Por: Edgard Vázquez
Pocas veces he sentido tal
pavor como el de aquella noche cuando
salía mareado de la calle de Mesones, sostenido por las paredes, con la mente
perdida entre la memoria y los ojos divagantes en la oscuridad. El viento
acurrucaba mi alma, mas mi alma no se consolaba. A una cuadra, vi partir el
último autobús y con él se iban mis esperanzas de volver a casa. Busqué en mis bolsillos y saqué un pequeño reloj de mano: eran las dos de la mañana. Caminé por Correo
Mayor aún atiborrado por el demonio de la gula y observé que el cielo tomaba entonces un
color almagre; como si un insano amanecer estuviera por ocurrir; como si el sol
le robará la virginidad a la luna y el cielo fuera su hijo bastardo. Seguí
caminando, tratando de ir en línea recta aunque mi cabeza no dejara de dar
vueltas. Tras de mí, ¡sombras!, sombras inmensas camufladas en la noche bajo un
cielo carmesí.
Antes de cruzar República de
Uruguay, de entre los grandes muros que enrocan la ciudad, se escapó una risa,
un melancólico jugueteo infantil. De pronto, un enfrenón violento, después
silencio, luego, nada.
Llegué a Carranza y no pude
más: volví el estómago. Jadeante y con los ojos casi fuera de órbita, expulsé
por la boca una gran mariposa negra que, majestuosa, fue a posarse sobre un
faro bajo la luz de la inmensa luna llena. Viré a Pino Suárez y escuché el metro
pasar debajo de mis pies. Me percaté que mi nariz fluía, acerqué mis manos y vi que
de esta salía fina seda. Un shock
eléctrico me recorrió de los pies al cerebro y caí de rodillas, después cayó mi
cabeza y quedé paralizado tendido sobre el piso, con la mirada perdida en el
sangriento firmamento. Una de las siluetas se levantó del piso y se paró juntó de
mí como un niño que ve por primera vez a un gato muerto. Sentí como si el cielo entrara por mis
pupilas. No advertí mi respiración; pero escuchaba cientos, miles de pasos,
acercarse. El himno de aquellas botas retumbaba en mis oídos, cada vez más
cerca, y recobré un mínimo control de mi cuerpo. Cerré los ojos, sentí las botas
pisar mi rostro y me desvanecí.
No supe cuánto tiempo estuve
inconsciente. El reloj de mi bolsillo aún marcaba las dos. Intenté gatear para
reincorporarme pero fue inútil: mis brazos no me sostenían y mis manos eran
las de un muerto por hipotermia. Con cada intento
que hacía por levantarme me impactaba de bruces contra el pavimento. Me quedé
tirado un momento como esperando recobrar algo de fuerza, jalando la mayor cantidad
de aire posible. Formé un pequeño charco de sangre y saliva, me arrastré unos
metros y, conforme avanzaba, mis labios dejaban su estela sobre el concreto. El
dolor volvió a mi estómago. Apenas logre levantar la cara del piso vomité un
líquido pastoso, amarillo, hediondo y lleno de plumas. Me tiré sobre mis
costillas, rodé hasta la avenida y seguí gateando varios metros hasta llegar a Cinco de Febrero, donde conocería la locura.
Frente al Ayuntamiento vi a un hombre disiparse entre una gran cortina de neblina. Todo estaba bañado en tintes azules: el pavimento, la niebla, los postes y paredes. Todo menos el cielo.
Frente al Ayuntamiento vi a un hombre disiparse entre una gran cortina de neblina. Todo estaba bañado en tintes azules: el pavimento, la niebla, los postes y paredes. Todo menos el cielo.
Entonces comenzó una sinfonía nocturna. El viento dio las
primeras notas, lo siguieron mis alaridos y, a lo lejos, el ululato de un búho
que se acercaba intrépido hacia mí. El inmenso animal se paró sobre mi pecho y, dominante e impiadoso, clavó en mí el par de turmalinas que tenía por ojos. Apenas pude reaccionar; cubrí mi rostro y me giré, picoteó mi nuca y rasguñó mi
espalda, revoloteó sobre mi cabeza, tiró de mi cabello con fiereza y después…
todo era silencio de nuevo.
¡Vaya epifanía! ¡Vaya embriaguez la mía!
El cielo seguía jugando con sus tonos rojos y parecía
ahora una gran gota de vino tinto. Llegué a Dieciséis de Septiembre y después a Cinco de Mayo. Crucé Palma con una salud mental muy deteriorada.
De nuevo escuché las botas más intensas que antes. Giré un poco mi cabeza y de reojo miré abrirse la boca del diablo. Un ejército
de sombras se enfilaba a mis espaldas a una velocidad vertiginosa, cada vez se
aglomeraban más, y más, ¡y más!, hasta cubrir todo detrás de mí. Se comían los
monumentos, se comían las avenidas, ¡la misma luz se la tragaban! No quise
voltear más. Atrás ya no había nada, solo lamentos, solo el canto del viento,
el ululato y el revoloteo de un enjambre de mariposas. Corrí como si mis
piernas nunca hubieran estado cansadas. Mi vista bailaba, pero aún podía enfocar
un centro. Muy en el fondo de mi alma quería creer que aún podía. Llegué a
Allende, vi la estación del metro abierta, bajé las escaleras con desesperación y me
tragué los últimos escalones. Ya no podía regresar, pues advertí que la oscuridad se había
comido la entrada con mi espíritu ahí dentro. No
esperaba nada más; solo escapar de aquella enorme mancha. Brinqué los torniquetes y
un aroma me frenó de golpe: era como si el ambiente estuviera cargado de hierro, pues el
aire olía a lo que huele la sangre. Mi cuerpo se sintió fatigado y creí desmayarme de nuevo. Miré por última vez al abismo pero ya no estaba. Todo se encontraba en
orden de nuevo. Escuché al tren acercarse, llegó a mí y las puertas se abrieron
de par en par. Dentro, un hombre con la pinta de abogado. Me hizo a pasar y,
apenas entré, las puertas se cerraron a mis espaldas. No había asientos, me abracé
a un tubo recargándole mi cuerpo y mi alma. El tren arráncó y aquel hombre me tendió un pañuelo, sequé mi sudor, limpié mi nariz, carraspee un poco y me dirigí a una de las
esquinas del vagón a escupir. De nuevo se acercó a mí, puso
su mano en mi espalda, me miró, acomodó su corbata, arremangó sus puños, acarició su barba y me
dijo:
—Edgar, aquí es donde la vida acaba.
—Edgar, aquí es donde la vida acaba.
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