APTERYX
Por: Norma Barroso
Hoy, después de tantos años, volviste a subirte a un columpio.
El trayecto de la casa a la escuela no era tan largo, pero en aquel entonces, siendo pequeñas, recorrerlo nos daba una peculiar sensación de que se extendía hasta el infinito. Es raro cómo las distancias en metros y en tiempo se modifican, dependiendo del estado de animo del viajero. El regreso era distinto; la piernas parecieran más largas y ágiles, el sendero se acortaba, pero de la misma forma el tiempo aceleraba su andar.
Justo a la mitad del camino, rodeado por algunos árboles y varias bancas de cemento, se encontraba un pequeño parquecito que vibrante nos recibía con sus fantásticas diversiones.
Azul turquesa, rojo sangre, verde pistache, anaranjado, todos los colores plasmados en el metal de los distintos artefactos de entretenimiento, centellando a la luz del sol de medio día.
Los rechinidos de cadenas colgando, láminas de acero siendo pisadas y algunos gritos de jubilo, siempre eran invitaciones abiertas a unirnos a la algarabía del lugar. En el centro de todo se hallaba una fuentecita —la que rara vez hacían funcionar— envuelta en la base con un jardín de rosales de diferentes tonalidades, los cuales solías saquear para calmar tu antojo inusual de pétalos amarillos.
Éste color era tu favorito en aquel entonces. Tratabas de usar todo lo que pudieras con él. Recuerdo que te colocabas un moño enorme, amarillo como el sol, con el cual sostenías tu cabello corto, y tus ojos se iluminaban cuando lo llevabas puesto. Ese color, según yo, te llenaba de esperanza.
Cuando por fin se daba el momento de llegar al parque, las mochilas eran depositadas precipitadamente y olvidadas ahí sobre la arena rojiza por unos veinticinco minutos (que más bien parecían ser sólo cinco). El canto de las aves y las caminatas lentas de algunos adultos que pasaban por ahí, contrastaban con el movimiento y ruido frenético de nosotros, los chiquillos traviesos, que queríamos acabarnos el mundo de puro gusto.
A ti te gustaba primero ir al sube y baja. Tú y Viridiana, procuraban conseguir el mejor: el que no tuviera asientos rotos y que estuviera más limpio. Resultaba gracioso verlas convivir. Parecían dos ratoncillos escurridizos y siempre querían hacer todo juntas. Eran muy unidas, tanto así, que una terminaba las frases de la otra. Viri (como siempre la llamaste) era una niña precoz, hasta cierto punto altanera y extrovertida. Hablaba como una persona mayor y coqueteaba de igual manera. Supongo que algo debió de aprender de su madre —señora joven, muy guapa, sexy y soltera— a la que muchas de las mamás de los compañeros de la escuela envidiaban (y temían) en secreto porque su presencia impregnaba sensualidad en el ambiente y no pocos hombres sucumbían a sus encantos.
Tú, por el contrario, eras una niña mucho más tímida y reservada. Sólo hablabas lo necesario y nunca te gustó llamar mucho la atención. Te sentías muy a gusto a la sombra de Viri y a solas con ella podías ser realmente tú.
En fin, a ambas les encantaba aquel parque y trepar al sube y baja. Cada vez que alguna empujaba con sus piernas hacia arriba, la otra las subía al tubo. Así se daban tremendos sentones al chocar contra el suelo y, la que estaba arriba, se desbalanceaba. Siempre entonces era un reto interesante ver quién de las dos tenía la habilidad de mantenerse en lo alto tras la violenta sacudida.
El pasamanos nunca te gustó mucho, pues no era tan alto y odiabas tener que caer de tan poca altura. Por una razón semejante, tampoco eras muy adepta a la resbaladilla, y, si alguna vez la subías, era para permanecer largo tiempo en la cima y observar el paisaje alrededor. Pero eso tenías que dejarlo para otras ocasiones, cuando no tuvieras la prisa de llegar temprano a casa y cuando no hubiera otros veinte niños molestándote porque ya era su turno de resbalarse hacia los abismos. Cuando esto ocurría, optabas por pararte debajo de ella, justo donde se ubican los tubos paralelos que le dan soporte y equilibrio, extendías tus dos brazos y los sujetabas fuerte. Luego, apoyando los pies en la cara posterior de la resbaladilla, los subías hasta dar una vuelta hacia atrás. Algunas veces preferías quedarte un rato de cabeza —¡las cosas cambiaban tanto!—, pues era como una realidad alterna que te llenaba el cerebro de sangre y te mareaba un poco. Aún hay ocasiones en las que te gustaría poner el mundo de cabeza y cambiar tu perspectiva, pero ahora es difícil, pues ya no tienes esa misma agilidad de antaño.
Como en todo gran evento, el entretenimiento principal era reservado para el último momento. En los instantes finales, antes de tener que marcharse a casa, tú y Viri acaparaban dos columpios. No importaba cómo estuvieran, siempre y cuando se hallaran uno al lado del otro.
