miércoles, 31 de mayo de 2017

Literatura: Las certezas (relato breve)

Por: Fabián Herllejos


Jesús Villamil - Mascarada (óleo sobre tela, 2015)

     Desde hace un tiempo tengo la fortuna de recibir mensajes vía mail o inbox, de personas que viven en lugares a los que jamás creí que fuese a dar alguna de mis historias. Regularmente respondo esos mensajes, aunque sea tarde, para agradecerle a cada uno el hecho de leerme (que no es poca cosa, considerando que pueden emplear su tiempo en cosas más productivas), pero sobre todo de tomarse la molestia para enviarme ese mensaje. Me siento muy contento de leer, muy al estilo de cada quien, lo que envían a veces sin el interés de obtener una respuesta. Sin embargo, como ya lo he dicho antes, tengo especial terror por los mensajes o por el contacto de viejas amistades que vienen, me abofetean con un salvajismo exagerado, y se marchan sin más.

     Hace unos días, de dos personas que no se conocen, recibí dos mensajes en el inbox que me llamaron mucho la atención. El primero fue de una chica de Guerrero, llamada Marlen, y el segundo de Gonzálo Acero Nampulá, un gran amigo desde la infancia (y pongo su nombre porque la confianza me permite evidenciarlo de tal manera que no le quepa duda de que hablo de él). En el primer mensaje, la chica me decía lo mucho que le gustaba cómo escribía y que seguro tenía a muchas mujeres escribiéndome de cosas, que siguiera escribiendo y que llegaría muy lejos. Le respondí por supuesto: "muchas gracias, te agradezco que me hayas leído y que me atribuyas mensajes que no existen de mujeres que tampoco existen, ojalá me sigas concediendo ese honor, el de leerme. Recibe un fuerte abrazo". El segundo mensaje, el de Gonzálo, mucho más siniestro, decía: "José, amigo, pasan los años, veo tus fotos, has cambiado tanto, lo único que no cambia es esa forma de ir despeinado por la vida. Recibe un abrazo. Ojalá nos veamos pronto. Habría que juntarnos con Sergio para ir por unas cervezas y comer Pizza"; a lo que solo pude responder: "Gonzálo, hijo de las mil putas, ojalá no hubieses escrito ese mensaje. Iremos por cervezas, me embriagaré como vikingo y tú pagarás mi borrachera. Ese es tu castigo por reventarme ahora que, aparentemente, todo era calma. No tenías el derecho de juzgarme el cabello, malnacido. Recibe un abrazo y procura no escribirme nunca más, mi estabilidad emocional te lo agradecería mucho". Enojadísimo, tomé mis cosas y pensé en despejarme un rato. Fui al parque que está a dos cuadras de mi departamento, fumé uno o dos cigarros, o quizá diez, no lo sé, y al cabo de unas horas regresé preocupado a la casa. Toda la tarde estuvo taladrándome en la cabeza el sonido de las risas que la nostalgia trajo con el mensaje de Gonzálo, pero por sobre todas las risas la imagen de Beatrice. Una sonrisa en mutis, su sonrisa y las risas de todos en aquel patio cívico de la prepa, en aquella mañana fría de un lunes, de aquel ordinario 2003.

     Ella era callada y linda, inteligente además. Caminaba regularmente en compañía de una o dos personas por el patio del colegio, a veces sola, y yo, desde el salón de clases, me dedicaba a verla andar con una serenidad que hasta la fecha envidio. Para ese entonces estaba estrenando la primer certeza de todas las que ahora colecciono: la vida es una carrera de obstáculos diseñada para atletas de alto rendimiento, que había comenzado cuando yo apenas comenzaba a calentar, con un Boing en la mano izquierda y una torta de milanesa en la diestra. Ahí estaba ella, a metros de distancia, y ahí estaba yo, escribiéndole las primeras cartas de muchas que jamás envié. Sin saber cómo, ni con qué modus operandi, me enamoré de ella cuando volteó a verme por error, iluminando con dos farolitos el trapo sucio que era mi vida en ese entonces. No puedo asegurar lo que sucedió después conmigo, pero sí lo que pasó con mis días, pues no había uno solo en que no quisiera llegar temprano al colegio, solo para verla pasar con su sudadera gris y sus lentes grandes. Al salir de clases, ir corriendo directamente a la entrada, verla salir igual que como entró: dulce, impoluta, con sus tenis morados de siempre. Insisto: jamás le dije algo sobre lo que sentía, pero ella tarde o temprano lo notó.

