Era un día de lluvia, todo
caía al tiempo de las gotas y sus caricias. Cansado del trabajo me quedaba
varado en medio de una calle, medio iluminada con calles angostas, asfalto con
cráteres, basura por todos lados, los agujeros eran lagos, mi piel un trapo
recién lavado.
La humedad del mundo se centraba en todo mi ser, la esencia de la vida rodaba por los poros agobiados de mi piel, no importaba nada, ni las luces que se apagaban, ni los autos que lloraban, los árboles en el estruendo del relámpago aullaban como el lobo arcaico frente a la Luna que no estaba.
El corazón era música que no se escucha, mis parpados se abrían levemente ante la penumbra de la lluvia, chocaban nubes y mis tímpanos sentían el amor de la naturaleza, la banca de la esquina hablaba las palabras que dijeron aquellos novios en su promesa de no olvidar nunca sus vidas, besos tronaban alrededor de los recovecos de las casas, donde alguna vez se besaron esos novios y otros labios con historia olvidada.
Quería llorar de felicidad ante tal tempestad, escurrían mis penas, se purificaba mi esencia ante la mirada de la luz del relámpago milenario que aparece efímero en los momentos que lo necesita el humano, aprovechaba cada milisegundo de blancura en mi cuerpo, para tratar de eliminar los demonios que llevo siempre dentro.
Alguna anciana me gritaba, decía que guardara mi alma, que no era bueno purificar tanto la vida, pero yo era adicto al tacto de la luz divina, del río que llenaba el ánfora de mis entrañas, el torrente recorría la energía que se acaudalaba directamente sobre mi cerebro, sentía en la voz de la anciana el peso de mis ancestros que me recordaban lo majestuoso de sentir aquel ser supremo.
Pero como nada es bueno en exceso, la lluvia reducía su alegría, poco a poco el ruido y la furia disminuía, los pies empapados se encarnaban en las raíces de la tierra, mi alma sentía lastima por aquel Dios que se alejaba, al final solo un simple goteo acariciaba el rostro de mi alma.
La humedad del mundo se centraba en todo mi ser, la esencia de la vida rodaba por los poros agobiados de mi piel, no importaba nada, ni las luces que se apagaban, ni los autos que lloraban, los árboles en el estruendo del relámpago aullaban como el lobo arcaico frente a la Luna que no estaba.
El corazón era música que no se escucha, mis parpados se abrían levemente ante la penumbra de la lluvia, chocaban nubes y mis tímpanos sentían el amor de la naturaleza, la banca de la esquina hablaba las palabras que dijeron aquellos novios en su promesa de no olvidar nunca sus vidas, besos tronaban alrededor de los recovecos de las casas, donde alguna vez se besaron esos novios y otros labios con historia olvidada.
Quería llorar de felicidad ante tal tempestad, escurrían mis penas, se purificaba mi esencia ante la mirada de la luz del relámpago milenario que aparece efímero en los momentos que lo necesita el humano, aprovechaba cada milisegundo de blancura en mi cuerpo, para tratar de eliminar los demonios que llevo siempre dentro.
Alguna anciana me gritaba, decía que guardara mi alma, que no era bueno purificar tanto la vida, pero yo era adicto al tacto de la luz divina, del río que llenaba el ánfora de mis entrañas, el torrente recorría la energía que se acaudalaba directamente sobre mi cerebro, sentía en la voz de la anciana el peso de mis ancestros que me recordaban lo majestuoso de sentir aquel ser supremo.
Pero como nada es bueno en exceso, la lluvia reducía su alegría, poco a poco el ruido y la furia disminuía, los pies empapados se encarnaban en las raíces de la tierra, mi alma sentía lastima por aquel Dios que se alejaba, al final solo un simple goteo acariciaba el rostro de mi alma.
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