Primeramente se sentaban y, con los pies en el suelo, rotaban enredando las cadenas hasta que ya no se podía más. Levantaban entonces los pies del suelo y la fuerza las hacia dar giros interminables en dirección opuesta. Después, se balanceaban paradas o sentadas lo más fuerte que fuera posible. Los columpios parecían querer dar la vuelta completa, se alzaban muy alto y, justo en el segundo en donde alcanzaban el punto más elevado, se soltaban del columpio y se lanzaban hacia al vacío.
Permanecían varios gloriosos segundos suspendidas en el aire antes de que aterrizaran con ambas piernas sobre la arena. Repetían cuantas veces fuera posible la hazaña, llegando cada vez más alto, y siendo la caída cada vez más fuerte y aparatosa. Era una paradoja el que odiaras caer y, al mismo tiempo, te aventuraras a hacer semejante acto. Pero en este caso no era la caída lo que te importaba: lo que tú querías conseguir con todo ello era volar.
Había algunas veces, cuando estabas suspendida en los cielos, que te observaba cuidadosamente y ese instante se encapsulaba en una mágica toma de ti: con los brazos extendidos, el viento en el cabello y, no sabría decir si era producto de mi imaginación, pero juro que casi veía desplegarse de tu espalda un par bellas de alas —amarillas, por supuesto— como a ti te hubiera gustado tenerlas. Entonces te imaginaba rompiendo las nubes en un viaje interminable hacia el norte. Como una migración invertida de un ave muy particular, que se desplazaba no para huir del invierno, sino sólo por el mero gusto de tomar rumbo hacia el azar.
Pero cada vez las leyes de la gravedad te devolvían al piso, como si de pesadas cadenas se tratasen. Aún así seguías intentándolo, pequeña niña con alma de pajarillo, soñando con volar a pesar de tu carencia de alas.
Supongo que esa fue una de las causas de que te acabaras tus rodillas, pues las fuiste lentamente desgastando en tantos aterrizajes, tratando siempre de volar sin éxito; ahora ya no puedes caminar un poco sin que comiencen a dolerte.
Como todo, el periodo de esparcimiento debía concluir. Recogíamos las mochilas y caminábamos el resto del trayecto aún con la adrenalina en las venas, aceleradas, sudorosas y polvorientas, felices. Las actividades en el hogar daban calma y serenidad a tu impulsiva mente. Tareas, quehacer, lecturas, convivir con tus hermanos, te distraían de tus descontrolados deseos de querer irte hacia lo desconocido; pero por las noches, en algunas ocasiones, en algunos sueños, tu alma de pajarillo era libre.
Dejaste de disfrutar ir al parque después de que Viri se fue, pues su madre consiguió un nuevo novio que le puso casa en la playa y tuvieron que mudarse. Las despedidas siempre son difíciles, pero son más difíciles cuando éstas no se dan jamás. Te enteraste por tu madre luego de que Viri faltó varios días a la escuela y comenzaste a averiguar qué era lo que pasaba. Para ti simplemente se desvaneció y ya nunca más la volviste a ver. Todo pasó a ser menos entretenido, pues no tenías con quién darte sentones en el sube y baja ni con quién lanzarte de los columpios. Fuiste perdiendo poco a poco el interés en el parque, aunque en algunas ocasiones todavía pasabas a robar pequeñas rosas amarillas para devorarlas casi enteras.
De tu fantasía de volar no sé muy bien qué paso. ¿Aún lo deseas? ¿Lo has intentado de nuevo? ¿O el sueño se desvaneció por completo, junto con tu cómplice de travesuras?
Quizá jamás podré saberlo con certeza.
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Con el sol en el punto exacto de su ocaso, salimos con dirección al parque que queda cerca de donde habitamos. Nunca vamos a pesar de que nos queda próximo, pues siempre preferimos quedarnos en casa con el pretexto del calor extremo del desierto en que vivimos. Un viento singular sopla y nos alborota el cabello desprovisto de cualquier accesorio. El ambiente huele a nostalgia y los recuerdos chocan descontrolados contra los árboles semisecos que tratan de adornar el paisaje.
Hoy, después de tantos años, volviste a subirte a un columpio. Te sentaste y permaneciste así por un rato, con la mirada perdida en el vacio. Sujetaste sin fuerza las cadenas y empezaste a mecerte suavemente. Flexionabas las rodillas hacia atras y luego las estirabas hacia adelante para darte empuje, pero comenzaron a dolerte y por ello no pudiste hacer que el columpio llegara más alto. Después de un pequeño lapso de tiempo te mareaste demasiado. Te detuviste y levantaste deprisa, te dirigiste a un costado y te encorvaste un poco hacia el suelo. Sin remedio, comenzaste a vomitar profusamente pequeños pétalos amarillos.
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