Por: Helena Zirot
Te busco.
Con la mirada en medio de la oscuridad,
te busco y digo tu nombre.
En la bruma de la madrugada
encadeno palabras brillantes como luciérnagas
que viven con la esperanza de que,
guiado por ellas,
puedas volver.
En un segundo cierro los ojos,
cierro las puertas,
y contengo el aliento.
En un segundo se abre el mundo,
la luz se parte en dos mitades y entro:
en el fondo estás tú,
con el atardecer en los labios,
y las estrellas danzando alrededor de tu pelo.
El tiempo ya no es tiempo,
no corre porque todo se ha suspendido:
¿no es absurdo que los peces surquen el cielo
y los pájaros naden en el fondo de los arrecifes?
Las palabras se convierten en eslabones sólidos
construyendo puentes,
caminos confiables para llevarte de vuelta
a la tranquilidad de una almohada
en donde habitan todos los sueños,
en los que te extraigo por las noches
como perlas del mar.
Tornasolada presencia,
que desprende el eco de una campana:
que desprende el eco de una campana:
¿qué le ocurre al espacio cuando no lo ocupas?
Sigue la estela dorada que dejas al pasar,
luz que se atraviesa a sí misma,
y se abre paso por los rincones del mundo.
Todo adquiere sentido a partir de este momento:
es ridículo que se hayan librado guerras,
pasado milenios de incertidumbre,
sólo para llegar hasta ti.
Te das la vuelta y caminas,
tu sombra se desvanece en el espacio
y entre mis dedos destejo un puñado de poemas
que no alivian la dulce melancolía.
El reloj avanza de nuevo,
los árboles mecen todas sus hojas
y se despiden con dulzura entre susurros.
En un segundo abro los ojos:
el incendio de mi pecho ha cesado
y miro un rostro,
que no es el tuyo,
devolviéndome la mirada
desde el otro lado del espejo.
Todo brilla a mis espaldas:
peces, pájaros y una suave estela
danzan a la mitad de la habitación.
En un segundo me miro a los ojos:
aquí está todo,
aunque tú,
ya no.
ya no.
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