jueves, 26 de octubre de 2017

Literatura: Dos fumadas hacia el infierno (cuento)

Por: Julio César Aguirre


Zdzislaw Beksinski - Dos - 1986

Entre insoportables dolores musculares y los profundos rayos del mediodía desperté; sentía la mandíbula entumecida, los brazos cansados, los muslos decaídos; si no hubiese despertado a tiempo la bestial temperatura me hubiera apuñalado.
Los ojos me dolían, inferí que el origen del daño se debía a un cumulo de sádicos golpes, lo cual no recordaba muy bien, pues me había desvanecido lentamente hasta quedar completamente inconsciente; cuidadosamente comencé a parpadear, respiré y tragué saliva, mi garganta estaba dañada. Aún estaba aletargado, era el momento más lóbrego de mi vida.
Me puse de pie entre diminutos y constantes tambaleos, mientras que dentro de mi cabeza dos pensamientos revoloteaban como un par de moscas: ¿Qué carajo me había pasado?, ¿Cómo había llegado hasta aquí?
Me costaba trabajo recordar en qué momento había llegado a este lugar; la enérgica luz del sol me provocaba malestar, dolor de cabeza y algo de migraña.
La luz solar despedazaba cruelmente mis pupilas, mi cerebro asimilaba imágenes borrosas, esto me desesperaba. Había estado inconsciente por varias horas, quizá varios días o sólo unos cuantos minutos. Eso ya no importaba, el aletargado coma onírico había concluido, sin embargo, aún tenía frescas las imágenes que mí inconsciente construyó mientras dormía.
Sentía un constante hormigueo en mis brazos, comencé a moverlos para que la sangre fluyera y se normalizarán mis milimétricas cavidades venosas, sentía mis piernas endebles, frágiles, inútiles. Sería difícil emprender el camino de regreso a casa. Mi lengua anhelaba menear un par de cubos de hielo sumergidos en un violento vaso de whisky. Tenía que volver.
El cielo destellaba una radiante furia albina, me entretuve unos cuantos minutos observando aquellos bríos luminiscentes, todo el cielo lucía un blanco perfecto, muy pulcro. Llegué a pensar que nada de esto era real, todo había sido creado artificialmente por manos humanas, el cielo no era más que papel, un papel muy fino, ligero, suave. Toda esta blancura era una mentira. 
Un fuerte crujido captó mi atención, miré hacia el suelo y había miles de hojas secas esparcidas uniformemente, miré hacia el frente y había incontables dunas de hojas secas color marrón, enormes dunas de diversos tamaños y tonalidades. En algunos lugares las hojas estaban apiladas, formaban enormes montañas de casi diez metros o más. Me encontraba sumergido dentro de un paisaje muy inusual, tragué saliva, mi estómago se contrajo varias veces, mi corazón latió aceleradamente, tenía los labios secos.
Quise darle un sentido lógico a todo esto; pensé que estaba dentro alguna granja, una propiedad privada que pertenecía a una familia de granjeros. Busqué cautelosamente la casa de madera en forma de triángulo equilátero pintada de color blanco, la clásica puerta de madera con su respectivo mosquitero, las ventanas cuadradas y abiertas, la ropa tendida moviéndose a causa del fuerte viento, el gran tractor anaranjado que labraba la tierra, el sistema de riego que esparcía el agua uniformemente, la pequeña valla de madera que rodeaba la casa.
Esperaba, impaciente, al dueño de la propiedad: un granjero con sombrero de paja, camisa de cuadros, pantalones ajustados, botas sucias, barba desaliñada y mascando una rama de trigo mientras se acercaba precavidamente hacía mí con un viejo rifle oxidado entre sus manos. En seguida, con una voz grave e imponente, y mientras apuntaba hacia mi cabeza con su arcaica arma, me preguntó ferozmente:
-¿Qué rayos estás haciendo aquí?- 
Sin embargo, nada de esto sucedió, los nervios y el fulminante calor me hacían divagar.
Tras esta absurda hipótesis, me di cuenta que estaba solo. No había nada, nada en kilómetros, nada que no fuese el bestial calor del mediodía y el vasto desierto de hojas secas y quebradizas. A donde miraba sólo veía ubicuos montículos de hojas secas apiladas a cada cierta distancia, miles de dunas crujientes de color marrón, el suelo seco y quebradizo. 
El calor aumentaba, extrañaba la fresca y fría noche cayendo en picada derramando su glacial líquido noctámbulo por las grietas del crujiente suelo, salpicando mis sucias y desgastadas botas de piel de víbora.
Comencé a caminar, cada paso que daba era acompañado por el detestable crujir de las frágiles hojas, sin embargo, mataba el denso silencio.
