sábado, 1 de julio de 2017

Literatura: ¿Dónde la libertad? (Cuento)

Por: Karim Yaver


"La ronda de los presos", Van Gogh (1890)

―Ya lo saben, tienen veinte minutos ―dice el guardia, en un tono áspero, al tiempo que arroja contra los cinco rostros soñolientos y agotados las cinco toallas blancas, una para cada quien―. Veinte minutos y no más.
Abandona la estación 14 y camina unos pocos metros sobre el mismo pasillo, seguido del carrito de Don Jacinto, rumbo a la número 15. Selecciona de entre el manojo de llaves, sujeto a su cinturón por una correa plástica, la que corresponde en cifras a la última estación; la inserta en la cerradura y hace girar la perilla. Puerta abierta hacia adentro. Veinte minutos, ya lo saben. Cinco toallas más (tomadas del carrito); cinco rostros más, soñolientos y agotados también.
Don Jacinto y su carrito marchan ahora hacia el fondo del pasillo y franquean la puerta que da paso a la parte trasera del almacén. El primer empleado del 15 sale, un poco siempre temeroso, y mira cómo se van fundiendo las espaldas del viejo en las tinieblas dominantes bajo el letrero que corona la puerta. Ese letrero dice SALIDA, y ahora que es de día luce un tanto opaco y bastante inofensivo, así, apagado, sobre todo si se lo compara consigo mismo por las noches, cuando lo colma una sórdida, amenazadora y rojiza luminosidad como de burdel. Es posible observar el destello entonces despedido fluyendo a través del aire y, a manera de tortuoso recordatorio, deslizándose sobre la baldosa del pasillo para internarse por el borde bajo de la puerta de cada una de las quince estaciones, hasta la última: la primera. De la espesa oscuridad que ha quedado allá atrás, ahora oculta a los ojos, 151 (estación 15, número 1), alias «Rodrigo» (porque los clientes no desean dirigirse a un número, sino a un nombre), desplaza la vista hacia el letrero y lo contempla con una sutil melancolía. Lo contempla, sí, y piensa que sería tan fácil escapar, si tan sólo, si tan sólo esa fantasmática luz roja no les recordara a todos el color de la sangre que habrá de brotar del pecho o la pierna o el hombro o la cabeza del que lo intente, porque los guardias no nada más abren puertas y arrojan toallas, porque no nada más portan llaves en sus cinturones, porque ya fue testigo de ello una vez, cuando la antigua 132 (estación 13, número 2), alias «Isabel», trató, y su cuerpo terminó tendido, inerte, a escasos cinco pasos del marco de esa puerta, esa puerta, y su letrero de SALIDA. Si tan sólo… Y, claro, lo que ello implica: superar al guardia de turno, cual centinela: piernas ligeramente abiertas, pies alineados con los hombros, brazos cruzados, fija la vista dura hacia ellos, todos ellos, de espaldas a esa maldita, maldita puerta.
Veinte minutos las perillas sin seguro. Veinte minutos en las regaderas, los uniformes en los casilleros. Veinte minutos para lucir presentables y estar listos para comenzar a trabajar. Setenta y cinco trabajadores (cuarenta y dos hombres, treinta y tres mujeres), aptos todos para realizar cualquier labor de piso que una tienda departamental requiera: perfumería; ropa para dama, caballero, infantil y juvenil; juguetería; librería, etcétera. Una hora para que las puertas se abran y empiecen a llegar los clientes. Una hora para preparar sus estaciones de trabajo. Una hora para que los cuarenta y cinco guardias armados se sitúen en las entradas y salidas, baños, esquinas y sitios estratégicos con el fin de evitar cualquier acto atrevido. Ciento treinta y dos cámaras bien posicionadas a todo lo largo y ancho del inmueble (desde las estaciones y el pasillo, hasta el propio almacén y la tienda), activadas y a la expectativa. Un equipo de discretos trabajadores sanitarios (ocho), liderados por Don Jacinto, para mantener limpia la tienda durante el primer turno; y otro equipo (de otros seis), liderados éstos por Ernestina, para dejar bien aseadas las instalaciones antes de retirarse. Un turno único de catorce horas para los trabajadores de piso (con dos medias horas intermedias para desayunar y comer), de lunes a domingo. Una hora, después, para cenar, vestirse y desvestirse o lo que sea. Una noche más a sus estaciones, muévanse, y quince llaves para cerrar quince puertas, y un letrero que corona aquella otra, al final del pasillo, que, en vivo rojo iluminado, amenazante, dice SALIDA. Un guardia bien armado y bien despierto, centinela. Y una sola rutina que no tiene final y cuyo principio hace ya buen rato se olvidó.
―Veinte minutos.
Toalla arrojada al rostro soñoliento. Puerta abierta. Don Jacinto. Sombras. SALIDA. Centinela. Regaderas. Uniformes. Tienda. Y el día comienza, de nuevo, y a las nueve en punto las entradas, bien vigiladas, se abren, y ni uno de los setenta y cinco empleados se atreve a hacer nada que no tenga que ver con su labor, con su deber como permanente trabajador de piso. Y los clientes arriban como moscas a la mierda, porque qué tienda te ofrece mejores precios. Qué importa si hay que llegar temprano: las cosas buenas se van pronto, vuelan. Quién te iba a dejar un vestido como éste tan barato, eh. Nadie, nadie. Sólo aquí. Sí, ya sé por qué es así, pero dicen que ellos lo quisieron, que nadie los obligó. Entonces, ¡no me digas nada, que no es mi culpa! Si a ellos les gusta así, quién es una para juzgarlos. ¡Además!, ni modo de no aprovechar. Si no soy yo será alguien más. Pero mira ese otro vestido. Ven. Ven.

