Por: Luis Alejandro Ortiz
—¡María,
María! María del alma, ¿dónde anda?
—Vengo
llegando, santo sea Dios, usted cómo es mitotero.
—Escuché
balazos, María, métase ya. La verdad no tengo tanto miedo de que la maten como
de que usted no note que se ha muerto.
—¿Qué
dice? —Exclamó María por puro compromiso, pues sabía que el viejo estaba loco.
—Que
cuando a uno lo matan no sabe que muere. Como la vida se le va repentinamente,
el alma no lo siente, y sigue caminando, como si nada hubiera pasado. Ese es el
mayor miedo que los humanos deberían de tener. Métase ya María, no haya sido
que ya nos hayamos muerto los dos.
—Aunque,
pensándolo bien —dijo el hombre luego de un rato— ese no debería ser el mayor miedo. Hay uno que es peor. Mire ,María,
es bonito despertar un día por la mañana, cuando por la ventana la luz del Sol
entra e ilumina al alma, y el aroma del café y el olor de huevos fritos y panes
tostados, y mantequilla fresca, tal vez algunas fresas, mermelada, o chocolate... ¡O cualquier cosa! entra al alma de uno, y lo hace saber que existe, aunque las
demás personas no lo sepan a plenitud. Precisamente, como no lo saben, tienen
su origen los sustitutos, que aprovechan los descuidos provocados por la sed
nocturna.
*Sí,
uno se despierta con sed a media noche: esa es la advertencia. Una sed inmensa,
como si uno nunca hubiera bebido, una sed que uno piensa irremediable.
Descuidadamente,
como toda la vida que se lleva, uno retira las sábanas, se endereza, pone los
pies sobre la alfombra y procede a dar algunos pasos. Pero lo terrible de la
sed nocturna es que, además del descuido que a diario se vive, no lo deja a uno
despertar. Imagínese, a ese descuido súmele usted que uno todavía anda en la
mitad del mundo de la ensoñación, y medio despierto en la cotidianidad.
*Por
lo tanto, en su tercer o cuarto paso, los sustitutos lo atrapan. Le envuelven
los tobillos con su cadavérica mano, y luego le sacan el alma. Entonces siente uno cómo cae por un profundo y oscuro abismo, para llegar luego a una habitación
con leones de grandes fauces, todos con la peculiaridad de que su garganta
termina el mismo lugar: un enorme estómago como infierno de las almas, que se
digieren y le son robadas al águila.
—¿A
quién? ¿Qué dice usted?
—Que
el cuerpo sigue caminando. Los sustitutos entonces entran, y le roban el
pensamiento. Se comen el pensamiento y el alma. El cuerpo sustituido se levanta y hace todo lo que originalmente
hacía, y dice y se expresa, y los demás ignoran que en realidad es esa persona.
Y sí lo es, porque su metódica y rutinaria vida es igual que siempre, y sus
ideas también, si es que algún día las tuvo. Es muy fácil para los sustitutos
ingresar así al cuerpo después de haber analizado a su víctima. Es la misma
persona, pero no tiene la esencia del nacimiento. Es que esa esencia casi
siempre es mínima. Por eso los sustitutos saben lo que hacen.
II
A
Leonor le quisieron robar el alma, pero sólo pudieron robarle el cuerpo.
Curiosamente fue a mitad del centro, cuando se detenía enfrente de una tienda
de telas donde se exponía a un gran maniquí apoyado de frente sobre la vitrina,
que cargaba en su brazo izquierdo costosas bolsas de piel, y usaba anillos,
collares y pulseras de oro chapado, y ropa que se pregonaba era la última moda. Tenía, además, un gran letrero grapado cuidadosamente en la falda, que indicaba el precio y resaltaba el nombre del diseñador.
—¿Es
usted Leonor? —Preguntó un inexpresivo hombre de traje, pálido y muy delgado,
que chocó con ella intencionalmente.
—No
lo soy.
Se
negaba a decir o confirmar su nombre a desconocidos, sobre todo después de la
terrible inseguridad que hacía poco se había vivido en la ciudad.
—Excelente,
entonces sí es usted.
—Que
no lo soy—repitió asustada.
—Sí
que lo es, mire, si no se hubiera asustado no sería usted.
El hombre colocó las manos sobre los hombros de la mujer. Leonor
quiso correr. Empezó a gritar pero las personas ni siquiera se detenían a
mirarla. Poco a poco la calle se vaciaba y desvanecía como una efímera ilusión,
y la nieve y la noche se apoderaron del lugar. Muy pronto se encontró sumida en
una densa penumbra. Leonor sabía que aquello no era un sueño, pues no soñaba la
oscuridad desde aquel día en que se vio a sí misma (desde lejos) caminar a la
cocina y servirse un vaso con agua, mientras las manchas del suelo parecían
manos y caras horrendas.
Leonor
no sabía qué hacer. Los sustitutos le habían arrebatado el alma, pero ésta no
se dirigió a las fauces de los leones, sino a aquella especie de limbo. Pronto se dio cuenta de que no respiraba, y que su piel era pálida, fría y estaba
haciéndose rígida. Un grito salió con todas las fuerzas que le quedaban. Y su
grito fue escuchado.
La
ciudad empezó de nuevo a aparecer. La cálida luz del sol le pegaba en el rostro
y la hizo sentir alegre, y las personas pasando indiferentes le hicieron figurarse que todo fue producto de un simple pensamiento.
Las
campanas de la Catedral marcaban las seis de la tarde, y Leonor tenía que ir
por los niños. Quiso caminar, pero no pudo hacerlo. Había un gran vidrio adelante,
y su frente chocaba contra él, mientras cargaba en su brazo izquierdo costosas
bolsas de piel, y usaba anillos, collares y pulseras de oro chapado, y ropa que se
pregonaba era la última moda. Tenía, además, un gran letrero grapado cuidadosamente en la falda, que indicaba el precio y resaltaba el nombre del diseñador.
Frente
a ella había una mujer que la miraba sonriente, y que en cuanto escuchó la campana de las seis miró su reloj y se
dispuso a caminar con prisa.
—Los
niños —susurró.
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