Este cuento aparece en la antología guatemalteca Soledad de todos modos, de Editorial Los Zopilotes.
Foto: Jose Girl |
La vida está en otra parte, dijo
alguien en algún fragmento de algún texto que ya olvidé.
Abandoné la lucidez del sueño y la
cambié por la abstracción de la realidad. Esa vieja enemiga con la que me topo
todas las mañanas. Comúnmente peleo con la ropa, con lo trivial de vestirse y
lo trascendente de hacerlo bien y con todo el tiempo que perdemos al hacerlo.
Igual, no sé por qué lo hago, si siempre me pongo la bata.
Tomé la ducha habitual de las
mañanas, salí de casa, evité a los vecinos que regaban y segaban su jardín y saludé
a la ciudad, que me respondía con su lenguaje de ladridos y bocinas en el
tráfico.
Salí corriendo. Siempre salgo
corriendo. Y casi siempre tengo que regresar para revisar si cerré bien la
puerta. Conduje mi Chevy hasta el Hospital Nacional De Enfermos Mentales. Hoy
era uno de esos días en que mi labor
mesiánica me rebotaba en todo el cuerpo. Hoy iba a ser un día importante.
− ¿A que no adivinas qué dijo el
presidente de Bolivia cuando le preguntaron por qué construía más estadios que
hospitales? −me preguntó el Doctor Anselmo, un hombre que vivía en los límites
de su juventud y se dedicaba por las noches a recorrer prostíbulos y bares.
−No, no adivino −le dije. La verdad,
su pregunta me interesaba tanto como los créditos al final de un documental
sobre abejas.
Y el doctorcito se agarraba la
barriga y los huesos como si se le fueran a despegar del cuerpo, se reía y
pretendía que me contagiara de sus arcadas aparatosas. Al final dijo alguna
estupidez como que la gente feliz no suele enfermarse. Qué bueno que es
presidente y no médico, si no ya tuviera a medio país muriéndose de risa.
Al hospital siempre llego tarde, no
es que haya mucho para hacer. Saludo a las enfermeras y ellas siempre me tiran
un beso. Pobrecitas. Tan feas y huelen a guardado, a libros viejos. No te las
cojas, me dice la entrepierna. Con un par de tragos pasan, me dice el hígado.
Hoy es un día importante, me dice la voz en mi cabeza.
Hoy es otro de esos días importantes.
Fui a las clínicas, como todas las
mañanas. Le administré a cada uno de los pacientes oxicodona, hidrocodona,
diazepam, temazepam, alprazolam y doxilamina en dosis lo suficientemente
elevadas para no extrañar tener los pies sujetos a la tierra. Ese es mi
trabajo: remplazar ceguera con más ceguera. Otros colegas los violan, los
golpean cuando se escapan, los insultan si se quejan. En cambio yo, aunque no
memorizo sus nombres ni sus rostros (ni mucho menos los atiendo), los
trato. Muchos de ellos vienen con notas
que dicen «desvalido, demente, confuso o desorientado». Parece casi un auténtico
epitafio, y muchas veces no sé si hablan de una rata, de un perro o de una
persona. No importa. A nadie le importan. Sin embargo, yo los veo, como
Prometeo vio al hombre y los compadezco y me digo estos son los nuevos mitos,
los héroes modernos, que mueren en un rincón del olvido. Suficiente
tienen con el Mahler, Schubert o Schumann que suelo ponerles desde las bocinas
del pabellón a la hora de receso después del almuerzo. No los atiendo; igual, no parecen dar
problemas. Si mueren nadie lo notará. Se han ido quitando la vida poco a poco,
tanto así que la diferencia es mínima. La sociedad abandona a tipos como estos
todo el tiempo, en realidad no los necesitan, ya no son útiles, han dejado de
formar parte del engranaje que mueve a la sombra de este basurero que llaman
país (aunque en realidad no sospechan lo útiles que resultan para nosotros los
médicos, sin ellos no tendríamos trabajo). Poco importa su recuperación. Su
existencia se limita, desde ya, a un oscuro recuerdo, a una silla empolvada en
el comedor, al domingo familiar deficiente e incómodo, a una ausencia que para
un niño pesa más que la compañía de los presentes.
Los veo retozar, reír sin motivos,
gritar a las paredes y degradar a otros enfermos confundiéndolos con
familiares. Sus jaulas son mentales, puertas abiertas que los retienen y que
también retienen a nosotros los normales.
De cierta manera me siento atrapado
e inconforme. Para mí ya no hay salvación. Y cuando uno ya no encuentra
salvación para sí es porque uno ya está salvado. Y la tarea será salvar a los
demás. Y por eso hoy es un día importante. Hoy, esta noche, le doy vuelo a mi
oficio de hombre, al hombre que llevo guardado en mi espíritu. La psiquiatría,
en cambio, es para la carne y la carne es triste.