     Aún recuerdo aquel veinticinco de abril, eran las diez de la mañana con catorce minutos, cuando me enteré de que ella se iría por un tiempo a otro país. Recuerdo la fecha y la hora porque en ese momento estaba siendo interrogado por el director, por un delito que jamás consideré la gran cosa (había escrito un cuento sobre una mujer con SIDA que había optado por suicidarse sin saber que estaba embarazada, para la clase de lectura y redacción, y la profesora católica radical dijo que esos eran temas del anticristo), cuando entró su secretaria y le dio una lista de nombres que estaban por darse de baja temporal. Mi corazón se partió en tres cuando mencionaron su nombre, Be-a-tri-ce-Ru-sso estaba por irse de mi vida. El director de la escuela vio mi rostro marginal y supongo que debió pensar cuán arrepentido estaba por lo escrito, aunque la verdad era que en esos quince segundos de intervención de su secretaria me pudrí por dentro ante la apocalíptica noticia. El castigo fue ejemplar: la profesora sabía que me macrocagaban los sentimentalismos de tres pesos, entonces sugirió que, para enmendar mi error, debía intervenir en la ceremonia cívica del siguiente lunes, con un texto de mi autoría que hablase del amor y de la aceptación de uno mismo ante las circunstancias más difíciles de la vida, para contrarrestar todo lo escrito con el cuento anterior. No sabían lo que les esperaba.

     Preparé un texto y puse lo mejor de mí, que es poco. Escribí con la verdad, con entusiasmo, con la paciencia con la que un kamikaze vuela durante horas y con el honor que demuestra al reventarse contra el enemigo. No tenía otra cosa fija en la mente, solo sus ojos y su sonrisa. El lunes veintiocho llegó nerviosamente, con el tiempo corriendo como Usain Bolt, y mis manos sudando como político compareciendo. Solo de un detalle me olvidé: de peinarme. Al llegar a la escuela, todos los de mi salón estaban listos para escuchar un cuento. Al parecer el castigo había provocado morbo y las expectativas estaban a flor de piel. El rictus comenzó: saludos a la bandera, el himno nacional, las efemérides, la escolta, "Y ahora, un compañero suyo les va a declamar 'unas bonitas poesías' que han salido de su pecho de ruiseñor, esperando que les encante muchoooo. Aunque no se haya peinado el compadrito", dijo el maestro de ceremonia, un imbécil que se creía Steve Jobs por impartir la clase de computo. Todos en el patio cívico comenzaron a reír.

     Aquel día, en el patio de la escuela, importándome un carajo el cabello y todo lo que pudiese pasar, tuve la segunda certeza de mi vida: debía decirlo todo antes de que ella se marchase. Debía saber que me moría por ella y que no tenía otro pretexto, para ser una mejor persona, que ella. En la ceremonia cívica, aún con las risas de todos mis compañeros, volteé a ver al maestro de ceremonia y contesté: "Gracias profesor, pero ni compadres, ni ruiseñor". Me detuve un momento y comencé la lectura. Aún recuerdo, como si fuese Funes, las palabras en esa intervención:
"Ella: Beatrice, tiene dos gatos de color Van Gogh en los ojos, golondrinas en los dedos y trocitos de Dios en la sonrisa. Permítanme presentarme: soy Fabian, el que se muere por una sonrisa suya. Déjenme contarles cómo es que el mar entra por mis pupilas a través de ella y hace que todos los días en que no la veo sean un naufragio de peces con autismo. Esta es mi sentencia, la bandera de mi patria, mi corazón parchado con su nombre en otro lado, cuatro balazos torpes que me han dado en la pierna desde que la conozco. Aquí, frente a todos ustedes, muchachos, pensando en que no rindan honores a la bandera, sino a ella y a todo esto que me estoy atreviendo a decirle desde este micrófono, confieso que vengo dispuesto a envenenar a quien le haga daño.
Hoy vengo a ser honesto con ustedes, pero sobre todo con ella. Estoy enamorado, y con el enamoramiento vienen temores. Llevo sobre mis hombros la culpa de no ser lo suficiente, el miedo irrestricto a caer y a rasparme las rodillas. Cuán difícil es tener toda esta imperfección despertándome por las mañanas, deseando ser un francés, deseando ser mucho más esbelto, más leído, más interesante, tal vez un poco menos de todo lo que soy, Beatrice. Si algo habrá de suceder hoy, estoy seguro que será lo más hermoso del mundo o será la peor de las miserias, pero algo habrá de suceder. No vengo a excusarme de todo lo que no soy, vengo a decirte todo lo que sí, vengo a compartirte las dos certezas que tengo de la vida, vengo a depositarme en tus manos, ya sabrás qué hacer después. Si no anduviera por la vida como un perro persiguiendo autos, quizá tendría todo el valor del mundo para siquiera dirigirte la palabra, pero este es mi presente, esto es lo que soy, y debo hacerlo desde ya, antes de que te marches, porque el amor es así, es inoportuno, no tiene prisas y 'lo que no tiene prisa se demora en alcanzarte'. Hay tantas cosas, en eso que todos llaman cariño, que no comprendo pero esa ya no forma parte de mis culpas. En fin, Beatrice, muchachos, eso es todo. Sigan homenajeando este momento, es una orden".
     Entonces me retiran el micrófono y me llevan de nueva cuenta a la dirección. En el trayecto, Carlos Reynoso me gritó a lo lejos: "¡ella ya no viene, hoy se va!". Entonces, un sabor amargo bajó por mi garganta y me limité a quedarme callado. El director ajustó lo necesario para expulsarme, alegando que era una falta grave en una ceremonia cívica, y yo me quedé callado. Salí de la dirección con papeles en mano, me dirigí al salón para recoger mis cosas. Entonces ya no había más. Me senté en una banca cabizbajo, mirando el suelo y pensé entonces en ella.