Un paso -¡Crack!- dos pasos -¡Crack, Crack, Crack!- cinco pasos -¡Crack, Crack, Crack, Crack- seis pasos, un descanso. Caminé, busqué, respiré y sudé sobre las hojas secas, había recorrido kilómetros y kilómetros de maleza seca, estaba caminando sobre un vasto desierto de hojas muertas.
El tiempo se diluía y se escapaba por las grietas del suelo; el sol estaba llegando a su habitual ocaso, cada vez más débil y estéril, cada vez más frío y fugaz. Su imponente figura se desvanecía, estaba en fase menguante pero con los picos apuntando hacia abajo, era un medio círculo, el horizonte lo había divido; las diáfanas nubes oscilaban en el cielo, los suaves y frescos vientos veraniegos las empujaban con vehemencia haciéndolas chocar entre sí, unas iban con pequeñas pausas y otras a una gran velocidad, también se generaban pequeños remolinos de hojas y polvo que se desvanecían rápidamente. 
El viento embestía brutalmente a las pequeñas hojas sueltas, gozaban de una bella insubordinación natural, que no se alineaban a las ubicuas dunas. Estaba disfrutando de un bello y raro espectáculo, a pesar de ello, el lugar era desolador.
Caminaba y caminaba con pocas fuerzas, ya no podía más, estaba a punto de recostarme en el suelo cuando me percate de algo. A lo lejos, vi unos pequeños puntos negros que estaban en constante movimiento como si fuesen simples moléculas de agua en su punto de ebullición. Caminé hacia ellos, me acerque sigilosamente al inevitable encuentro, tal vez no era el único dentro de esta confusa situación.
Mientras me acercaba, los puntos se hacían más grandes pero parecían evaporarse, quizá era el efecto del bestial calor. Cuando estaba cada vez más cerca, los puntos tomaron una distorsionada forma humana, me di cuenta que los puntos no eran puntos sino un grupo de personas que corrían agitadas, denotaban angustia, dolor, preocupación, parecía que estaban huyendo de algo.
Eran dos hombres y tres mujeres de no más de veintisiete años de edad, llevaban puestas ropas raídas, sucias, casi inservibles. Los cinco estaban desaliñados, sus caras y cuerpos estaban zarrapastrosos, quizá llevaban varios días perdidos en este lugar tan menesteroso. 
Los cinco se aproximaban hacia mí con una furia indeterminable, pude advertir que brotaban lágrimas de sus rojizos ojos, se desprendían con el viento, flotaban en la nada por unos instantes y  caían al crujiente suelo, el ciclo se repetía. Algo los había perturbado brutalmente, y, posiblemente ese algo los estaba siguiendo.
Cuando por fin convergimos, una de las chicas me miró y se detuvo, su rostro estaba arruinado por el arduo calor, su mirada advertía angustia; ella se moría por contarme lo que estaba sucediendo, lo que les había perturbado, deseaba compartir su miedo conmigo.
Los demás se dieron cuenta de mi presencia pero no se detuvieron, continuaron corriendo frenéticamente. No obstante, uno de ellos se regresó y jaloneo a la chica mientras se encontraba estática frente a mí como una planta, como no se movía, entonces, con una voz ronca casi muerta, le gritó:
-¡Por favor, no te detengas, no te detengas, debemos llegar a tiempo al filtro, no te detengas!
Realmente estaban huyendo de algo o alguien, esto me llenó de miedo, diminutos escalofríos comenzaron a helar mi sangre, aunque aún no sabía lo que estaba ocurriendo ya asumía la necesidad de salir corriendo.
La chica forcejeo unos instantes con aquel tipo, éste le soltó el brazo bruscamente y se marchó; con lágrimas en los ojos la dejó y continúo corriendo.
La extraña chica me tomó de las manos como si fuese un pequeño niño, las tenía muy suaves y  frías, muy álgidas. Me tomó del cuello y con sus yemas acarició mi nuca, tocó mis orejas, con ternura acercó su decaído rostro junto al mío como si me fuese a besar, me miró a los ojos y colocó sus carnosos labios junto a mis pequeñas orejas, sentí su agitada respiración, exhalaba aire caliente.
Empezó a balbuceaba palabras incompletas, frases inconexas con tanta parsimonia que me desespero. Después de varios intentos logró construir una oración coherente, y, con una voz quebrada y ácida me dijo lo siguiente:
-Quizá dos sean suficientes, pero seguramente serán tres y...nuestr..cuer..ard....
No completó la última palabra; me desconcertó, la miré a los ojos y sus pupilas estaban dilatadas, su rostro lleno de cicatrices comenzó a deformarse como si fuese un pedazo de arcilla fresca dentro de un fogoso horno. Su piel se estaba derritiendo, cachos de carne con olor a muerte caían al suelo en forma de gotas, aquello parecía una vela en sus últimas consecuencias. Ella no apartó su mirada de mí, sonrió perversamente, un escalofrío recorrió mi cuerpo, me quedé petrificado.
