Por: Antonio G.
Skrik - Edvard Munch (1893)
Estás enojada, molesta, desesperada, triste. Hay que
aceptarlo. Para vencer una situación, primero hay que aceptarla, decirla con
todas sus letras, definirla si es que se puede. Siempre se puede. Te lo dijeron
ellos. Ahora, por ejemplo, tienes que decirte: Sí, se suicidó. Ahora, por
ejemplo, tienes que decirte: Sí, esta canción me recuerda a él.
Hay una lucha interna. Sí, está comenzando. O comenzó
hace muchos días y no te diste cuenta, hace muchos días cuando te dieron la
noticia. Inició cuando pronunciaron las palabras, y aunque entonces no
entendiste lo que sucedía, poco a poco la realidad fue ocupando su campo
natural, dándote bofetadas de ira, olas de tristeza, y fue cuando tuviste que
decir que sí, que sí se había matado y que no ibas a volver a verlo.
Pero, por qué lo hizo.
La pregunta flota en el aire y es lo que genera la
lucha. Tienes que decirte: Sí, es eso lo que la provoca. Por qué lo hizo, por
qué no te diste cuenta de que iba a suceder, de quién será la culpa, acaso no
sabía lo que significaba para ti. Porque significó mucho, demasiado; tanto, que
este dolor que tienes lo sientes ahí en una parte del cuerpo que no puede
describirse exactamente, que no puede definirse de forma apropiada.
Entonces no siempre se puede.
No. Tienes que decirte: No sé de dónde viene el dolor,
pero sé que está. Cuando se sufre, es lo único que puede saberse.
Dentro de tus posibilidades se encuentra describir el
sitio de origen: señalar con los dedos de la mano la boca del estómago, y luego
ir hacia arriba por toda la garganta hasta llegar a los labios, como si
estuvieras delimitando el camino de las agruras, para culminar diciendo que por
ahí es por donde corre tanto dolor.
Pero también el enojo.
El egoísmo no era su marca, pero sí es algo que
llevaba dentro, muy dentro, oculto debajo de la sonrisa que lo caracterizaba.
Debe ser por eso que cerró el telón, que decidió matarse y dejarte.
Qué señales hubo. Qué cosas se dijeron. Te preguntas
sobre todo eso. Te preguntas sobre todo si tú no habrás tenido algo que ver con
tan extraño desenlace. Porque es extraño, eso sí, el que haya recurrido a una
salida tan… Tampoco hay palabra para esto. Quisieras utilizar cobarde,
pero crees que no es lo correcto. Él nunca fue así.
Quisieras sentirte triste, pero es por eso la lucha:
estás enojada con él. De haberte dejado aquí, y más en esta situación. No es
precaria, pues gozas afortunadamente de buena salud, buen trabajo y una familia
que podría mantenerse si un día tú lo pidieras; así, sin rechistar. Lo que
aumenta tu enojo es que te haya dejado embarazada. Que haya sido después de que
se casaran.
Tan pocos años que duró el noviazgo. Tantos años que
duró el matrimonio.
Tal vez sí tuviste algo que ver. Sí, tienes que
decirte: Es probable que algo haya de mí en su muerte.
A los diez años de casados es cierto que las cosas ya
no funcionan de la misma manera: la chispa se apaga y ya nada se quema. Eso
necesitabas. O eso necesitaba él y ahora lo confundes con algo deseado por ti.
Quemarte, sentir que estabas viva con él. Quemarse, sentir que estaba vivo
contigo. Que pasaban cosas, que la vida era algo más, que había sentido.
Tal vez sí.
Él también tenía un buen trabajo, él también tenía una
buena familia.
Pero, por qué lo hizo.
Es probable que algo haya de mí en su muerte.
El cuestionamiento no te incomoda tanto como el hecho
de éste exista y que no se pueda resolver. Esperas volver a verlo, más allá,
quién sabe dónde, sólo para que te responda. Lo único que quieres es eso.
Pero él no viene y tú no piensas alejarte de esto.
Describir el lugar donde está es como describir el
dolor que sientes: tal vez se ocultó en el rugir del estómago al recibir la
noticia, en la agrura que no es agrura sino enojo por su precipitada despedida,
en las lágrimas que se te caen aunque no quieras.
Y qué molesto, sobre todo, el que no te haya hecho una
carta para decirte que se iba.