―Rodrigo, señorita. ¿En qué puedo ayudarle? ―pregunta, con rostro afable y voz tranquila, 151, a esa joven de facciones cálidas, cabello castaño suelto al hombro y ojos tiernos de tierno color miel.
―¿La tiene en rosa? ―pregunta ella, a la vez que señala una blusa azul primavera-verano, con cierto temor en los ojos tiernos que no le quita de encima a ese muchacho que le resulta, sorpresivamente, feliz.
―Permítame un momento ―responde, y se lanza en su búsqueda.
Por supuesto, le permite. Un momento. Ojalá sea más. Ojalá encuentre, a donde sea que vaya, un espacio libre en el que pueda detenerse a descansar un poco, sí. Un espacio libre. Porque se lo ve cansado. Feliz. No, ése no puede ser un rostro feliz. Pero sí es un rostro feliz. Aquí viene. ¿Feliz? La encontró. Feliz. Vaya.
―Aquí la tiene, señorita. ¿Le puedo ayudar en algo más?
―No ―dice―, gracias. Ha sido usted muy amable…
―Rodrigo…
―Sí… Rodrigo…
―Ha sido un placer ―dice finalmente, y da la vuelta, dispuesto a auxiliar a otra clienta: allá adelante, una señora de talla grande riñe a su esposo y parece tener dificultades para hallar un vestido de su medida.
―Espere… Rodrigo…
―¿Sí? ―responde y gira rápidamente, y se posiciona una vez más frente a ella.
―Bueno, no quisiera ser una entrometida, sabe, pero… una escucha cosas, sí. Y, bueno. En fin. Entre esas cosas, que los llaman a ustedes con un número; adentro, quiero decir. ¿Es, es cierto? ¿Qué número es usted?
154 (estación 15, número 4), alias «Ismael», el más antiguo de su estación, les había advertido muchas veces sobre esto. Que a veces sucedía. Que, en el momento menos esperado, aparecía alguien curioso, un cliente, casi siempre amable y muchas veces tímido, para preguntar, para mostrarse, de alguna forma, interesado en uno. ¿Por qué sigue usted aquí, Ismael? ¿Lo tratan bien, Ismael? ¿Le gusta estar aquí, Ismael? ¿Duerme bien? ¿Come bien, Ismael? La cosa era sencilla: responder, con una amplia y sincera sonrisa ―en la medida de lo posible―, y decir que sí, que sí a todo lo que se le pudiera decir sí. Y, cuando no, expresarse siempre con gratitud hacia la Empresa, con gratitud y entusiasmo. Porque eso también lo vigilan. Y él, 154, lo vio una vez con un viejo 91: el hombre se rompió frente a la clienta curiosa, se derrumbó. La pobre mujer salió huyendo. Dejó los productos que había elegido ahí mismo y salió huyendo despavorida. 91, arrodillado frente al espectro del cuerpo de la clienta que ya no estaba, gemía con pesar, arrepentido (por la decisión que lo había llevado hasta ahí y por su reciente reacción por igual). Nadie hizo nada: ni los guardias ni los superiores que miran detrás de los monitores donde se proyectan las cámaras. A los pocos minutos, 91 continuó su trabajo con normalidad. No obstante, esa noche, nadie lo vio llegar a su estación. Dos días después había alguien nuevo ocupando su lugar.
Responder con un sí, con gratitud y entusiasmo. Pero ¿qué responder si preguntan por su número? ¿Le está permitido decirlo? ¿Debería mentir? ¿Debería negarlo ―al fin y al cabo ella «lo escuchó», nada más? Nada le dijeron nunca, y entre eso que le queda de las historias de 154 nada halla tampoco.
151 ―dice―, pero usted puede llamarme Rodrigo.
Ci-en-to-cin-cu-en-ta-y-u-no. Estúpido, estúpido. Pero las normas lo dejan bien claro: cumplir las exigencias de los clientes. Y nada le dijeron nunca, nada: que debiera mentir, negar, cambiar las cosas, ¡algo! Entonces, ¿por qué se atormenta? Porque sabe que ellos lo saben ya, que además de las cámaras están los micrófonos ocultos. Claro que lo saben. Y lo que sigue: terminar igual que 91. Mira a aquel guardia, algo sospecha. Cinco minutos más y ha tocado apenas la comida. Pero qué sentido, seguro no alcanza a defecarla. Pero qué sentido. Aquí viene la cuchara, algo quizá, la sopa fría, algo quizá pueda lograr, como siempre desabrida, escapar antes de que se lo lleven, intentarlo siquiera. Terminar igual que 132. Pero qué sentido, nadie lo logra, nadie lo ha logrado nunca. Por otro lado, ¿y si no pasa nada? ¿Y si no hizo nada malo? Maldita sea, sus ojos; por eso respondió, porque sus ojos tiernos, tierno color miel.

