miércoles, 3 de enero de 2018

Literatura: En mi débil memoria (relato)

Por: Henry Castellanos


Edvard Munch - Night in Saint-Cloud (1890)

Me levanté aquella mañana del 30 de noviembre sintiendo que el mes se me iba. El año llegaba a su fin y yo seguía como en una nube de vapor; así que quise hacer lo mismo de todos los días, Angie: eludir la soledad pensando en usted y en todo lo que la comprende.
Miré por la ventana que daba a un simple muro gris como dejando ir la idea, la acción que se suponía que haría. Ido, como cabalgando en pensamientos vacíos sobre esa nada que, contiene tanto, que no la comprendo. Vi las hormigas formarse y quise deshacer ese orden, pero una punzada en mi ojo derecho me lo impidió. Entonces me atrapó un incitante olor a jugo de naranja. Fresco, como recién salido de las hilachas gordas y amarillas de la fruta acabada de ser arrancada del más cuidado y envidiado árbol de la ciudad.
En mi mente había una idea sin completar, pero fingía ignorarla por no saber qué era. No comprendía por qué me abordaba, pues era como una preocupación que no se quiere, pero que desestimarla hubiese equivalido a dañar la perfecta fila hecha por aquellos pequeños insectos mientras acomete una punzada, una cruel punzada en el ojo derecho... ¿O más bien en la cuenca que lo sostiene?
Así se intensificaba el sol en este viejo pueblo que creen ciudad, al tiempo que una sensación de agua de una quebrada que no existe saboreó mi boca y el olor a café de la región andina jugó con el gusto de mi olfato. Quise pronunciar inmediatamente su nombre, pero otra punzada en mi ojo derecho lo impidió. Igual no recordé cómo se llamaba. Igual que aquella vez —¿se acuerda?que hablamos de usted y de mí tumbados encima del grosero pasto sintético de un parque que no me gustaba..., hasta que hubo una razón para vernos allí. Ese día olvidé todo y yo no existía. Ni siquiera noté al hombre de los helados que se hacía anunciar con un campanazo, ni al pequeño árbol de mango que teníamos al lado, ni tampoco a usted. Sólo existían sus palabras, su aliento y mis nervios causados porque quería lanzarme encima suyo y besar su boca que era como esas medallas que provocan gnosis. Así me atraía usted, Angie; aunque desde siempre supe que lo que tanto anhelaba no podía hacerlo y no a causa de mis nervios, sino porque era la primera vez que hablábamos y presentía que usted no iba a aprobar ese comportamiento. Porque, sobretodo, sabía que usted me veía como otro ser humano más en esta aburrida tierra.
Aún sentando en la ventana que no daba a otro lado que no fuera el muro gris donde se paseaban las hormigas, con mis brazos recargados sobre los canales de lata o aluminio por donde se deslizan las ventanas de vidrio, justo allí, quise recordar su aroma; esa fragancia que me impregnó aquella vez —¿se acuerda, Angie?en que estábamos en la azotea de aquella casa donde la besé por primera vez (¿o acaso fue usted quien lo hizo?) y en la que me regaló un poquito de su esencia. Pero no lo recordé, ni recordé su rostro, ni el largo de su cabello, ni el sonido de su voz que seguramente me gustaba mucho. No recordé nada de esas cosas, pues sólo llegaron como fotografías mentales la imagen de alguien esperando en una plaza, el ruido de unos pasos que se daban apresurados, el sonar de una risa que desconozco y los colores de unas flores que jamás vi. Es más, confieso a usted que todavía hoy no logro comprender qué suced.
Olvidé los lugares que frecuentamos y las canciones que nos enviábamos, Angie. También los poemas que le escribí alguna vez —porque sé que lo hice no obstante que vagamente recuerdo haber escrito algo distinto a lo que suelo escribir. Olvidé también lo que traía usted puesto la primera vez que reposamos en mi cama en plena obscuridad como esperando que de nuestras bocas saliera algo grande que decir. Olvidé el amor, Angie, olvidé que algo sentí por usted en aquel momento en que la llamé "mi vida" y en lo mucho que lo sentí en el pecho, porque a mí la vida la mía no me interesa en lo absoluto... Ya de mañana tampoco recordé nada de usted, ni lo que sentí cuando me acariciaba con sus labios mi rostro. Porque no, no fue un sueño, pues tengo la certeza que sí sucedió. 

En cambio, al salir a la calle, vi y sentí cosas que ignoraba: al vendedor ambulante de café, el olor a cigarrillo que me atraía, el grito de una madre a su hijo pequeño que corría sin preocupación, el sabor de un helado que comí alguna vez hace mucho tiempo atrás, una canción que no aprendí en un concierto de un artista que no me interesaba, un beso que ofrecí sin quererlo, las palabras en ingles que nos enseñaba la profesora Sonia en segundo de primaria. ¡Me estaba volviendo loco! pensé de inmediato— y quité entonces los brazos de los canales de la ventana. Sí, sí estaban marcados como cortadas sin sangre. Me quité de la ventana, lavé mi cara y justo en ese instante entendí todo: ¡No era que no la recordara o que no existiera usted, o yo, o nosotros! Sucedía simplemente que era yo un simple observador en distintos escenarios y usted, Angie, cualquier paisaje posible que se cruzara por mis ojos. La recordaba bien en el olor de aquel café, o en el sabor del jugo de naranja que no terminé de beber; en las canciones que sonaban porque mantenían referencias con las que le envié, o en el grito de aquella madre desesperada... Porque eso eran mis poemas: ¡gritos, desesperados gritos! 

No olvidé su nombre, Angie. Es solamente que usted se llama igual que cada cosa que me la recuerda.

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