Por: Karim Yaver
Hay
paradas de autobús en las que uno no desciende jamás, si bien no por ello resultan
del todo ajenas. A veces basta tan sólo con ir a bordo de algún otro autobús
―ése sí ajeno― y, desde la ventana, observarlas: detenidas, estáticas,
esperando. ¿Esperando por qué, o por quiénes? Pues por otros. Por los que
llegan a esperar donde se espera a los autobuses que algunas veces esperan también.
Luego todo es bastante absurdo, lo sé, y uno se va quedando dormido. Pero ya
entonces la parada de autobús se volvió parte nuestra, y en la duermevela
acalorada de la tarde toma la forma de un sueño. Y en este sueño de pronto se
ve con más claridad. Y entre los detalles que apenas aparecían borrosos,
destaca uno: las bicicletas. Sí, las bicicletas. Pero para entender esto,
primero hay que entender la parada: se trata de una especie de montículo de
cemento, elevado unos centímetros por sobre la superficie de la avenida, a
orillas de la amplia baqueta. Luego, sobre este montículo, hay una especie de
banca techada. Pocas veces se alcanza a distinguir bien, de ello que se
sospeche que a las bancas las compongan cuatro sitios, incómodos y fríos, en
los que es posible posar las nalgas. Algunas paradas lucen más grandes e
incluyen al parecer más de una banca, dos o tres. En ocasiones, por un costado,
no es raro encontrar pequeños espacios para aparcar bicicletas. Estos incluyen
barras o estructuras metálicas ancladas al pavimento a los que se las puede
encadenar. No es inusual, tampoco, que haya cerca algún oficial de policía.
Existió
hace algún tiempo un famoso director español de cine surrealista llamado Luis
Buñuel. Si se intentara con una palabra caracterizar sus películas, sería con
algo así como heterogenia. Pero esto no
importa mucho; si es de interés, a Buñuel se le puede encontrar por todos
lados. Lo que se pretende es poner en contexto, pues uno sigue trepado en el
autobús, mirando a través de la ventana medio adormecido. Como sea, el caso es
que ese nombre brota de pronto y que uno piensa sin querer que bien podría
haberse titulado así alguna de sus películas: El borroso detalle de las bicicletas. Tal vez. La película, de
historia breve, no habría contado con un argumento demasiado elaborado, sino
que más bien se habría encaminado hacia una progresiva explosión de las
imágenes…
Un hombre, sentado en el penúltimo
asiento del autobús (ventana, hilera izquierda), en plena tarde, bajo un sol
brillante, amarillento y desgarrador, va quedándose dormido al ritmo de ese trote
irregular que lo lleva hacia quién-sabe-dónde-no-es-importante-en-esta-historia.
Su frente choca y choca levemente contra el cristal opaco de la ventana. Tun,
tun, tun, TUN… y nada lo despierta. De pronto la somnolencia es demasiada, y el
hastío y la fatiga. Los ojos, abiertos todavía, cada vez menos despiertos,
hurtan del exterior ciertas figuras ―pierna una alzada, pierna dos bien firme,
pedalea-pedalea, reflejo de sol refulgente sobre refulgente metal enrojecido de
bicicleta; cadena, cadena que hace girar, cadena que aguarda, que cuida, que
aferra― y las siembran, unas sobre otras, en el pensamiento demolido…
Se trata de un joven que ha llegado
caminando a la parada de autobús. No hay nadie. Lo que hay es algo. Una bicicleta de color rojo
brillante, aparcada en el lugar establecido para aparcar bicicletas, encadenada
a la pequeña estructura metálica dispuesta para encadenarlas. La mira. Con ojos
traviesos la mira. Luego se descubre posiblemente observado. A un lado la
vista; al otro. No, no hay nadie. Se quita de la espalda la mochila, la coloca
en el suelo y la abre. Mete la mano, un poco más, el antebrazo, y algo extrae
después. La cierra, se la vuelve a echar a la espalda. Se acerca a la bicicleta
y en la cadena de seguridad coloca otro candado. Dos candados ahora. Se aleja
unos pocos metros. Un policía, perfecto. Mira detenidamente, oculto tras unos
arbustos, esperando con paciencia.
