El 25 de febrero regresé a mi casa después de un exhaustivo viaje por el pueblo. Abrí la puerta y caminé hacia el sofá que está a unos cuantos metros de la entrada, me saqué los zapatos, los dejé regados sobre la alfombra de lana y a paso muerto llegué a tumbarme sobre el sillón. De la yema de mi dedo escurría una fina gota de sangre a la cual no le tomé la mínima importancia. En ese momento mi único deseo era tomar un chocolate caliente y espumoso, descansar sobre mi amplio sofá y ver la televisión hasta quedarme dormido. Sentí como mis pies agradecían el descanso. De entre los cojines saqué el control remoto, prendí el televisor y me di cuenta que mi programa favorito recién comenzaba, -¡qué suerte!-. Estiré mi brazo para alcanzar mi taza de chocolate que descansaba sobre la mesa, sin embargo, esta se encontraba ligeramente más lejos de lo normal. Habrá sido un error de cálculo –me dije- y me estiré un poco más.
En ese momento, y de una forma inverosímil que sé que usted me tachará de loco, vi como mi pequeña taza roja, mi favorita de entre todas mis tazas, la que tenía una fotografía de mi hermoso Zeus sublimada en sus paredes, se alejaba gradualmente de mis manos. No estaba dispuesto a pelear con mi taza después de tan cansado viaje así que le pedí a mi esposa que me prepara otra taza de chocolate caliente.
-Cariño, ¿podrías servirme una taza de chocolate, por favor?
La casa estaba muda.
-Cielito, ¿podrías prepararme una taza de chocolate, por favor?
Y esta vez quien respondió fue mi pequeño Zeus con un ladrido desde los cuartos de arriba.
Desahuciado, giré mi cabeza y al hacerlo me di cuenta que mi taza ya no estaba sobre la mesa. En un esfuerzo sobrehumano, me levanté del sofá y emprendí la búsqueda de mi taza.
Miré bajo la mesa, levanté la alfombra, detrás de los cuadros y relojes, dentro de la lámpara, arriba de los focos, entre los cojines, camuflada en la alacena. Nada.
Tomé la escalera y decidí ver en los cuartos, a la mitad, reflexioné. Me quedé callado para poder escuchar sus pasos que en definitiva serían muy sigilosos.
¡Qué idiota! –Grité después de un tiempo en silencio-
Es obvio que mi taza no puede caminar, de ser así, tendría que balancearse de un lado a otro para poder dar un paso, esto haría que el chocolate en su interior se derramase y la llevaría a una muerte inevitable.
Con el uso de este razonamiento que era por mucho más lógico que el anterior, deduje que mi taza no caminaba sino que se deslizaba a conveniencia.
Como un milagro, mis astigmáticos ojos lograron percibir un tenue movimiento, era un pequeño punto rojo que se deslizaba a gran velocidad por el pasillo que conduce a la salida, al llegar a la puerta se recargó sobre la entrada de mi pequeño Zeus y la empujó con toda la fuerza que una taza de doscientos cincuenta mililitros de chocolate espumoso puede tener.
En el éxtasis del encuentro, mis pies cansados tropezaron, me golpeé espinillas, brazos y codos a lo largo de los siete escalones por los que rodé. Al levantarme, mi taza había escapado y mi sangre hervía tanto que bien pude haberla tomado como té.
Me calcé los zapatos y salí de mi casa con el coraje de mil leones hambrientos, como una bestia que ve la luz del sol después de cien años enjaulada. El clima era bueno aunque unas nubes se pronunciaban a lo lejos.
Analicé el perímetro con astucia depredadora, vi frente a mí a una anciana monja que pedaleaba su bicicleta con sublime lentitud. A su lado, un pequeño caracol le llevaba la delantera.
Caminé por la acera y al poco tiempo me encontré con otra monja, quien sin detener su pacífico andar, me preguntó
-¿Está usted buscando su taza de café? Don Joaquín
-En realidad es de chocolate, ¿la ha visto?
-Me pareció haber visto una pequeña taza roja irse en esa dirección
Y señaló un camino que era el único camino que podía tomar y a su vez era también el único que existía.
Más adelante me encontré con otra hermana.
Don Joaquín –me dijo- me pareció ver su taza de té correr a gran velocidad por este mismo sendero.
Querrá decir deslizarse, las tazas no corren –le corregí con galantería-.
Sí que es un demonio esa pequeña, aunque comparada con nosotras, todo aquí es vertiginoso. Nuestro pedalear es tan lento que parecemos intactas aun con el paso del tiempo. Avanzamos sin prisa alguna por esta senda de infinita espiral, adormecida con la vista al frente, petrificada. De vez en cuando el viento nos acompaña y besa nuestros rostros con suma gracia. Otras veces se porta travieso y con gran picardía levanta nuestras faldas, se cuela frío y suave entre nuestras piernas, entonces una brisa tersa que recorre aquellos lugares que el clero no menciona, nos hace cosquillas en los muslos y sale de entre las ropas danzando con nuestros cabellos. Al viento le gusta seducirnos pero somos fieles, fieles a nuestra torre, vamos enamoradas, hipnotizadas por la música que solo el celibato nos permite escuchar, tan adiestradas, con la mente llena de la imagen de nuestra gran torre, la hermosa, la siempre imponente, aquel paraíso vertical que se yergue sobre todos nosotros, adonde todas queremos llegar y hacia donde un paso al frente significa estar más cerca de volver a empezar…
Le agradecí, yo continúe mi camino y ella continuó su delirio. En el transcurso las monjas aparecían a borbotones como si de una fuente andante que riega la tierra se tratara.
Señor Joaquín, su taza de leche se fue por allá.
Señor Joaquín, la taza con la imagen de su perro se fue justo por este camino.
Señor Joaquín, su perro se ha echado a correr libre por aquí
Señor Joaquín, su perro se ha llevado mi zapato y ahora pedalear es un martirio.
Señor Joaquín, por favor, limpie lo que ha dejado su perro.
Don Joaquín… Don Joaquín… ¡Señor Joaquín!
Cuando llegué al final del sendero, la torre se erguía imponente tal cual la monja lo había descrito, era una torre inmensa construida de hormigón con la cúpula de ónix, la apertura por la que entré era no mayor al metro con ochenta. Frente a mí, había una escalera de mano hecha de madera ya bastante engrosada por los percances del clima y roída por las termitas. Sin importarme nada la subí, peldaño a peldaño, con la fuerza de mis manos y mi voluntad. La torre era enorme en lo grotesco. Después de varios minutos trepando giré mi cabeza a la derecha y por una ventana pintada con acrílico logré ver como el sol quedaba por debajo de mis pies.
Por fin llegué a algo similar a un piso, delante de mí, a no más de tres metros de distancia, un enorme portón de madera me bloqueaba el paso. Recargué en él mi espalda, mi cabeza, mis hombros, empujé con toda la fuerza que un hombre de setenta kilogramos puede empujar. El portón cedió ante mi tenacidad. Del otro lado vi una casa color azul rey escondida entre abedules y rosales. Caminé sobre el pasto haciendo a un lado los helechos, sin querer me pinche un dedo con la espina de una rosa. El sendero era recto y yo seguí caminando hasta que mi cabeza chocó con la puerta. La abrí sin mucho ánimo, estaba fatigado, entré y dejé mis zapatos tirados sobre la alfombra de lana, me tumbé en mi sillón, El control remoto estaba junto a mi cara. Encendí el televisor. Estiré mi brazo para tomar la taza de chocolate sobre la mesa. Fallé. Debió ser un error de cálculo…
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