viernes, 21 de julio de 2017

Literatura: Granos de arena (cuento)

Este cuento aparece en la antología guatemalteca Soledad de todos modos, de Editorial Los Zopilotes.

Foto: Jose Girl

La vida está en otra parte, dijo alguien en algún fragmento de algún texto que ya olvidé.

Abandoné la lucidez del sueño y la cambié por la abstracción de la realidad. Esa vieja enemiga con la que me topo todas las mañanas. Comúnmente peleo con la ropa, con lo trivial de vestirse y lo trascendente de hacerlo bien y con todo el tiempo que perdemos al hacerlo. Igual, no sé por qué lo hago, si siempre me pongo la bata.
Tomé la ducha habitual de las mañanas, salí de casa, evité a los vecinos que regaban y segaban su jardín y saludé a la ciudad, que me respondía con su lenguaje de ladridos y bocinas en el tráfico.
Salí corriendo. Siempre salgo corriendo. Y casi siempre tengo que regresar para revisar si cerré bien la puerta. Conduje mi Chevy hasta el Hospital Nacional De Enfermos Mentales. Hoy era uno de esos días en que mi labor mesiánica me rebotaba en todo el cuerpo. Hoy iba a ser un día importante.

− ¿A que no adivinas qué dijo el presidente de Bolivia cuando le preguntaron por qué construía más estadios que hospitales? −me preguntó el Doctor Anselmo, un hombre que vivía en los límites de su juventud y se dedicaba por las noches a recorrer prostíbulos y bares.
−No, no adivino −le dije. La verdad, su pregunta me interesaba tanto como los créditos al final de un documental sobre abejas.
Y el doctorcito se agarraba la barriga y los huesos como si se le fueran a despegar del cuerpo, se reía y pretendía que me contagiara de sus arcadas aparatosas. Al final dijo alguna estupidez como que la gente feliz no suele enfermarse. Qué bueno que es presidente y no médico, si no ya tuviera a medio país muriéndose de risa.

Al hospital siempre llego tarde, no es que haya mucho para hacer. Saludo a las enfermeras y ellas siempre me tiran un beso. Pobrecitas. Tan feas y huelen a guardado, a libros viejos. No te las cojas, me dice la entrepierna. Con un par de tragos pasan, me dice el hígado. Hoy es un día importante, me dice la voz en mi cabeza.

Hoy es otro de esos días importantes.
Fui a las clínicas, como todas las mañanas. Le administré a cada uno de los pacientes oxicodona, hidrocodona, diazepam, temazepam, alprazolam y doxilamina en dosis lo suficientemente elevadas para no extrañar tener los pies sujetos a la tierra. Ese es mi trabajo: remplazar ceguera con más ceguera. Otros colegas los violan, los golpean cuando se escapan, los insultan si se quejan. En cambio yo, aunque no memorizo sus nombres ni sus rostros (ni mucho menos los atiendo), los trato.  Muchos de ellos vienen con notas que dicen «desvalido, demente, confuso o desorientado». Parece casi un auténtico epitafio, y muchas veces no sé si hablan de una rata, de un perro o de una persona. No importa. A nadie le importan. Sin embargo, yo los veo, como Prometeo vio al hombre y los compadezco y me digo estos son los nuevos mitos, los héroes modernos, que mueren en un rincón del olvido. Suficiente tienen con el Mahler, Schubert o Schumann que suelo ponerles desde las bocinas del pabellón a la hora de receso después del almuerzo.  No los atiendo; igual, no parecen dar problemas. Si mueren nadie lo notará. Se han ido quitando la vida poco a poco, tanto así que la diferencia es mínima. La sociedad abandona a tipos como estos todo el tiempo, en realidad no los necesitan, ya no son útiles, han dejado de formar parte del engranaje que mueve a la sombra de este basurero que llaman país (aunque en realidad no sospechan lo útiles que resultan para nosotros los médicos, sin ellos no tendríamos trabajo). Poco importa su recuperación. Su existencia se limita, desde ya, a un oscuro recuerdo, a una silla empolvada en el comedor, al domingo familiar deficiente e incómodo, a una ausencia que para un niño pesa más que la compañía de los presentes.

Los veo retozar, reír sin motivos, gritar a las paredes y degradar a otros enfermos confundiéndolos con familiares. Sus jaulas son mentales, puertas abiertas que los retienen y que también retienen a nosotros los normales.
De cierta manera me siento atrapado e inconforme. Para mí ya no hay salvación. Y cuando uno ya no encuentra salvación para sí es porque uno ya está salvado. Y la tarea será salvar a los demás. Y por eso hoy es un día importante. Hoy, esta noche, le doy vuelo a mi oficio de hombre, al hombre que llevo guardado en mi espíritu. La psiquiatría, en cambio, es para la carne y la carne es triste.