Hoy es una noche importante.
Salí del hospital, envolví en bolsas
plásticas mi bata y mi ropa y la dejé en la parte trasera de mi Chevy. Me puse
una camisa, unos vaqueros y unos zapatos negros, a fin de fundirme con la
noche. Tomé mi camino, mi rumbo. Crecí como debí haber crecido hace mucho
tiempo. Hoy es el día, me repito. No era la primera vez que lo hacía. Suelo
parquearme casi siempre a dos cuadras de mi objetivo, siempre al sur. Hoy no es
la excepción. Me bajo de prisa, sin tiempo para sentirme nervioso.
Las luces estaban apagadas. Una casa
normal como cualquier otra.
Rocié el picaporte de la puerta con
freón y luego lo golpeé con un cincel frío para romper el cilindro. Coloqué el
nuevo picaporte y listo. Entre a la casa a mis anchas, en el refrigerador no
había mucho, tomé un poco de leche. Apagué las luces, me
cercioré que estaba solo y me senté a esperar en el sillón que daba justo a la
puerta de entrada. Era cerca de la medianoche.
A la una y media de la madrugada, según
vi en el reloj, un auto aparcó en la calle. Yo seguía esperando sin
interrupción cuando se abrió la puerta.
En esta casa vive un chico, un chico
sin nombre. Bueno, sí lo tiene, pero pareciera que no. Ya saben, te ponen el
nombre del tío, del abuelo, del papá, de algún pariente muerto. Te dan ese
nombre con la condición de que lo sigas honrando. Y así es, pero terminas
siendo más miserable que todos ellos juntos. Así es, has hecho lo que ellos
querían, pero nunca te preguntaron lo que querías. No es nada raro. El chico es
médico, tiene un trabajo a doble turno por lo que trabaja todo el día, no se ha
casado ni ha tenido hijos y no hay un solo gato o perro en la casa.
Hoy yo le iba a dar la oportunidad
de su vida.
La habitación se iluminó cuando el
chico colocó el dedo sobre el interruptor de la sala.
− ¡Quién diablos es usted! −dijo
asustado, pegando la espalda a la puerta.
Le pedí que se arrodillara y se
calmara, esto solo durará unos segundos, ya mañana te sentirás más vivo que
nunca, pensé mientras apretaba fuerte la punta del revólver contra su frente (revólver
que reportaron extraviado hace mucho en el hospital).
Ya sabía su vida, de qué trataba. Lo
había estado vigilando, aun así, le pedí que me la contara. No me dio algún
dato nuevo, nada interesante, nada lo diferencia de los otros. Temblaba y
lloraba, sabía hacerlo, como los otros.
Bajé
la pistola un poco, la arrastré hasta su mejilla, de modo que él no tenía otra
alternativa que ver mis zapatos pisando su alfombra blanca. Él tenía cara de
que no lo creía. Quizá pensaba que
estaba cansado, que los nervios u otra cosa le jugaban una mala pasada. Asuntos
de médico, ya saben. Pero no, la pistola era real, pesaba como todas. Hasta
entonces, no me había visto en la necesidad de usarla. Posiblemente, el guardia
del hospital fue el último y el único. Por seguridad, le había quitado las
balas.
Mis zapatos se humedecieron con sus lágrimas.
−Supón −dije−, mejor dicho, hazte la idea que te quedan
sesenta segundos de vida −y de mi bolsillo saqué un reloj de
arena, lo puse con cuidado sobre una mesa a modo que él, aunque en una posición
incómoda, pudiera verlo−. ¿Qué te gustaría hacer?
Desde chico, recuerdo, me han
gustado los relojes de arena. Se asemejan, y no lo digo por decir, mucho a las
mujeres y sí son, y en esto sí me puedo equivocar, tan perniciosos como éstas.
Muchos granos cristalinos cayendo a una velocidad de setenta y tres granos por
segundo, lo que haría un total de cuatro mil trescientos ochenta granos por
minuto. Eso era lo que este chico tenía para responder a mi pregunta.
Pero solo lloraba y se apartaba de
la punta fría del cañón que él humedecía con sus lágrimas. El cañón le parecía
demasiado frío o le causaba miedo, así que pregunté de nuevo y él respondió:
−No lo sé…− entre sollozos−, no lo sé…
− ¡Vamos! Es fácil. No lo eches a perder −dije sereno mientras apretaba los dientes. Los granos
seguían cayendo con indiferencia.
Sujetos como éste siempre lloran,
ruegan por su vida como comadrejas en una jaula en el patio trasero de algún
restaurante chino. Con el revólver pegado a sus sienes siempre eligen hacer
algo muy diferente a lo que se dedican o hacen. La mayoría elige viajar, ser
pintor, vivir en el campo, o, simplemente, irse de la casa de su madre y casarse;
pero este chico no hablaba. El veinticinco por ciento responden en los primeros treinta segundos, el cincuenta por ciento en los
siguientes quince y el resto en los quince segundos restantes.