Me besó; sus labios ensalivados mojaban las marchitas ranuras de mi boca y al mismo tiempo se iban despedazando a lo largo y ancho de todos mis labios. Pequeños trozos de carne ensangrentada caían al suelo y otros más dentro de mi boca, eran como milimétricas migajas de pan que se adhieren a los dientes, todo esto me produjo una sensación repugnante.
Me introdujo su húmeda y salada lengua, la pasó por lo más profundo de mi garganta, estuve a punto de vomitar pero terminó con una brutal mordida en mi labio inferior. Ella se marchó, corrió sin mirar atrás, me  dejó solo en medio de aquel insólito desierto.
Mientras se perdía entre las dunas secas el calor aumentaba de forma energúmena, miré el cielo, el sol estaba más furioso que nunca, había dejado atrás su fase menguante, ahora estaba completo y demasiado irascible. Fue así como empezó a expandirse desmesuradamente, estaba muriendo, era una bola de fuego que aumentaba de tamaño, devoraba todo a su paso, se expandía como un gran globo amarillo que es alimentado de aire caliente con la intención de que reviente, entre más crecía el astro más aumentaba el calor. Mi piel comenzó a desmembrarse a causa de las sádicas olas de fotones.
De un momento a otro, el lugar estaba siendo devorado. En segundos todo sería reducido a cenizas, intenté correr para no morir incinerado pero el calor había desbaratado mis piernas, ambas tenían una consistencia pegajosa y maleable, tenía bestiales quemaduras en mis muslos, en los tobillos, en las rodillas, brazos, mejillas; estaba acabado.
A lo lejos se apreciaban las dunas ardiendo a causa del bestial calor, otras más ya estaban reducidas a simples cenizas, en algunos lugares se alcanzaban a ver destellos color carmín, el horizonte estaba cubierto por feroces llamas. Una densa nube de humo negro empezó a sustituir la nítida blancura del cielo, todo estaba ardiendo, colores rojizos y grisáceos resplandecían por todos lados.
A medida que el fuego avanzaba, espontáneamente comenzaron a brotar gritos desgarradores de las profundidades de las dunas, bramidos de dolor y muerte, pequeños charcos de sangre pintaban las hojas secas de un intenso color púrpura. Hasta ese momento me di cuenta que había personas ocultas en las profundidades de las dunas, debajo había toda una compleja comunidad con una población de cientos de personas, vivían como inmundos topos, quizá llegaron mucho antes que yo. Se mantenían ocultos durante el día, por el brutal calor, y por las noches salían a cazar; hoy sería su último día con vida.
Cientos de cuerpos ardían en llamas, bailaban sobre brasas volcánicas, se retorcían, algunos se revolcaban en el suelo mientras que otros corrían en círculos, eran los círculos más inhumanos que había visto.
Un centenar de personas estaban siendo incineradas al rojo vivo, sin piedad, este lugar pasó de ser un espacio solitario a un brutal fogón, poco a poco los olores a carne calcinada empezaron a apestar todo el sitio, sin saber cómo y por qué, todo estaban ardiendo implacablemente, los bestiales gritos de dolor y el aroma de la carne calcinada dominaban el lugar.
Por un momento pensé que estaba inmerso en un campo de pruebas nucleares en lo más profundo de Asia o quizá Nuevo México, posiblemente la causa de todo era una detonación nuclear, sin embargo, a estas alturas ya no tenía caso averiguar dónde estaba ni mucho menos la causa de la destrucción.
Una luz de color rojo volcánico comenzó a cubrir el lugar, avanzaba rápidamente mientras calcinaba todo a su paso, el sol se expandía violentamente, en ese momento supe que todo sería devorado, era el final; sentí como mi cuerpo se desintegró.
***
Mientras Alex fumaba su habitual cigarrillo escuchó unos microscópicos gritos que provenían del interior de éste, el tabaco ardía al rojo vivo. Se detuvo en la segunda fumada, miró suspicazmente su pequeño cigarrillo (ya casi extinto), los microscópicos lamentos continuaban tétricamente, en seguida, le dio una última y profunda fumada, casi se quemó los labios, tiró la colilla al pavimento, con los pequeños cuerpos calcinados dentro, y la pisó.
Sacó, de su pequeña y cuadrada bolsa derecha de su camisa de cuadros, una cajetilla de cigarrillos Lucky Strike, encendió otro y continúo caminando.


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