martes, 29 de enero de 2019

Literatura: 15 de Octubre de 2018 (relato)

Por: Ale Rivera




15 de octubre 2018 
Frontera entre Honduras  y Guatemala 

Me dolía todo... Me pesaban los párpados y sentía que era incapaz de mantener derecha la cabeza.
—Sólo dormiré treinta minutos, sólo treinta minutos... Ya luego me levanto... ¡Sólo necesito treinta minut...! —me repetía a mi mismo, mientras permanecía sentado en aquel sillón. Era mi casa... Bueno, la casa de don Alberto más bien, ya que nos la alquila desde hace dos años. Es un buen hombre, pues nos espera cada vez que mi mujer y yo no ajustamos para el alquiler del mes.
De pronto siento que algo pasa y empiezo a ver todo como rodeado de una especie de nebulosa que no aún hoy no termino de entender. Era como una sensación de no estar ahí y, sin embargo, puedo asegurar que en el corredor estaba mi madre, sentada como siempre en aquella silla mecedora de mimbre (que fue de mi abuela) remendada una y mil veces, escuchando la radio con esa mirada vacía de cuando no teníamos ni para comer al siguiente día. Observo que también se hallan mi esposa e hijos. Ella, acomodada frente a la vieja televisión al lado de mi pequeña de 14 años, y mis otros niños: uno, cinco años menor, sentado en lo que queda de nuestro comedor, haciendo tareas;  y el más pequeño de apenas seis jugando alegre en el piso.

"🎵🎵🔉 Cadena nacional.
Este es el tercer y último llamado".

Así empezó a sonar aquella cancioncita repetitiva que era más como el llamado del Diablo, ya que nunca comparamos al personaje que escucharíamos a continuación con algo menos que el Satanás.
¡Ahí va ese hijueputa, a decir más mentiras y exageraciones otra vez! —comentó mi hija.
—¡Hey, no digas boconadas!, si tu papi estuviera aquí te daría en la boca —contestó mi mujer.
Perdón mami, ¡pero es que cada vez que lo veo me dan ganas de ...! —quiso argumentar mi hija. Pero no terminó la frase, pues se detuvo justo antes de lanzar la retahíla de insultos que seguramente diría.
Idas en la pantalla, esperaban ver al cachureco de siempre. Era el mismo escenario, no obstante esta vez había algo diferente. Podía observarse el escritorio y una bandera en el fondo (más bien, nuestra bandera), pero todo estaba en penumbra. Yo, estando y sin estar, también veía la tele y me preguntaba si la penumbra era debido a problemas técnicos o algo así.
Miramos que repentinamente se encendieron unas luces rojas en varias tonalidades y todo se iluminó. El hombre sentado en el escritorio efectivamente era el Juancho (como comúnmente se conoce a Juan Orlando, el Presidente en turno de la nación), pero se veía raro: como cansado, despeinado... además, no llevaba sus habituales lentes. Un repentino acercamiento de la cámara permitió apreciar que el hombre tenía clavadas las manos en el escritorio. En efecto, de sus palmas le sobresalían unos enormes clavos de unos siete u ocho centímetros de largo.
—¡¡¡Santo Dios, doña Elvira, venga a ver esto!!!vociferó alarmada mi esposa
Mi anciana madre respondió corriendo relativamente rápido (lo que su osteoporosis le permitía), se instaló en el mismo sofá en que estaba yo sentado  (sí, ese que compré en el Gallo más Gallo y que termine pagando cuatro veces más su precio original. Pagado a juego de ollas, como dicen), y exclamó:
—¡Ave María purísima! ¿Quién le está haciendo eso? 
Una voz, aparentemente salida de un hombre situado detrás del que se hace llamar Nuestro Presidente, comenzó a narrar algo. No se le entendía muy bien, así que traté de aguzar el oído porque su voz parecía más la de un robot.
Cuéntale a tu pueblo. Explícale tu juego de palabras —dijo la voz. Sí, ese que tanto te gusta repetir: VOY A HACER LO QUE TENGA QUE HACER, que más bien siempre ha sido un COSTARÁ LO QUE TENGA QUE COSTAR.
Por su parte, el tipo clavado en el escritorio yacía sollozando como un animal. No puedo decir que se veía blanco como el papel porque las luces hacían ver todo rojo como en una discoteca, pero podía adivinarlo.
No hijueputa, ahora no estás tan hablador. !Decí algo, que todo Honduras te está viendo! profería mientras reía aquel extraño de voz robótica.
Mi madre se santiguaba  una y otra vez, pues en la pantalla el siniestro sujeto permanecía cubierto con un trapo dejando mirar tan sólo sus ojos. En cuestión de un instante tomó lo que parecía ser un machete, y de un solo tajo cortó uno a uno los dedos de la mano derecha de Juan Orlando diciendo:
Uno: éste por Nicole, quien solo quería sillas para su colegio. Dos: por Wendy, la que murió asfixiada por los gases lacrimógenos en protestas. Tres: por Kimberli. Ella solo salió a buscar a su tío, pero tus PM la mataron... sólo la mataron y se fueron. Cuatro: uno más por Cristian, tiroteado el 18 de diciembre. Cinco: por Eric Montoya Cruz, masacrado durante el toque de queda la noche del 3 de diciembre...
Juancho gritaba con furia, pero poco importó porque aquel enmascarado prosiguió con su sangrienta labor. 
Tocó el turno a su mano izquierda:
— Seis: Gerson Meza y Mario Suárez, torturados por los del ATIC. Siete: Kenia Cáceres. Ocho: Olman Adalid Castillo, encostalado una semana después de Rebeca Abigail Torres. Nueve: por la ambientalista Berta Caceres, tiroteada en su propia casa. Diez: por los más de tres mil hondureños que murieron en el Seguro Social...
¡¡¡Maldito, mil veces maldito!!! —gritaba Juan mientras se movía como poseso.
No alcanzaba yo a entender nada. Tan sólo observaba a mi hija, que tenía los ojos muy abiertos ante tan macabro espectáculo; a mi madre, llorando suavemente, acariciando con manos temblorosas un rosario; y a  mi esposa, riendo y diciendo:
—Ahora sí, ¿verdad maldito? ¡¡¡Pensaste que eras intocable!!!
Confieso que su risa me causo miedo, pero más pudo lo que sucedió a continuación: de repente gritos, la escena se vuelve borrosa y ya no veo mi casa... ¡He despertado de golpe !
Compa, nos dejan pasar —escucho, ¡¡¡corra, corra, no se quede atrás!!!
Me levanto de un salto, agarro mi mochila y echo a correr hacia donde se dirige todo el mundo. Siento el corazón en las sienes, empujones, gritos de júbilo, llanto..., pero no me detengo y de repente recuerdo quién soy, en dónde me encuentro y a qué parte voy: que me llamo Antonio Aguilar, que voy en la caravana hacia los Estados Unidos y que después de tanto tiempo de espera nos dejan por fin entrar al vecino país de Guatemala. 
En ese instante me acuerdo también de aquel extraño sueño, pero me concentro en correr y correr embargado por aquella especie de alegría y miedo muy parecida a la que sentí el día que mi hija la mayor nació.

Soy un tal Antonio Aguilar.
Un soñador
O tal vez más que eso:
un luchador hondureño.

                                                                         

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