Quedaban quince segundos. Pregunté
de nuevo:
− No lo sé, no lo sé. Llévese el dinero, no lo quiero −repetía y repetía como lo había hecho sus últimos treinta y
tres años.
El tiempo se acercaba y empezaba a
sentirme nervioso. Que no respondiera, no era una posibilidad, tenía que hacer
algo. Era tan sencillo, después lo dejaría ir.
Todos respondían. Sería vergonzoso
que no lo hiciera.
Vi el reloj de arena, él también lo
vio con agonía, y el último segundo cayó por aquella cintura de mujer.
Tenía que asustarlo.
Jalé del gatillo, como era mi
obligación, con toda confianza.
Sin presentirlo siquiera sus sienes
se esparcieron en mi pantalón, en la alfombra, en mi frente y en el cañón.
Apenas creí lo que había sucedido.
Salí de la casa como un autómata, y
hasta poco después pensé que mis huellas podrían estar en la bala. Pero yo no
puse esa bala en ese revólver ni en ningún otro, me dije. Hui por unos
vericuetos entre las casas, con dificultad me deslicé hasta mi coche.
Aparqué frente a mi casa.
No podía dejar de ver por el
retrovisor.
El cincuenta y tres por ciento de
estos crímenes no se resuelven, me dije. El padre de este chico murió muy
joven. Su madre se casó. El padrastro lo maltrataba y la madre le obligó a
cursar la carrera de Medicina porque ella nunca la pudo cursar; conseguido
esto, ella y su nuevo marido se marcharon a otro país creyendo terminada su
labor. Él no tenía esposa ni novia ni amigos; tenía un nombre y era su
profesión. Nadie lo reclamará, me dije.
Me recosté unos minutos en el sillón
de mi coche. Me cambié de ropa y guardé la pistola en la guantera.
Todavía podía escuchar mi
respiración, se iba tranquilizando, incluso mis pasos hacia la puerta adquirían
más peso de lo debido. Pensaba tomar una siesta profunda, mañana sería sábado,
no tenía que ir al hospital. Caminé hasta la entrada de mi casa.
Abrí la puerta y prendí la luz.
−Arrodíllate −dijeron detrás de mí.
Mi cuerpo se vio empujado hacia
abajo por la presión que ejercía la punta helada de un revólver, según deduje.
Ni siquiera podía verle el rostro. Me empujaba hacia el suelo. Era mi casa, no
había duda, mi sillón, mi alfombra, mi lámpara, todo parecía mío y a la vez se
me hacía tan lejano.
De
alguna forma, que me asustaba, sabía lo que iba a decir; sabía la rutina,
incluso podía sentir el pequeño reloj de arena que él cargaba en su bolsillo.
Era uno rojo, de unos doce centímetros, lo había conseguido en un juego de mesa
cuando niño.
Luego,
habló (era un hombre):
−Supón que tienes sesenta segundos de vida −temí que no continuara, luego me resigné−. ¿Qué te gustaría hacer? −primero
fue una ocurrencia; luego, una inquietud, con horror, ahora, es una
confirmación: su voz, firme y gruesa, era la mía.
Él vestía mi ropa y con un rigor
inexplicable era una copia mía, o yo de él; dudé de mi autenticidad. No me
costó pensarlo demasiado. Le dije, respondiendo a su pregunta que yo tantas
veces ya había hecho, convencido y con nostalgia, que quería pintar mi retrato.
Él bajó su pistola, se sentó en el sillón y se ofreció de modelo.
No objeté la propuesta.
De pequeño, en la escuela, fui muy
inquieto, terminaba mis ejercicios muy pronto, yo no sabía mi injuria, y se me
daba por molestar a mis compañeros. Los maestros, para evitar que interrumpiera
a los demás, optaron por darme hojas en blanco y, desde entonces, me hice hábil
en la pintura y el trazo libre. Así que pinté mi retrato, sin técnicas u otros
barrocos. En tres horas con treinta minutos terminé mi pintura. Sin embargo,
por azares que desconozco, el reloj de arena marcaba unos cincuenta segundos.
Cada grano caía con la misma fuerza con la que caen los hombres: sin distinción
y tan parecidos.
Me hinqué y él volvió a colocar el
revólver en mi frente.
Cuando el plazo concluyó y el último grano de
arena se deslizó por aquella cintura que parecía de mujer, él disparó.
Sobre el autor:
Reacio a las multitudes e inquilino de bibliotecas, Matheus Kar nació en Guatemala en 1994; aunque su muerte sigue sin definirse, podría ocurrir cualquier día. Ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014. Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala. Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test. Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el certamen Cantos de Trova (2015). Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Su trabajo aparece en antologías, revistas y blogs. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016).
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