Hoy es una noche importante.
Salí del hospital, envolví en bolsas plásticas mi bata y mi ropa y la dejé en la parte trasera de mi Chevy. Me puse una camisa, unos vaqueros y unos zapatos negros, a fin de fundirme con la noche. Tomé mi camino, mi rumbo. Crecí como debí haber crecido hace mucho tiempo. Hoy es el día, me repito. No era la primera vez que lo hacía. Suelo parquearme casi siempre a dos cuadras de mi objetivo, siempre al sur. Hoy no es la excepción. Me bajo de prisa, sin tiempo para sentirme nervioso.

Las luces estaban apagadas. Una casa normal como cualquier otra.
Rocié el picaporte de la puerta con freón y luego lo golpeé con un cincel frío para romper el cilindro. Coloqué el nuevo picaporte y listo. Entre a la casa a mis anchas, en el refrigerador no había mucho, tomé un poco de leche. Apagué las luces, me cercioré que estaba solo y me senté a esperar en el sillón que daba justo a la puerta de entrada. Era cerca de la medianoche.

A la una y media de la madrugada, según vi en el reloj, un auto aparcó en la calle. Yo seguía esperando sin interrupción cuando se abrió la puerta.

En esta casa vive un chico, un chico sin nombre. Bueno, sí lo tiene, pero pareciera que no. Ya saben, te ponen el nombre del tío, del abuelo, del papá, de algún pariente muerto. Te dan ese nombre con la condición de que lo sigas honrando. Y así es, pero terminas siendo más miserable que todos ellos juntos. Así es, has hecho lo que ellos querían, pero nunca te preguntaron lo que querías. No es nada raro. El chico es médico, tiene un trabajo a doble turno por lo que trabaja todo el día, no se ha casado ni ha tenido hijos y no hay un solo gato o perro en la casa.
Hoy yo le iba a dar la oportunidad de su vida.

La habitación se iluminó cuando el chico colocó el dedo sobre el interruptor de la sala.
¡Quién diablos es usted! dijo asustado, pegando la espalda a la puerta.
Le pedí que se arrodillara y se calmara, esto solo durará unos segundos, ya mañana te sentirás más vivo que nunca, pensé mientras apretaba fuerte la punta del revólver contra su frente (revólver que reportaron extraviado hace mucho en el hospital).
Ya sabía su vida, de qué trataba. Lo había estado vigilando, aun así, le pedí que me la contara. No me dio algún dato nuevo, nada interesante, nada lo diferencia de los otros. Temblaba y lloraba, sabía hacerlo, como los otros.
Bajé la pistola un poco, la arrastré hasta su mejilla, de modo que él no tenía otra alternativa que ver mis zapatos pisando su alfombra blanca. Él tenía cara de que no lo creía.  Quizá pensaba que estaba cansado, que los nervios u otra cosa le jugaban una mala pasada. Asuntos de médico, ya saben. Pero no, la pistola era real, pesaba como todas. Hasta entonces, no me había visto en la necesidad de usarla. Posiblemente, el guardia del hospital fue el último y el único. Por seguridad, le había quitado las balas.
 Mis zapatos se humedecieron con sus lágrimas.

Supón −dije−, mejor dicho, hazte la idea que te quedan sesenta segundos de vida y de mi bolsillo saqué un reloj de arena, lo puse con cuidado sobre una mesa a modo que él, aunque en una posición incómoda, pudiera verlo−. ¿Qué te gustaría hacer?

Desde chico, recuerdo, me han gustado los relojes de arena. Se asemejan, y no lo digo por decir, mucho a las mujeres y sí son, y en esto sí me puedo equivocar, tan perniciosos como éstas. Muchos granos cristalinos cayendo a una velocidad de setenta y tres granos por segundo, lo que haría un total de cuatro mil trescientos ochenta granos por minuto. Eso era lo que este chico tenía para responder a mi pregunta.

Pero solo lloraba y se apartaba de la punta fría del cañón que él humedecía con sus lágrimas. El cañón le parecía demasiado frío o le causaba miedo, así que pregunté de nuevo y él respondió:
No lo sé…entre sollozos−, no lo sé…
¡Vamos! Es fácil. No lo eches a perder dije sereno mientras apretaba los dientes. Los granos seguían cayendo con indiferencia.

Sujetos como éste siempre lloran, ruegan por su vida como comadrejas en una jaula en el patio trasero de algún restaurante chino. Con el revólver pegado a sus sienes siempre eligen hacer algo muy diferente a lo que se dedican o hacen. La mayoría elige viajar, ser pintor, vivir en el campo, o, simplemente, irse de la casa de su madre y casarse; pero este chico no hablaba. El veinticinco por ciento responden en los primeros treinta segundos, el cincuenta por ciento en los siguientes quince y el resto en los quince segundos restantes.
Quedaban quince segundos. Pregunté de nuevo:
No lo sé, no lo sé. Llévese el dinero, no lo quiero repetía y repetía como lo había hecho sus últimos treinta y tres años.
El tiempo se acercaba y empezaba a sentirme nervioso. Que no respondiera, no era una posibilidad, tenía que hacer algo. Era tan sencillo, después lo dejaría ir.
Todos respondían. Sería vergonzoso que no lo hiciera.
Vi el reloj de arena, él también lo vio con agonía, y el último segundo cayó por aquella cintura de mujer.

Tenía que asustarlo.
Jalé del gatillo, como era mi obligación, con toda confianza.

Sin presentirlo siquiera sus sienes se esparcieron en mi pantalón, en la alfombra, en mi frente y en el cañón. Apenas creí lo que había sucedido.

Salí de la casa como un autómata, y hasta poco después pensé que mis huellas podrían estar en la bala. Pero yo no puse esa bala en ese revólver ni en ningún otro, me dije. Hui por unos vericuetos entre las casas, con dificultad me deslicé hasta mi coche.
Arranqué confundiendo las llaves, vi por el retrovisor, estaba sudando, nadie me seguía.
Aparqué frente a mi casa.
No podía dejar de ver por el retrovisor.
El cincuenta y tres por ciento de estos crímenes no se resuelven, me dije. El padre de este chico murió muy joven. Su madre se casó. El padrastro lo maltrataba y la madre le obligó a cursar la carrera de Medicina porque ella nunca la pudo cursar; conseguido esto, ella y su nuevo marido se marcharon a otro país creyendo terminada su labor. Él no tenía esposa ni novia ni amigos; tenía un nombre y era su profesión. Nadie lo reclamará, me dije.
Me recosté unos minutos en el sillón de mi coche. Me cambié de ropa y guardé la pistola en la guantera.
Todavía podía escuchar mi respiración, se iba tranquilizando, incluso mis pasos hacia la puerta adquirían más peso de lo debido. Pensaba tomar una siesta profunda, mañana sería sábado, no tenía que ir al hospital. Caminé hasta la entrada de mi casa.
Abrí la puerta y prendí la luz.
Arrodíllate dijeron detrás de mí.
Mi cuerpo se vio empujado hacia abajo por la presión que ejercía la punta helada de un revólver, según deduje. Ni siquiera podía verle el rostro. Me empujaba hacia el suelo. Era mi casa, no había duda, mi sillón, mi alfombra, mi lámpara, todo parecía mío y a la vez se me hacía tan lejano.

De alguna forma, que me asustaba, sabía lo que iba a decir; sabía la rutina, incluso podía sentir el pequeño reloj de arena que él cargaba en su bolsillo. Era uno rojo, de unos doce centímetros, lo había conseguido en un juego de mesa cuando niño.
            Luego, habló (era un hombre):
Supón que tienes sesenta segundos de vida temí que no continuara, luego me resigné. ¿Qué te gustaría hacer? primero fue una ocurrencia; luego, una inquietud, con horror, ahora, es una confirmación: su voz, firme y gruesa, era la mía.
Él vestía mi ropa y con un rigor inexplicable era una copia mía, o yo de él; dudé de mi autenticidad. No me costó pensarlo demasiado. Le dije, respondiendo a su pregunta que yo tantas veces ya había hecho, convencido y con nostalgia, que quería pintar mi retrato. Él bajó su pistola, se sentó en el sillón y se ofreció de modelo.
No objeté la propuesta.

De pequeño, en la escuela, fui muy inquieto, terminaba mis ejercicios muy pronto, yo no sabía mi injuria, y se me daba por molestar a mis compañeros. Los maestros, para evitar que interrumpiera a los demás, optaron por darme hojas en blanco y, desde entonces, me hice hábil en la pintura y el trazo libre. Así que pinté mi retrato, sin técnicas u otros barrocos. En tres horas con treinta minutos terminé mi pintura. Sin embargo, por azares que desconozco, el reloj de arena marcaba unos cincuenta segundos. Cada grano caía con la misma fuerza con la que caen los hombres: sin distinción y tan parecidos.
Me hinqué y él volvió a colocar el revólver en mi frente.


 Cuando el plazo concluyó y el último grano de arena se deslizó por aquella cintura que parecía de mujer, él disparó.



Sobre el autor:
Reacio a las multitudes e inquilino de bibliotecas, Matheus Kar nació en Guatemala en  1994; aunque su muerte sigue sin definirse, podría ocurrir cualquier día. Ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014. Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala. Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test.  Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el certamen Cantos de Trova (2015)Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Su trabajo aparece en antologías, revistas y blogs. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). 

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