viernes, 15 de septiembre de 2017

Literatura: La escalera (Cuento corto)

Por: Luis Alejandro Ortiz




No habían pasado dos meses desde tu muerte, abuela, cuando el abuelo me pidió ir a recoger las cosas que un día habían dejado en una vieja casona al centro de la ciudad, y que hasta entonces yo creía deshabitada.
Las razones de haber vivido ahí, me contaba mi abuelo, habían sido por una inundación que se registró en la ciudad allá por los años 30, cuando una mujer, cuyo nombre no recordaba, les había propuesto refugiarse tras aquellas fortísimas paredes de cantera.
Ignoré, aunque no por menos interesante, lo siguiente que mi abuelo me contó. Alegaba cosas misteriosas de la casa, pero mi mente estaba ocupada precisamente imaginándose aquello. Sólo sé que al final dijo –más como una advertencia- algo de una escalera.
— ¿Lo entendiste bien?
—Sí, abuelo, yo iré a esa casa, pero ¿la señora aún recordará a la abuela? Digo, han pasado tantos años…
—Que yo no recuerde las cosas no quiere decir que a todos les pase. Además, hasta fotos de tu abuela tiene.
— ¿Tanto?
—Prometimos volver algún día, pero las cosas eran en su mayoría tiliches. No podíamos recoger sólo lo bueno. Mejor que los guardara la mujer que sí tenía espacio.
—Iré.
Y fui.
Una vez en la casona, no hubo nada interesante salvo que el limpio y oscuro interior de la casa contrastaba con la vieja y desgastada fachada por ambos lados de la esquina. La anciana (no menos misteriosa que la casa) salió, como lo previsto, y mientras el mozo —si es que ése era su puesto— empacaba tus cosas, ella me había invitado a cenar.
 Era alta, apenas encorvada por la edad. Sus piernas parecían débiles, al contrario de sus brazos, y en su rostro relucían un par de mejillas rojizas y una nariz pequeña. Sus cenizos cabellos me recordaban a los tuyos el día de tu sepulcro. Pero tú no estabas tan arrugada...¿O sí? En fin. Aún no estaba lista la cena cuando el mozo había empacado y había dejado las cajas junto a la escalera.
—Pues ya te digo, cariño, aquí nos quedamos. No teníamos otra opción. El gobierno estaba esperando que pusiéramos un pie afuera para quitarnos la casa. No se lo iba a permitir. En fin, ésa es otra historia. Por otro lado, yo quería mucho a tu abuela.
—Me han dicho que me parezco a ella.
—Mmmh… no se me hace. Pero las dos están igual de bonitas. ¿De dónde dices que eres?
—De aquí mismo… ¿Y usted?
—De España… ¿Cuántos años dices tener?
— ¿Yo? Mmmh, 28… ¿Y usted?
— ¿Yo? Ochenta y tantos.
Y entre las dos nos agarramos a preguntazos. Yo le respondía y le preguntaba lo mismo de manera sarcástica. Me empezaba a enfadar su insistencia.
—¡Ah! —dije yo, y luego guardé silencio.
—¿Tu madre vive? —continuó.
Estuve a punto de decir: Sí, ¿Y la suya? pero me contuve. Parecía que era una jugada para que no le preguntara de vuelta lo mismo.
— ¿Sabe qué? Me tengo que ir, se hace tarde.
Me levanté indiferente del comedor y me dirigí a la escalera.
—Bien, cariño, ahí están tus cosas, Pedro te ayudará con ellas. Me saludas a tu abuela.
—Lo siento, creo haberle dicho que ya murió.
—Lo sé —dijo la anciana sonriente.
Y antes de que yo pudiera hablar, concluyó: “Cuidado con la escalera, querida”. Y me cerró la puerta que daba al segundo piso. 
No veía nada. El ambiente era oscuro y fresco. La escalera estaba rodeada por dos altas paredes que llegaban al techo, y la única vela con la que podía tener algo de luz se había apagado con el portazo de aquella anciana.
Me dispuse a bajar. No había descendido dos escalones cuando sentí algo detrás de mí. Volteé y no había nada. Un escalón más. Otra vez. Estaba tan oscuro que ni los escalones podía ver. No había nadie, el mozo había bajado con todo y maletas, así que aquello sólo podía ser producto de mi imaginación.
Al bajar unos seis o siete escalones, y ya casi cuando la escalera giraba hacia la izquierda, escuché el ulular de un búho. Volteé a todos lados y pude distinguir el blanquísimo plumaje que apenas contrastaba con aquella oscuridad.
—Lo siento, cariño, no me dijiste tu nombre —profirió el ave.
Por un momento me quedé de piedra. Luego me dispuse a bajar con tal velocidad que no recuerdo haber movido las piernas. Ya sabes, la sensación del momento hace que uno actúe instintivamente. Por fin llegué al último escalón, pero la puerta frente a él estaba cerrada. Empujé, golpeé y grité pidiendo ayuda al mozo para que la abriera del otro lado. Al final escuché que la cadena se movía. Sentí un alivio momentáneo. Pero creo que mi terror no había sido tal —ni con el búho— como cuando abrieron la puerta, la puerta de la única escalera de la casa, y vi a la misma anciana tras ella.
—Cuidado con la escalera, querida.
Y me cerró la puerta la cara. 
—Esa vieja siempre fue así —sentenció la abuela, y luego siguieron caminando.


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