Poco más de una hora después desciende
del autobús, en esa misma parada, otro joven.
De nuevo no hay nadie. Con la llave en
la mano camina hacia la bicicleta. ¿Un segundo candado? ¡Pero qué…! Con ojos
nerviosos contempla la llave en su mano. Se pregunta si podrá abrir ambos
candados con ella. El primero cede, sí. El segundo no. ¡Ah! ¿Quién fue el
gracioso? Se guarda en el maletín el candado abierto. Intenta de nuevo con la
llave. Habrá que forzarlo. Estirar la cadena. No. Sacudirla desesperadamente.
Hasta que se acerque el oficial y le pregunte, receloso, que qué está haciendo.
Pero no habrá respuesta, no una que lo justifique.
―¡Mi bicicleta!, ¿qué está pasando?
―grita el primer joven, el del segundo candado, que se acerca corriendo. Gran
actor.
―¿Es suya? ―le pregunta el oficial,
confirmando sus sospechas. El segundo joven se queda mudo.
―Claro que es mía ―le responde―, aquí
tengo la llave.
Se la muestra. El segundo joven,
arrodillado, con las manos en la masa-cadena, se queda mudo.
―Venga para acá ―dice el oficial, al
tiempo que lo detiene del brazo con que sujeta aún la cadena.
―No, no, ¡es mía! ―dice tembloroso.
Mientras, el primer joven, asegurándose
de que el oficial lo esté observando, introduce la llave y abre el candado.
―¿Lo ha visto?
Claro que lo vio. Y este muchacho que
intentaba robarla.
―Qué bueno que estaba usted aquí. Poco
más y me dejan sin bicicleta.
―Pero si es mía, ¡mire!
Los movimientos bruscos no les gustan
nada a los policías, dejan siempre amagados contra el piso a los malhechores,
la cara contra el pavimento y un hilito de saliva.
―¿Quiere levantar una denuncia?
―No, espero que sea suficiente para él
con la vergüenza. Muchas gracias, oficial, haga lo que crea conveniente.
Amable, sonríe, y se retira apresurado,
pedaleando, en su nueva bicicleta.
Sí, se salió con la suya. Y la
bicicleta es buena, es muy buena. Ay, ¿qué le dirá a sus padres? Algo se le va
a ocurrir. Siempre se le ocurre algo. Puede decir que estuvo ahorrando para
comprársela. Sí, que estuvo ahorr…
Apenas se va quedando dormido el hombre
del penúltimo asiento del autobús, cuando el inesperado frenón que da el chofer
logra lo que aquellos leves choques contra la ventana nunca lograron: despertarlo
de golpe. TUUUUNNN. Descubre, porque es en el despertar cuando se descubre, que
soñó. Un poco, pero soñó. Y si da cuenta de ello es porque siente cómo el sudor
helado que le resbala por la frente le va a arrancando trazos delgados de piel.
Uno y otro, como zanahoria pelada. Luego
entiende que, a pesar de estarse desgarrando, es necesario cuestionar: ¿por qué
frenó así? Carajo con estos choferes.
―¿Qué pasó? ―pregunta al señor del
asiento de adelante, mientras le posa con suavidad la mano derecha sobre el
hombro izquierdo.
El señor gira el rostro, el puro rostro
empalidecido, hacia él. Los ojos bien abiertos, que sin preguntar proceden a
hurtarle el alma, lo apresan de inmediato en los cajones del recuerdo para
utilizarlo como materia prima de las pesadillas de esta noche. La boca
temblorosa no se atreve a soltar ni una palabra al hombre de la cara que va
quedándose sin piel. Sin piel y sin presencia. Ah, qué va, no importa, y no
hace falta que responda tampoco, pues lo ha visto bien claro en su mirada, más allá de su
mirada.
―Un muchacho, ¿verdad?, un muchacho en bicicleta.
Sí, se alegra de que no importe, porque
sabe que no habrá respuesta.
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