     Con el tiempo, me enteré que una compañera suya le había contado lo que sentía por ella; y cuando lo supe, decidí guardar distancia. No por mí, sino por Beatrice; intentando respetar lo más que se pudiera su timidez. No merecía que la molestaran o la hicieran sentir incómoda por culpa de un cabrón como yo. Ahora que lo pienso, Marlen y Gonzálo me regalaron sin saber una certeza más: los encuentros más significativos de la vida, son los que uno tiene con la nostalgia. Nada hubiese ocurrido de no voltear a verla por la ventana y jamás haberle visto los ojos, pero pasó y me quedé encantado hasta el día de hoy. Uno espera que la vida, en algún momento, sea justa y nos devuelva ciertas emociones inocentes; como una especie de ofrenda hacia todo eso que hemos dejado de ser. Admito que, si ando despeinado por el mundo, es porque le rindo tributo a cada una de las sonrisas de Beatrice; más no porque sea un descuidado o un vagabundo. Aprendí, desde que la vi por primera vez, a ser un poco menos extrovertido y a ir más cauto con mis opiniones. Intento ser una mejor persona por si alguna vez me la encuentro en la calle y el saludo resulta inevitable. Me siento mal por el mensaje que le envié a Gonzálo y pienso en darle una disculpa, pero también pienso en todo este malestar que ha traído consigo su comentario y creo que es mejor que él se sienta mal y se preste para invitarme unas cervezas. Hoy ya nada importa, solo la espera de volver a verla.


    Hoy me siento a escribir un poco, como para apartarme de todas las broncas en las que estoy sumergido, y pienso en los problemas que pasaba en aquel tiempo. La pienso y la extraño, como un niño que ha volado su balón favorito y ha caído en el patio de una casa deshabitada. Ese lunes había muerto un escritor de los pesados y se volvió una noticia tremenda. No sabía cómo sentirme, estaba en una banca cabizbajo, mirando al suelo y pensé entonces en ella. Mi mochila a mi lado y sobre ésta mis papeles de expulsión. Entonces me tocaron el hombro y vi que unos tenis morados se pararon frente a mí, pero no levanté la mirada. Luego, una voz dulce y serena que irrumpió en el silencio me preguntó: "¿Qué tienes? ¿Estás bien?". Mi corazón palpitó a una velocidad ultrasónica, pero no pude levantar la mirada. Sólo respondí: "Sí, estoy bien. Es solo que hoy murió Roberto Bolaño". La voz dijo: "Todo estará bien. Pronta resignación". Entonces retiró la mano de mi hombro y los zapatos morados se fueron. Seguí sin levantar la cabeza, esta vez con lágrimas en los ojos.


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