martes, 25 de julio de 2017

Literatura: La última y nos vamos (cuento)

Por: Edgard Vázquez




Pocas veces he sentido tal pavor como el  de aquella noche cuando salía mareado de la calle de Mesones, sostenido por las paredes, con la mente perdida entre la memoria y los ojos divagantes en la oscuridad. El viento acurrucaba mi alma, mas mi alma no se consolaba. A una cuadra, vi partir el último autobús y con él se iban mis esperanzas de volver a casa. Busqué en mis bolsillos y saqué un pequeño reloj de mano: eran las dos de la mañana. Caminé por Correo Mayor aún atiborrado por el demonio de la gula y observé que el cielo tomaba entonces un color almagre; como si un insano amanecer estuviera por ocurrir; como si el sol le robará la virginidad a la luna y el cielo fuera su hijo bastardo. Seguí caminando, tratando de ir en línea recta aunque mi cabeza no dejara de dar vueltas. Tras de mí, ¡sombras!, sombras inmensas camufladas en la noche bajo un cielo carmesí.
Antes de cruzar República de Uruguay, de entre los grandes muros que enrocan la ciudad, se escapó una risa, un melancólico jugueteo infantil. De pronto, un enfrenón violento, después silencio, luego, nada.
Llegué a Carranza y no pude más: volví el estómago. Jadeante y con los ojos casi fuera de órbita, expulsé por la boca una gran mariposa negra que, majestuosa, fue a posarse sobre un faro bajo la luz de la inmensa luna llena. Viré a Pino Suárez y escuché el metro pasar debajo de mis pies. Me percaté que mi nariz fluía, acerqué mis manos y vi que de esta salía fina seda. Un shock eléctrico me recorrió de los pies al cerebro y caí de rodillas, después cayó mi cabeza y quedé paralizado tendido sobre el piso, con la mirada perdida en el sangriento firmamento. Una de las siluetas se levantó del piso y se paró juntó de mí como un niño que ve por primera vez a un gato muerto. Sentí como si el cielo entrara por mis pupilas. No advertí mi respiración; pero escuchaba cientos, miles de pasos, acercarse. El himno de aquellas botas retumbaba en mis oídos, cada vez más cerca, y recobré un mínimo control de mi cuerpo. Cerré los ojos, sentí las botas pisar mi rostro y me desvanecí.
No supe cuánto tiempo estuve inconsciente. El reloj de mi bolsillo aún marcaba las dos. Intenté gatear para reincorporarme pero fue inútil: mis brazos no me sostenían y mis manos eran las de un muerto por hipotermia. Con cada intento que hacía por levantarme me impactaba de bruces contra el pavimento. Me quedé tirado un momento como esperando recobrar algo de fuerza, jalando la mayor cantidad de aire posible. Formé un pequeño charco de sangre y saliva, me arrastré unos metros y, conforme avanzaba, mis labios dejaban su estela sobre el concreto. El dolor volvió a mi estómago. Apenas logre levantar la cara del piso vomité un líquido pastoso, amarillo, hediondo y lleno de plumas. Me tiré sobre mis costillas, rodé hasta la avenida y seguí gateando varios metros hasta llegar a Cinco de Febrero, donde conocería la locura.
Frente al Ayuntamiento vi a un hombre disiparse entre una gran cortina de neblina. Todo estaba bañado en tintes azules: el pavimento, la niebla, los postes y paredes. Todo menos el cielo.
Entonces comenzó una sinfonía nocturna. El viento dio las primeras notas, lo siguieron mis alaridos y, a lo lejos, el ululato de un búho que se acercaba intrépido hacia mí. El inmenso animal se paró sobre mi pecho y, dominante e impiadoso, clavó en mí el par de turmalinas que tenía por ojos. Apenas pude reaccionar; cubrí mi rostro y me giré, picoteó mi nuca y rasguñó mi espalda, revoloteó sobre mi cabeza, tiró de mi cabello con fiereza y después… todo era silencio de nuevo.
¡Vaya epifanía! ¡Vaya embriaguez la mía!
El cielo seguía jugando con sus tonos rojos y parecía ahora una gran gota de vino tinto. Llegué a Dieciséis de Septiembre y después a Cinco de Mayo. Crucé Palma con una salud mental muy deteriorada.
De nuevo escuché las botas más intensas que antes. Giré un poco mi cabeza y de reojo miré abrirse la boca del diablo. Un ejército de sombras se enfilaba a mis espaldas a una velocidad vertiginosa, cada vez se aglomeraban más, y más, ¡y más!, hasta cubrir todo detrás de mí. Se comían los monumentos, se comían las avenidas, ¡la misma luz se la tragaban! No quise voltear más. Atrás ya no había nada, solo lamentos, solo el canto del viento, el ululato y el revoloteo de un enjambre de mariposas. Corrí como si mis piernas nunca hubieran estado cansadas. Mi vista bailaba, pero aún podía enfocar un centro. Muy en el fondo de mi alma quería creer que aún podía. Llegué a Allende, vi la estación del metro abierta, bajé las escaleras con desesperación y me tragué los últimos escalones. Ya no podía regresar, pues advertí que la oscuridad se había comido la entrada con mi espíritu ahí dentro. No esperaba nada más; solo escapar de aquella enorme mancha. Brinqué los torniquetes y un aroma me frenó de golpe: era como si el ambiente estuviera cargado de hierro, pues el aire olía a lo que huele la sangre. Mi cuerpo se sintió fatigado y creí desmayarme de nuevo. Miré por última vez al abismo pero ya no estaba. Todo se encontraba en orden de nuevo. Escuché al tren acercarse, llegó a mí y las puertas se abrieron de par en par. Dentro, un hombre con la pinta de abogado. Me hizo a pasar y, apenas entré, las puertas se cerraron a mis espaldas. No había asientos, me abracé a un tubo recargándole mi cuerpo y mi alma. El tren arráncó y aquel hombre me tendió un pañuelo, sequé mi sudor, limpié mi nariz, carraspee un poco y me dirigí a una de las esquinas del vagón a escupir. De nuevo se acercó a mí, puso su mano en mi espalda, me miró, acomodó su corbata, arremangó sus puños, acarició su barba y me dijo: 
—Edgar, aquí es donde la vida acaba.


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