De vuelta a la tienda. De vuelta a los clientes que, o se tragan su curiosidad, o no la sienten en absoluto. De vuelta al trabajo de esclavo que todos aquí eligieron, primero, y que luego aceptaron. De vuelta con una carga extra. Carga no de culpa, y no precisamente de arrepentimiento, ni siquiera de miedo. Carga de puro y legítimo conflicto. De temeraria indecisión. De si debe seguir todo con naturalidad, como si nada hubiese pasado, o si debe intentarse algo más. Los clientes entran y los clientes salen. Los guardias y los de limpieza también. ¿Y ellos? No, ellos no, ya lo saben: veinte minutos todas las mañanas, primer estricto y superficial contacto con el exterior, que en realidad no lo es. Afuera. Donde el sol y la lluvia. Donde las decisiones. Donde la libertad. ¿La libertad? Esa «libertad» por la que él, y muchos más, terminaron aquí. La libertad de los bancos, las tarjetas de crédito, la familia, el amor, las decisiones, las cosas, el dinero. Buena libertad. Mala libertad. ¿Dónde la libertad? Añorada supuesta libertad. Y los clientes salen. Correr un poco y escapar. Morir en el acto, probablemente. Cuarenta y cinco guardias. Más posibilidades debe haber por la noche; atravesar la SALIDA. Un solo guardia.
La última hora del día, para muchos de ellos, es la mejor. Esto porque incluye una cena sin muchas prisas, breves momentos de soledad o de cierta privacidad en la sala común o en las estaciones, y algunas puertas abiertas, si bien ninguna que permita escapar. Y, sobre todo, porque antecede a la noche, cuando están sólo ellos; encerrados, sí, pero lejos de los ojos y los oídos de los guardias (aunque no de las cámaras ni de los micrófonos, nunca de las cámaras ni de los micrófonos). Pero, además, porque es la hora hacia la que las fantasías desembocan: las fantasías de escape, claro está. Y es que no hay quien no lo haya imaginado, en el tránsito de la sala común a las estaciones, cuando ya sólo resta el guardia que cuida la puerta de SALIDA ―bien armado, no lo olvidan jamás: momento de mayor fragilidad. Las estadísticas lo respaldan: la gran mayoría de los intentos se han dado durante esa hora; sin embargo, siempre hay algo que falla. Tal vez sea que, en el último instante, más allá del miedo a las armas, es el temor a la libertad el que les hace temblar las piernas y no actuar con suficiente decisión; no el miedo a la muerte, sino el miedo a la vida. Tal vez sea que recuerdan que si están ahí es porque ellos así lo quisieron, porque nadie los obligó. Y quién es uno para juzgarlos.
Para 151, por tanto, bastaría con eso: olvidarse del miedo a lo que resta allá afuera, olvidarse de que fue él quien solicitó su confinamiento, y asegurarse de mantener las piernas firmes, de actuar con eso suficiente de decisión. Bastaría, sí.
Cinco minutos para que se cierren las puertas. Ya todos en sus estaciones, listos para dormir, descansar, fornicar un rato, puede ser… soñar. Pero esas puertas siguen abiertas y nadie le impide salir. Y nadie le impide comenzar a caminar y mirarlo a los ojos. Sentinella. Unos pocos pasos más. El guardia empuña el rifle. Inicia el correr de las voces y los trabajadores salen como orugas curiosas de sus hoyos, y observan también, expectantes ―porque nadie se los impide. Las piernas, aún en movimiento, parecen firmes, ya que el pensamiento parece ajeno a toda otra imagen que no sea la de ese letrero de SALIDA. El pensamiento, ay, fácil como una ramera, que empieza a abrirle el vientre tanto al recuerdo como al porvenir. ¿Qué puede hacer alguien como él allá afuera? ¿Para qué quiere esa libertad? ¿Por qué estás aquí? ¿No lo decidiste tú? Ay, el pensamiento, unido a las piernas, las piernas que tiemblan pero que no se detienen ―aunque tampoco aceleran. No. No como las de 154, que aquí vienen, recias, inesperadas, porque nadie se lo impide; que cargan, como 151 con su conflicto, el cuerpo que va y se estrella contra la ráfaga ratatatatán, que hasta aquí llega: se derrumba, se detiene; callan todos. Todos, que miran el cuerpo allí tendido.
Ingresan a sus estaciones ―151 incluido, sin aliento, decepcionado. Cierran las puertas. El guardia pasa por encima del cadáver y le mete llave a cada una. La noche.

