Por: Henry Castellanos
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Edward Hopper - Digresión filosófica (1959) |
Mi habitación consta de un espacio en blanco, una cama, un cajón, algo en forma cilíndrica donde pongo mi ropa sucia, una guitarra, un par de cajas de zapatos donde guardo pequeñas cosas, y recuerdos en cada rincón del espacio que llamo habitación.
En una de esas cajas está tu cepillo del cabello que olvidaste debajo de mi cama —no tengo idea cómo terminó allí—, un tinte para el pelo que me diste a guardar y una foto de los dos que fue tomada en una de las tantas fiestas de tu hermana.
Olvidaste una moneda de cincuenta pesos colombianos y, también, dejaste cenizas de cigarrillo en el borde de la ventana.
En forma de confesión, te digo que ya no asesino a las cucarachas de mi casa, pues me recuerdan tus gritos en plena noche cuando las veías y me hacen imaginar que estás aquí… así que corro a socorrerte —allí es cuando más dueles—.
Me muero lentamente como los zancudos cuando les aplicas insecticidas, a paso lento para lograrlo —porque pienso que lo merezco— me lleno los pulmones con humo de tus recuerdos y los suelto lentamente en mi habitación. Aún no logro morir de ellos.
Camino más seguido por las calles que recorríamos para tomar el autobús o el transporte masivo, y es impresionante cómo mi memoria guardó algunas grietas del suelo que pisaba y observaba al caminar. Allí es cuando recuerdo que cambiabas tus pasos para ir en sincronización con los míos. Pero no lloro, amor mío. No lloro. Me mantengo con los ojos secos, porque pienso que podrían funcionar como las plantas, y si no los riego quizá se marchiten algún día.
Ahora sí paso la avena por el colador como a ti te gustaba y he dejado de consumir tanta azúcar y grasa aunque me cueste.
Sonrió menos, pero creo que no es tan malo.
Sigo pensando que me gusta la soledad, aunque estoy seguro que era mejor cuando sabía que había alguien para ahuyentarla. Pero supongo que eso jamás lo tuve en cuenta.
Intento morir a diario, pero no se me da. Quizá sea porque mi vida no es mía, te la obsequié en aquella tarde soleada. De tal manera que si la sigues conservando, no me puedo morir.
Sigo fumando en la azotea por las noches y, mientras miro al cielo, recuerdo tus planes de obsequiarme una cámara fotográfica para capturar el firmamento.
Aún, mis amigos, me siguen preguntando por ti. No sé qué más decirles, así que sólo los ignoro y cambio el tema.
Extraño verte desnuda, tan fresca como si ese fuese tu atuendo casual. Con las tetas en el aire llenas de felicidad, como si manifestaran su alegría porque por fin están libres del sostén.
«Muérete de una vez», me repito una y otra vez, mas no sé si lo digo a tus recuerdos o a mí. Pero da igual, el resultado sería el mismo.
Quiero decir que no importa a dónde me lleva la vida o la muerte, yo seguiré hablando de ti como si fueses parte de mi presente, con la gran culpa en el corazón de que te fuiste porque mis acciones así lo provocaron. «Ahora yo no sé si vas a poder leer esta carta, pero igual siento como una necesidad de decirte que yo contigo he sido más feliz de lo que los libros dicen que se puede».
Bello, podría sonar mejor cambiando algunas oraciones; pero en sí, la lectura toca (o al menos a mí me ha tocado, porque he sentido que el que hablaba era yo).
ResponderBorrarSaludos.
"...Pero da igual, el resultado sería el mismo." Hasta aquí debió de haber terminado la historia, para orgasmearme.
ResponderBorrarFelicidades, me agrada. :)