sábado, 28 de mayo de 2016

Literatura: El despertar (cuento)

Por Felipe Castillo:

— ¡Se los advertí maldita sea! —grito mientras me adentro en el pasillo que da a la sala de urgencias.
 Observo las siluetas de los cadáveres destazados sobre el suelo, las luces de las bombillas no paran de parpadear y percibo el olor húmedo y penetrante de la sangre. Las paredes están manchadas con gotas sanguinolentas. Me  doy  cuenta de  que, a pesar de mi encierro, de haber permanecido en vilo durante tanto tiempo esperando salir al exterior, ¡me encuentro con  el horrible  descubrimiento de que todos han sido infectados!
Inspecciono cada una de las salas y descubro a una infectada sollozante acurrucada bajo un escritorio, lo último que veo de ella es cómo levanta los brazos, antes de que le estallen los sesos en mil pedazos por causa del proyectil de mi escopeta,  ¡debieron haberme escuchado!  le grito al cuerpo sangrante tendido en el suelo y sigo mi camino.
El corredor es un amasijo de pólvora, sangre y cuerpos mutilados; a lo lejos puedo divisar a otro infectado arrastrándose por los azulejos relucientes del pasillo; una estela carmesí me señala el camino que ha recorrido, y mientras repta, la mancha se alarga tras sí con cada impulso; le doy alcance y lo sujeto por el cuello de su camisa sucia, puedo observar una oquedad sangrante en su estómago, posiblemente una herida de bala de mi escopeta. Por su uniforme deduzco que es uno de los guardias del hospital, de uno de ellos había cogido el arma cuando salí de mi habitación, luego de liberarme del infectado que me mantenía sujeto a la camilla en la que desperté. Las drogas que me habían suministrado aún me atontaban, pero su efecto era cada vez más débil. De su boca sale un gemido ahogado y se aferra con fuerza a mi brazo; le disparo en la cabeza, la cual explota manchando mi bata de sangre brumosa; y sigo mi camino -no sin antes coger los cartuchos de escopeta que había en su cinturón-. La sala de urgencias es mi destino, allí se ocultan la mayoría de  los infectados. Pude verlos correr hacia allá luego de acabar con dos de ellos en la sala de recepción.
Había mucho mobiliario y papeles desparramados en el piso de cada una de las habitaciones y, ante la entrada a la sala de partos, donde el pasillo se bifurca, me encuentro a dos infectadas muertas con el estómago hinchado sobre un charco de sangre, —Fue lo único que pude hacer por ustedes —les digo— ¡si tan solo me hubieran prestado atención! Doblo a la derecha, en la esquina del pasillo y me encuentro con el enorme cartel de letras rojas: “sala de urgencias”. La entrada esta atrancada con sillas y un enorme candado sujeta la cerradura. Tras los cristales de la enorme puerta doble puedo observar sombras que se mueven sin cesar. Allí están; oigo unos murmullos y disparo a uno de los cristales, el vidrio estalla violentamente fragmentándose en numerosas esquirlas transparentes, las cuales caen como metralla y las sombras desaparecen huyendo.
El  viento frío se filtra por la ventana y puedo observar la noche, afuera las calles están congestionadas por una gran cantidad de autos que rodean el hospital, la mayoría con esa intermitente luz roja y azul que tanto me molesta. El ulular de las  sirenas impregna el ambiente y me acerco a la ventana para mirar mejor lo que pasa: un numeroso grupo de infectados se dirige a la entrada, mientras otros se apostan tras los coches, el pánico y la ira se apoderan de mí mientras me giro hacia la puerta, son demasiados... «Demasiados  o no, no me atraparán de nuevo» me digo. Disparo al candado, el cual salta hecho pedazos; remuevo los obstáculos y entro en la sala. La  oscuridad lo inunda todo, de las habitaciones salen leves susurros, pero a cada paso que doy oigo cómo se apagan para dar paso a gemidos ahogados. Registro las salas sin encontrar rastros, pero los lloriqueos de los niños les delatan; al final del recinto, en la más profunda oscuridad vislumbro otra puerta, la habitación no podría ser otra cosa más que un pequeño almacén de medicamentos. A la distancia puedo escuchar cómo derriban las puertas de la entrada, y  los ecos frenéticos de los pasos inundan el corredor. «Se me acaba el tiempo» pienso mientras avanzo en las tinieblas. Sonrío y me acerco con presteza a la habitación.
— ¡No volverán a encerrarme! —grito a la oscuridad. — ¡Antes de irme me llevaré a la mayoría de infectados conmigo!
Pateo la puerta, las bisagras saltan y allí están ellos, acurrucados y asustados; puedo contar doce, hombres, mujeres y niños, todos con ojos vacunos y asustados, abiertos de par en par.

— Debieron haberme escuchado —digo mientras apunto a la cabeza de uno de los niños  más pequeños.

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