Nadie se lo espera nunca, porque nadie nunca comparte con los otros sus inquietudes. En un sitio como éste, la privacidad del pensamiento es tal vez el más valioso ―y único― bien. Por otro lado, sólo de imaginar la situación: uno confesándole a alguien de ellos que quiere largarse, que quiere escapar, que, a pesar de haber elegido estar aquí, igual que ese alguien y que todos los demás, ahora decide que quiere huir. No. No es posible. Por eso nadie se esperaba que 154, el más viejo de los trabajadores de la estación 15, fuera a intentarlo. Claro, vio su oportunidad cuando 151 se acercó, con tal audacia, aunque visiblemente aterrado, al guardia, y atrajo hacia sí su atención. Pero no bastó con ello, ni con sus piernas firmes ni con su atención bien concentrada en el letrero de SALIDA.
El día siguiente transcurrió igual que transcurrió el día siguiente a la noche en que la antigua 132 intentó escapar: con normalidad, con una leve y casi enferma normalidad. Así lo sentía 151. Y así fue, hasta que llegó la media hora del desayuno y más tarde la de la comida; disfrutó entonces de sus alimentos como nunca antes los había disfrutado. Le sabían frescos, deliciosos. Luego el trabajo fue sencillo. Decidió que al caer la noche trataría de ligarse con la 155 que, a la falta de 154, habría quedado disponible. Esperaba que no se le hubiera adelantado 152.
―¡Cinco minutos! ―gritó el guardia al fondo del pasillo, de espaldas como siempre a la puerta de SALIDA y la vista dura fija en ellos, en todos ellos. Cinco minutos para que se cierren las puertas.
Los cinco minutos pasaron y las primeras catorce puertas se cerraron, y en sus catorce cerraduras entraron las catorce llaves correspondientes. A los de la estación 15 les extrañó que la suya continuara sin llave. La sospecha y la aprensión, debidas a los actos recientes de 151 (el descubrimiento de su número a la clienta y su actitud frente al guardia la noche anterior), comenzaban a abrumarlo. Pero no terminaban, la sospecha y la aprensión, de cubrirlo del todo, cuando la puerta se abrió. El gerente, a quien no veían casi nunca, ingresaba seguido del guardia y su rostro de rígidas facciones.
―Amigos, saben que a todos nos interesa mantener a nuestra familia unida, pero, sobre todo, nos interesa mantenerla completa. Es por ello que hemos puesto manos a la obra y, haciendo uso de la eficiencia que nos caracteriza, encontramos ya un sustituto para el antiguo 154.
Desde que 151 había llegado, a ninguno de los de su estación se le había reemplazado. Era así como pasaba. Vaya que son eficientes. Veinticuatro horas bastaron. Bastaron, sí.
―Bueno, una sustituta, más bien. Pasa, querida. Sé que la harán sentir en casa y le enseñarán todo lo que debe saber. Pasa, no seas tímida.
El gerente abandonó la estación y, seguido de él, el guardia. La puerta se cerró y dentro se escuchó el clic-clac-clic de la llave que aseguraba la cerradura. 
De pie, dejando atrás una extraña sombra que nadie había notado que gobernaba en la entrada, dando la espalda a la puerta ya cerrada y vistiendo el uniforme nocturno color blanco en cuyo pecho izquierdo se podía leer bordado un bien identificable «154», con voz suave y timbre agudo, una joven de ojos tiernos de tierno color miel, saludaba y sonreía a sus nuevos compañeros, y, aunque el saludo era para todos, la sonrisa era sólo para uno. Y ¿qué decía esa sonrisa, qué le decía ese rostro a su destinatario? Pues que es así, mira, justo así, como luce un rostro feliz.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario