo blanco, de pecas, sobre el primer vestido descartado por la protagonista del poema: uno lleno de flores que, en su opinión, hizo bien en no elegir en tanto que un ropaje impreso con brotes amarillos, azules, rojos, violetas y púrpuras no caían bien para una ocasión tan importante. No obstante era un hecho que la realidad era otra, pues al observar a los asistentes lo único que podía notar era que estaban de espaldas a tan maravilloso relato e incluso había quienes balbuceaban sobre lo agobiante que era iniciar el recital siempre con ese horrible poema que debía ser olvidado de una vez por todas.
Era un hecho que Mauricio Lozano se fijaba en cada uno de los asistentes al evento. Observaba en especial a dos personas que siempre frecuentaban el parque: una chica de ojos cafés muy lindos, con el pelo a la altura de los hombros, y al que parecía ser su pareja: un tipo alto, joven y apuesto, de anchas espaldas y barbilla pronunciada. Sin saber porqué se les acercaba lo más que podía, pero sólo notaba a la chica mirar con total dedicación al tipo, que no hacía otra cosa que hablar sobre cómo ese espacio poético era capaz de quitarle el estrés después de todo un día entre la universidad y el trabajo en la frutería de sus padres. Y así le transcurría el tiempo: sentado siempre en la misma parte del césped y mirando de lado a lado como sintiéndose capaz de reconocer muchos de los rostros que se presentaban con frecuencia en el lugar. Tal vez, sabiendo en escala quiénes prestaban de mayor a menor atención a «Un vestido para mi amiga la muerte» y extasiándose al escuchar palabra por palabra cada estrofa incluida por Ricardo en su poema.

Uno de tantos días y en medio del acostumbrado inicio del evento, gritó: «y al final decide elige el vestido de flores», lo que provocó que las personas le lanzaran miradas de rareza como si estuvieran en presencia de algún tipo de loco haciendo cosas fuera de lo normal entre la carrera veintiuna y la calle treinta al mediodía en plena hora pico; pero Mauricio pasó por alto esas miradas desaprobadoras y, con una sonrisa que no concordaba con su mirada, volvió a gritar: «sin duda, es el mejor poema del mundo», causando ahora que la gente a su alrededor diera varios pasos lejos de él. Aun así, Mauricio Lozano siguió frecuentando el parque tarde a tarde amando en especial los sábados que era cuando acudía la mayor cantidad de gente; odiando los domingos, día en que la jornada no despertaba el mínimo interés de los asistentes debido tal vez a la idea de que al día siguiente había que reanudar la rutina diaria; y detestando los lunes debido a que muy poca gente visitaba el parque.
Al siguiente sábado y tras un infrecuente retraso en la hora de inicio del recital, en medio de la impaciencia decidió buscar otro lugar en dónde sentarse esperando que el ansiado poema llegase como lo hace la luz a una habitación en penumbras. Hallado el sitio, se percató de que llevaba varías semanas sin ver a la chica de ojos cafés y pelo a la altura de los hombros.
Quizá se mudó de ciudad o tal vez a causa de sus estudios... A la mejor fue a visitar a algunos tíos que probablemente viven fuera del país. ¿Quién puede saberlo? dijo para sus adentros.
Sin embargo, cayó también en cuenta de que el muchacho apuesto con el que solía acudir seguía asistiendo, pero ahora con otra mujer un tanto más baja que la otra, pelo largo y quizá con mayor interés en lo que pasaba alrededor y menos al rostro de su acompañante. Por fin, el evento dió inicio y se siguió con la rutina de todos los días: el poema fue leído; como de costumbre fue ignorado; y, cuando culminó este acostumbrado ejercicio, alcanzó a escuchar una voz que decía que el trabajo de Ricardo le había parecido encantador y que era toda una obra de arte. Asombrado y apretando los dientes, volvió la cabeza y notó que aquellas palabras habían sido pronunciadas por un mozalbete de camisa amarilla, bolsillos a la altura del estómago y lentes redondos. Emocionado, se dedicó a escuchar todos los poemas que se recitaron durante la tarde pensando en que por fin había encontrado una persona con la cual hablar del poema que había marcado una pausa en el recorrido de su vida.
Cuando todo hubo acabado y las personas comenzaron a emprender sus caminos, Mauricio Lozano decidió ir detrás de aquel joven. Mientras caminaba, pensó en lo conveniente de decirle que lo había visto entre la gente y que era un placer encontrarse con alguien que le gustara ese poema. Que de acuerdo al argumento, el vestido negro parecía muy obvio para la ocasión y que la protagonista perdía el tiempo descartando vestidos como ese. Incluso, que llegó a pensar en alguna ocasión que los vestidos eran sólo metáforas que el escritor creaba para referirse al tiempo que elegía la mujer para entregarse a la muerte, o que probablemente la mujer era la misma muerte eligiendo una persona a la cual llevarse y que el auténtico protagonista del poema era el colorido vestido flores... Pensó en tantas cosas que tenía que decirle a ese muchacho de lentes redondos, que caminó cuadras y cuadras sin decidirse en cómo iba a abordar a su nuevo amigo.

Caía ya la noche en Barraquilla y el joven se detuvo ante un semáforo en verde mientras que Mauricio se acercaba pacientemente situándose justo detrás de él. El muchacho alcanzó a observarlo por el borde de sus lentes y sin mayor preocupación continuó con su camino. Una calle más adelante giró a su izquierda, lo que hizo que Mauricio Lozano lo perdiera de vista. Un poco sorprendido, colocó sus manos en la coronilla para observar si aquella persona a lo lejos era la persona que buscaba, pero no lo era. Dándose por vencido y viendo que la noche había caído sobre la ciudad se dispuso a partir, cuando de una casa con puerta verde lo vio salir con las manos dentro de los bolsillos de la camisa. Presuroso, lo alcanzó para tratar de comenzar un debate en torno al poema que tanto lo cautivaba, se situó frente a él y lo saludo:
—¡Quiúbo hermano, lo vi en el parque del Sagrado Corazón en el recital de poemas! —dijo mientras extendía su mano y observando que detrás de aquel chico salían otros tres más. 
Mauricio insistió:
—A mí también me gustó mucho el poema y quería hablar con usted sobre lo que más me ha llamado la atención de él. 
—¿Qué quiere, maricón? respondió el joven con una mirada de total enojo.
Los tres tipos que salían detrás acompañaron las fuertes palabras con una propuesta que se comprendía en violencia: proponían «joderlo», a lo que Mauricio Lozano contesto:
—¡Es que ustedes no entienden, yo vengo a hablar con él sobre un poema! ¿O acaso no es cierto que estuvo allá y que le gustó el poema? 
 —Ni se me acerque, maricón —gritó el joven mientras golpeaba la mano de Mauricio
y que aún seguía extendida. 
Inmediatamente, sintió como un puño se estrellaba contra su rostro y otro, y otro más.  
—Es que… ¡Esperen, yo sólo quiero hablar con él! trataba de decir mientras sentía cómo su rostro era estampado sobre el gris y frío asfalto.
Por unos instantes perdió el conocimiento.
Pasados unos días, Mauricio recuerda lo pasado y piensa: 
—Llevo mucho tiempo acudiendo al parque del Sagrado Corazón a escuchar poemas. Hace poco escuché uno sobre todo el proceso que tenía una hoja al desprenderse de su rama, hasta que tocaba el suelo y la brisa la revolcaba por todo el lugar. ¡Me gustó mucho! Casi pude visualizar como fotograma cada escena narrada en el poema. Se escuchan también muchos poemas de amor dedicados a quienes ya no están o a personas que apenas llegan y son todos muy hermosos. En mi imaginación, casi puedo ver los colores de cada escena de «Un vestido para mi amiga la muerte», converso con la protagonista y le hago muchas preguntas. Otras veces hablo con la muerte y la interrogo acerca del destino de la mujer: que si finalmente  llegó por ella o si simplemente la dejó dormir plácidamente con su vestido de flores amarillas, rojas, azules y purpuras. También me acuesto sobre el césped del parque fantaseando en que voy en el mismo autobús con Ricardo y le sugiero algunas cosas para que su poema no sea ignorado en las jornadas; quizás porqué no hasta consejos que le permitan seguir con vida recitando el poema en voz propia al inicio de cada uno de los encuentros.

A Mauricio Lozano le encantaría tener alguien con quien hablar de aquel poema que ha escuchado una y otra vez sobre una mujer que, sin esperar algo en especial,  abre su armario y se le ocurre la maravillosa idea de elegir un vestido muy lindo, el más bello de todos, por si llega su muerte mientras duerme. Desconoce si la fatídica cita finalmente se llevará a cabo, o si al siguiente día tan solo se levantará con el mismo vestido con el que se fue a dormir. Pero Mauricio Lozano no lo hace. A cambio, baja la cabeza y sale a la calle a hablar consigo mismo recordando las bancas de ayer, las grietas en el asfalto que siempre mira, o lo suave del pasto donde suele recostar su cabeza. 
Porque Mauricio Lozano sigue frecuentando el parque del Sagrado Corazón y viendo en aquel poema una gran obra... Destacable, pero ignorada.