Que se iba a dónde. Se lo hubieras preguntado. Pero
siempre le preguntabas. Cómo te fue. Cómo va el trabajo. Y un beso. A veces
hacer el amor. Muchas veces. Sonrisas.
Paseos por la tarde. Qué paseos.
Cuando te pedía que subieran al auto en los días
nublados, y a través de la ventana lanzaba una mirada que se perdía allá donde
sólo él sabía, sumergido en el paisaje gris, mientras guardaba silencio. Ahí parecía
llorar, pero no había lágrimas. Ahí parecía que pensaba en algo, pero no decía
nada.
Cuando compró la ropa que le recomendaste. Cuando tomó
el trabajo que ambos sabían, era la oportunidad de su vida.
Y tan pocas peleas.
Pero, por qué lo hizo.
Hace días que decidiste preguntarle a alguien.
Marcarle a esa otra persona que nadie conoció pero que tú sabes, por un tiempo,
quiso robarte su aliento y algo más que eso. No cayó. No cayó más allá de un
beso, o al menos eso fue lo que él te dijo. Y le creíste. Porque le creías
siempre. Con todo y la vergüenza decidiste marcarle a ella, preguntarle si
acaso habían peleado, si se siguieron viendo. Quizá le gritaste algo y fuiste
grosera, mas ahora no lo recuerdas. Sin embargo hubo respuesta. Te dijo que nunca
hubo nada, que ni tan siquiera le dio un beso, y a pesar de que lo provocó
tantas veces, otro tanto fue las que él la rechazó.
Entonces hallaste esta otra duda de por qué te dijo
que sí. Por qué sí, si no.
Quería quemarse. Sí, es probable y tienes que decirte:
Quería sentirse vivo.
Tú te sentías tan viva con él.
Luego ella, la otra, la asquerosa otra, te dijo que él
alguna vez le comentó que no hallaba el sentido de las cosas, que en la
plenitud encontraba el vacío, y en el vacío la nada, y en la nada la pequeña
respuesta al gran por qué.
No entendió ella. No entendiste tú.
El egoísmo es grande. No fue su marca. O sí.
Esa vida que se gesta, ese dolor que sientes, ya no
sabes si es, al final, del bebé que se mueve dentro. O que ya no se mueve. Hace
días que sólo sientes eso que corre como agrura.
Todo te duele tanto. Alrededor entienden muy poco.
Sobre todo ese alrededor que te dice que lo sigas
recordando porque no está muerto. Te lo dicen tanto, que de unos días para acá
hacen que lo veas, que lo mires a tu lado o enfrente de ti, riéndose contigo
por un momento que parece siempre durar sesenta minutos exactos, que parece
siempre durar de nueve a diez, o de diez a once. O eso te lo dijeron ellos.
En este momento la tristeza ha ganado campo, porque lo
que tenías ahí en el vientre, crees que definitivamente ha cesado el
movimiento. Ha parado de moverse como tu esposo de vivir.
Todos se mueren.
Pero por qué lo hizo, te preguntas, y piensas que en
definitiva fue para sentir que se quemaba, para sentirse vivo.
Que se mató para vivir.
Y dentro de todo esto, ahora te cuestionas si no estás
muerta y tu esposo en realidad vivo. Si no será su recuerdo más bien una imagen
real, un cuerpo que ves a través de un ataúd. Si no te encontrarás ahí hondo
muy hondo como el egoísmo que te caracteriza.
Tienes que decirte: No, no sé dónde estoy. Porque
justo ahora no puedes asegurar si él se mató para vivir, o si te suicidaste
para poder vivir ahí en lo hondo.
Y te asedian las preguntas como castigo.
Y te viene a visitar para que no se te olviden.
Tal vez hay algo de mi muerte en él.
Sientes el pulso, la sangre que pasa por las venas.
Sientes tristeza: entonces estás viva. Pero te encuentras encerrada. En algún
lugar, encerrada.
Dónde. Cómo llegaste.
Para vencer una situación, primero hay que
definirla, hay que aceptarla. Te lo dijeron ellos. Sin embargo, el problema que
ahora ves es que no sabes dónde te encuentras, ni si estás viva o muerta, o si
él está vivo o muerto. Sólo sabes que te duele. Sabes que sientes algo. Y
cuando se sufre, qué más se sabe. Y cuando se sufre, es lo único que puede
asegurarse.
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