Por:
Luis Alejandro Ortiz
No habían pasado dos meses
desde tu muerte, abuela, cuando el abuelo me pidió ir a recoger las cosas que
un día habían dejado en una vieja casona al centro de la ciudad, y que hasta
entonces yo creía deshabitada.
Las razones de haber vivido
ahí, me contaba mi abuelo, habían sido por una inundación que se registró en la
ciudad allá por los años 30, cuando una mujer, cuyo nombre no recordaba, les
había propuesto refugiarse tras aquellas fortísimas paredes de cantera.
Ignoré, aunque no por menos
interesante, lo siguiente que mi abuelo me contó. Alegaba cosas misteriosas de
la casa, pero mi mente estaba ocupada precisamente imaginándose aquello. Sólo
sé que al final dijo –más como una advertencia- algo de una escalera.
— ¿Lo entendiste bien?
—Sí, abuelo, yo iré a esa
casa, pero ¿la señora aún recordará a la abuela? Digo, han pasado tantos años…
—Que yo no recuerde las
cosas no quiere decir que a todos les pase. Además, hasta fotos de tu abuela
tiene.
— ¿Tanto?
—Prometimos volver algún
día, pero las cosas eran en su mayoría tiliches. No podíamos recoger sólo lo
bueno. Mejor que los guardara la mujer que sí tenía espacio.
—Iré.
Y fui.
Una vez en la casona, no
hubo nada interesante salvo que el limpio y oscuro interior de la casa
contrastaba con la vieja y desgastada fachada por ambos lados de la esquina. La
anciana (no menos misteriosa que la casa) salió, como lo previsto, y mientras
el mozo —si es que ése era su puesto— empacaba tus cosas, ella me
había invitado a cenar.
Era alta, apenas encorvada por la edad. Sus
piernas parecían débiles, al contrario de sus brazos, y en su rostro relucían
un par de mejillas rojizas y una nariz pequeña. Sus cenizos cabellos me
recordaban a los tuyos el día de tu sepulcro. Pero tú no estabas tan
arrugada...¿O sí? En fin. Aún no estaba lista la cena cuando el mozo había
empacado y había dejado las cajas junto a la escalera.
—Pues ya te digo, cariño,
aquí nos quedamos. No teníamos otra opción. El gobierno estaba esperando que
pusiéramos un pie afuera para quitarnos la casa. No se lo iba a permitir. En
fin, ésa es otra historia. Por otro lado, yo quería mucho a tu abuela.
—Me han dicho que me parezco
a ella.
—Mmmh… no se me hace. Pero
las dos están igual de bonitas. ¿De dónde dices que eres?
—De aquí mismo… ¿Y usted?
—De España… ¿Cuántos años
dices tener?
— ¿Yo? Mmmh, 28… ¿Y usted?
— ¿Yo? Ochenta y tantos.
Y entre las dos nos
agarramos a preguntazos. Yo le respondía y le preguntaba lo mismo de manera
sarcástica. Me empezaba a enfadar su insistencia.
—¡Ah! —dije yo, y luego
guardé silencio.
—¿Tu madre vive? —continuó.
Estuve a punto de decir: Sí, ¿Y la suya? pero me contuve. Parecía
que era una jugada para que no le preguntara de vuelta lo mismo.
— ¿Sabe qué? Me tengo que
ir, se hace tarde.
Me levanté indiferente del
comedor y me dirigí a la escalera.
—Bien, cariño, ahí están tus
cosas, Pedro te ayudará con ellas. Me saludas a tu abuela.
—Lo siento, creo haberle
dicho que ya murió.
—Lo sé —dijo la anciana
sonriente.
Y antes de que yo pudiera
hablar, concluyó: “Cuidado con la escalera, querida”. Y me cerró la puerta que
daba al segundo piso.
No veía nada. El ambiente
era oscuro y fresco. La escalera estaba rodeada por dos altas paredes que
llegaban al techo, y la única vela con la que podía tener algo de luz se había
apagado con el portazo de aquella anciana.
Me dispuse a bajar. No había
descendido dos escalones cuando sentí algo detrás de mí. Volteé y no había
nada. Un escalón más. Otra vez. Estaba tan oscuro que ni los escalones podía
ver. No había nadie, el mozo había bajado con todo y maletas, así que aquello
sólo podía ser producto de mi imaginación.
Al bajar unos seis o siete
escalones, y ya casi cuando la escalera giraba hacia la izquierda, escuché el
ulular de un búho. Volteé a todos lados y pude distinguir el blanquísimo
plumaje que apenas contrastaba con aquella oscuridad.
—Lo siento, cariño, no me
dijiste tu nombre —profirió el ave.
Por un momento me quedé de
piedra. Luego me dispuse a bajar con tal velocidad que no recuerdo haber movido
las piernas. Ya sabes, la sensación del momento hace que uno actúe
instintivamente. Por fin llegué al último escalón, pero la puerta frente a él
estaba cerrada. Empujé, golpeé y grité pidiendo ayuda al mozo para que la
abriera del otro lado. Al final escuché que la cadena se movía. Sentí un alivio
momentáneo. Pero creo que mi terror no había sido tal —ni con el búho— como
cuando abrieron la puerta, la puerta de la única escalera de la casa, y vi a la
misma anciana tras ella.
—Cuidado con la escalera,
querida.
Y me cerró la puerta la
cara.
—Esa vieja siempre fue así
—sentenció la abuela, y luego siguieron caminando.
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