Por: Henry Castellanos
|
Cabeza de san Juan Bautista. José de Ribera. 1644. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid. |
Le sopla al oído y le comenta lo mal que está,
le dice que lo arregle o que no hay solución alguna, pero sólo él le escucha y
sólo él le comprende, así es la vida de los entes reales y su relación con los
otros.
Esta es parte de la historia de Aurelio, una
parte corta y que sólo yo sé, porque fui el único que supo de su aparente esquizofrenia
y de su relación con quien quise llamar el otro.
Aurelio, un tipo de 21 años y cursante de una carrera en artes y filosofía, era un hombre apuesto y bastante raudo dentro de sus propios gustos y de lo que él denominaba las actividades, las que de alguna forma dieron sentido a una vida centrada en captar y comprender todo tipo de arte, pero sobre todo en saber criticarlo.
Pero no es su vida lo que pretendo contarles, sino su estrecha relación con aquel: el otro.
Aurelio, un tipo de 21 años y cursante de una carrera en artes y filosofía, era un hombre apuesto y bastante raudo dentro de sus propios gustos y de lo que él denominaba las actividades, las que de alguna forma dieron sentido a una vida centrada en captar y comprender todo tipo de arte, pero sobre todo en saber criticarlo.
Pero no es su vida lo que pretendo contarles, sino su estrecha relación con aquel: el otro.
Allá afuera hacía un día gris. Lo recuerdo
porque Aurelio me llama por la mañana y logra espantarme el sueño que tenía con
aquella chica de idiomas extranjeros, a la cual no decido acercarme por pura
timidez. Ya una vez despierto y emberracado con Aurelio por llamar tan
temprano, decido contestarle y en mi mente le digo que espero que sea
importante. Antes de hablar logra gritarme que no sabe qué hacer, que por tanto lo vaya a ver para tomarnos un café y fumarnos un cigarrillo. Que lo que
tiene por decirme es serio.
Comprendí que era algo importante, pues Aurelio es una persona que no fuma a menos que la ocasión lo amerite; y ameritar quiere decir suponer una tragedia en mente de ambos, y fumar comprende que lo que se tiene que hablar es serio.
Me dirigí entonces adonde el tipo que vende café y cigarrillos en la calle Tumbacuatro —que a propósito recibió dicho nombre desde 1862, cuando ocurrió el suceso del caballo árabe del ciudadano alemán de apellido Sundheim, y que según el padre Pedro Revollo en sus Memorias, se llamó así por un chalán que apostó que su caballo no se dejaba montar por ninguna persona que no fuera él. Y en efecto, cuatro hombres fueron derribados por el caballo—. Una vez ahí, Aurelio apareció con una cara de tranquilidad muy extraña, pidió su café sin azúcar —como de costumbre— y además una jovencita de falda marrón, que es como le llamaba al cigarrillo. Le ofrecí fuego y, acercando su cara a mis manos y su cigarrillo a mi encendedor, dijo entonces muy sonriente, con la jovencita de falda marrón entre sus labios: —tengo esquizofrenia, amigo.
Yo no supe cómo reaccionar. La verdad, fue como si jamás hubiese escuchado palabra alguna salir de su boca, así que opté por retirar el fuego y acercarlo a mi cigarrillo sin más.
Comprendí que era algo importante, pues Aurelio es una persona que no fuma a menos que la ocasión lo amerite; y ameritar quiere decir suponer una tragedia en mente de ambos, y fumar comprende que lo que se tiene que hablar es serio.
Me dirigí entonces adonde el tipo que vende café y cigarrillos en la calle Tumbacuatro —que a propósito recibió dicho nombre desde 1862, cuando ocurrió el suceso del caballo árabe del ciudadano alemán de apellido Sundheim, y que según el padre Pedro Revollo en sus Memorias, se llamó así por un chalán que apostó que su caballo no se dejaba montar por ninguna persona que no fuera él. Y en efecto, cuatro hombres fueron derribados por el caballo—. Una vez ahí, Aurelio apareció con una cara de tranquilidad muy extraña, pidió su café sin azúcar —como de costumbre— y además una jovencita de falda marrón, que es como le llamaba al cigarrillo. Le ofrecí fuego y, acercando su cara a mis manos y su cigarrillo a mi encendedor, dijo entonces muy sonriente, con la jovencita de falda marrón entre sus labios: —tengo esquizofrenia, amigo.
Yo no supe cómo reaccionar. La verdad, fue como si jamás hubiese escuchado palabra alguna salir de su boca, así que opté por retirar el fuego y acercarlo a mi cigarrillo sin más.
— ¡Que no me escuchaste! —dijo parpadeando
lentamente, como pensando a la velocidad con que el humo bailaba con el viento
justo en frente de su rostro.
— ¡Que no me escuchaste! —repitió, mientras yo tranquilamente respondía negativamente a lo que me decía.
— ¡Que padezco esquizofrenia, dice un papel que me entregaron en la clínica! —gritó algo desesperado.
No tuve de otra que desenfundar una carcajada, aunque a decir verdad no entiendo el porqué, pues Aurelio jamás bromeaba —al menos no que yo recuerde— y su rostro seguía mostrándose apaciguo.
— ¡No jodas, Aurelio! —exclamé con la sonrisa que aún iba quedando en mi rostro por la carcajada.
— ¡Aprendiste a hacer bromas de mal gusto! —seguí diciéndole mientras sostenía el pequeño vaso desechable entre mis dedos.
Entonces lo observé al rostro y me di cuenta que en él no había rastros de que fuese una broma; y si lo era, ¡por Dios, que era muy buen actor!
— ¡Que no me escuchaste! —repitió, mientras yo tranquilamente respondía negativamente a lo que me decía.
— ¡Que padezco esquizofrenia, dice un papel que me entregaron en la clínica! —gritó algo desesperado.
No tuve de otra que desenfundar una carcajada, aunque a decir verdad no entiendo el porqué, pues Aurelio jamás bromeaba —al menos no que yo recuerde— y su rostro seguía mostrándose apaciguo.
— ¡No jodas, Aurelio! —exclamé con la sonrisa que aún iba quedando en mi rostro por la carcajada.
— ¡Aprendiste a hacer bromas de mal gusto! —seguí diciéndole mientras sostenía el pequeño vaso desechable entre mis dedos.
Entonces lo observé al rostro y me di cuenta que en él no había rastros de que fuese una broma; y si lo era, ¡por Dios, que era muy buen actor!
A medida
que se enfriaba el café y el viento se fumaba el cigarrillo por mí, fui
convenciéndome poco a poco de que Aurelio hablaba en serio y, una vez llegado al
punto en que lo que creía una broma se tornaba del color del cielo en esta
mañana de sábado, no quedó de otra que volver a sonreír y preguntarle qué
pensaba de ello. Con su rostro aún fresco por la fría mañana que
tanto nos gustaba, me contestó que como le había dicho el
médico: que era posible que escuchara voces en su cabeza alguna vez, pero que finalmente no era tan malo en tanto que por fin iba a dejar de sentirse
tan solo como el chico de los espaguetis de uno de los varios cuentos
japoneses que había leído en mañanas anteriores.
Su tranquilidad hizo que yo no diera tanta
trascendencia a lo que me contaba, por lo que lo único que hice fue invitarle otro
cigarrillo para disfrutar de la lluvia que se avecinaba y que sería recibida
agradablemente por nuestras cabezas. Porque en una ciudad tan calurosa, una
mañana así es un enorme placer para el cuerpo y los ánimos.
¡Ahhh, mi amigo Aurelio! Un hombre tan brillante como noble. Como no recordar esta conversación, si fue la última que tuve con él. Tan corta como esta historia y la única que merece la pena destacar, porque representa una síntesis de lo que era él: un tipo serio y divertido a la vez. Descomplicado pero también bastante lógico, creía que la vida era un juego perdido, así
que la jugaba torpemente y sin querer salir victorioso.
Lo último que supe de él fue gracias a la llamada de Paula, una amiga que teníamos en común. Me comentó que un día Aurelio la llamó riendo porque el otro le
pidió recrear el castigo para los suicidas del cual habla Dante en su Divina Comedia, pero en la versión que a él le hubiese gustado que fuese; porque supe que reescribió ese y otros castigos muy a su gusto y parecer. Supongo
entonces que la viga que sostenía el techo de su casa representaba el árbol en el cual se convertía el alma del suicida; y su tormento, ver que su
propio cuerpo pendía de las ramas. Sin duda, está posible interpretación se convirtió en una de las razones que me
llevaron más adelante a releer una y otra vez el citado texto de Dante
Semanas después solo yo me enteré que Aurelio no
sufría de esquizofrenia alguna; que jamás existió un papel en donde algún especialista lo
declarara con alguna enfermedad mental; que había acabado con su vida por
tristeza, y que el otro era la voz de aquel a quien extrañaba. El otro, un recuerdo que nos persiguió
a todos y que escribió el final de Aurelio. ¿Final? No, tal vez debería decir inicio, pues Aurelio fue el precursor, testigo y confesor por excelencia del patíbulo que se avecinaba para cada uno de nosotros.
Con la duda a bordo supuse dos cosas. La primera: que Aurelio sólo
necesitaba una razón para no sentirse mal, así que creyó su propia mentira
y por consecuencia necesitaba hacérsela creer a otros. A mí por ejemplo, pues con toda calma y sin afán de que me preocupara me transmitió a su otro, el que a partir de entonces
también me habla al oído; y la segunda, que Aurelio
en efecto se sentía como el chico de los espaguetis de aquel cuento japonés que me
mencionó alguna vez...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario