lunes, 29 de mayo de 2017

Literatura: Duendes traviesos (cuento)

Por: Damayanti Zepeda
Flowers and boys (1955), Lee Jung-seob 
Dormía afligido por la incertidumbre de sus elecciones diurnas y se despertaba ciertamente exhausto. Todas las noches una pesadilla macabra se apoderaba de su sueño, jadeaba y gemía, hasta que la alarma sonaba. Finalizaba un suplicio, empezaba otro.

Se levantaba de la cama, siempre del lado izquierdo y buscaba sus pantuflas, los duendes siempre las escondían. Resignado a andar descalzo, entraba a la cocina y preparaba café negro, los duendes aman el azúcar, esta no la esconden, se la comen. Después se duchaba, solo con agua, los duendes usan el jabón como patines y por toda la casa se ve el rastro de sus “juegos desinfectantes”. Salía todas las mañanas, a eso de las 6:30 a recolectar flores, lirios de campo, crisantemos, narcisos, dalias, lavanda y menta, los duendes aman la menta, cuando se vive con ellos, uno puede quejarse de todo, menos de que tengan mal aliento. Los duendes podían sobrevivir con flores y azúcar e incluso sin probar bocado, siempre esperando a que el alimento ideal llegara.

Regresaba a casa y preparaba el desayuno, en una pequeña hornilla ponía a calentar, a fuego lento, una olla con agua fresca, recolectada del sereno nocturno, los duendes podrían morir de indigestión si toman agua clorada. Una vez que el agua soltaba su primer hervor, vertía en ella casi un kilo de azúcar, para después, con suma delicadeza agregar, en orden alfabético, a las flores recién recolectadas; la menta, no lo olviden, se sirve solo hasta que la mermelada se ha enfriado, créanme, no quieren ver a los duendes enojados.

A las 8:15, una vez finalizado el desayuno, salía de su casa a paso veloz para llegar a tiempo a su trabajo. Era un simple oficinista, su trabajo consistía en teclear, clic, clic, clic, durante 8 horas seguidas. A las 4:30 regresaba a su casa a paso veloz, pasaba siempre a comprar más azúcar y 3 cajas de lenguas de gato, los duendes comían siempre chocolates con esa forma; no barras, no trufas, no chispas, siempre lenguas de gato. Pasada la comida, él y los duendes se ignoraban mutuamente; ninguna de las partes acostumbraba la cena, así que mientras los duendes escondían cosas o hacían destrozos, él salía a caminar con la miraba baja, buscando siempre un trébol de 4 hojas que cambiara su suerte.Nunca lo encontraba. Regresaba por el mismo camino, con la mirada baja, rebuscando, optimista, entre las hierbas y flores silvestres.

A veces, antes de dormir, leía un poema de Baudelaire y repetía la última estrofa, hasta que el sueño lo vencía:
Más de una flor despliega con pesar
Su perfume dulce como un secreto
En las soledades profundas.

A la mañana siguiente, después de la rutina matinal, llegó a su trabajo retrasado, la hornilla se había averiado y repararla le tomó más tiempo del previsto. Pasó desapercibido entre los pasillos y se sentó con sigilo frente a su ordenador. Clic, clic, clic. Más clic, clic, clic. Y luego, levantó la mirada, frente a él se hallaba, inmersa en su cliquear una joven, su nueva colega, supuso. Qué dulce, qué delicada, era como la mermelada de flores, fue entonces cuando entendió el embelesamiento de los duendes al desayunar. Melisa, ese era su nombre, se lo dijo su jefe, para después pedirle que la apoyara en sus labores hasta que se acostumbrara al ritmo de trabajo. Melissa Officinalis, hierba perenne, con un fuerte aroma a limón, utilizada en infusiones como tranquilizante natural, recordó haber leído en un libro de plantas medicinales.Aceptó sin discurrir en las consecuencias, se olvidó por completo de su realidad, inverosímil quizás, pero innegable.

Por las tardes, después de su jornada laboral, iba hasta el escritorio de Melisa y le explicaba, durante casi una hora, el sistema operativo que utilizaba la empresa, sus labores básicas de oficinista, cómo estructurar los archivos solicitados e inclusive un poco de redacción básica. Ella escuchaba atenta, como si le explicara cómo volar hasta la luna sin necesidad de alas.Después caminaban uno al lado del otro, al mismo ritmo, hasta una pequeña cafetería, donde comían juntos; ella siempre ordenaba un panino de jamón y un americano, él siempre ordenaba lo mismo que ella. Charlaban y el tiempo pasaba, sin mirarlos, aburrido de los enamorados que buscan la eternidad ficticia de los cuentos de hadas.

Ella no sabía de los duendes y él se olvidaba continuamente de sus obligaciones para con ellos. Primero descuidó la comida, dejando de comprar lenguas de gato, después se olvidó del desayuno y en vez de hacer mermelada de flores, hacía un ramo colorido y se lo entregaba a Melisa. Solo llegaba a casa para leer a Baudelaire y dormir tranquilamente, sus pesadillas se habían esfumado. Al menos las de sus sueños, los duendes, por otra parte, no se habían quejado ni una sola vez, seguían sus indicaciones, se atenían al plan. Él no se sentía aterrado como en otras ocasiones. Y mentalmente repetía sin cesar otra estrofa de Baudelaire:
¡Para levantar un peso tan abrumador,
Sísifo, sería menester tu coraje!
Un sábado, se levantó de la cama del lado derecho, entró a la cocina y tiró cubos de azúcar sobre el piso, los duendes aparecieron de inmediato, patinando a toda velocidad, esquivaron los muebles y obstáculos con agilidad y recogieron todos los cubos de azúcar confitada. Se sentaron en el suelo y comieron, desesperados, su primer desayuno en días.
Hoy invitaré a alguien a cenar, una chica. No sabe nada de ustedes, no debe verlos, ¿entienden? Hoy es el día… —pero los duendes se limitaron a relamerse sus deditos.

Se duchó con un jabón de miel y avena que había escondido en un cajón, se miró en el espejo mientras se peinaba, no sabía cómo sentirse, ni qué esperar, pero estaba entusiasmado. Hoy es el día, repitió inaudiblemente. Fue hasta la cocina y preparó la cena, pato a la naranja, lo serviría con sidra y de postre un poco de panna cotta y frutillas silvestres. Qué velada les aguardaba.

Melisa llegó con el anochecer, radiante, como queriendo remplazar al sol en su labor de alejar a las tinieblas. Pasaron a la pequeña salita y conversaron, un rato, sobre trivialidades. Después fueron al comedor, también pequeño, y comenzaron a cenar, el pato a la naranja era una delicia, o al menos eso mencionó Melisa, antes de preguntar si podía repetir. Bebieron varias copas de sidra y llegaron al postre y ella, conforme avanzaba la velada, se adormilaba y lanzaba frases inadecuadas.La sidra, si bien es una bebida alcohólica, tiene una baja graduación, no se había embriagado, su desinhibida actuación quizá se debía a las pastillas de morfina que él había molido y disfrazado en la panna cottaDe la Amapola, Papaver Somnieferum, se extrae el opio, una sustancia que contiene la droga narcótica y analgésica llamada morfina, en honor a Morfeo, dios de los sueños, eso versaba, en el libro de plantas medicinales.

Confundida y sin fuerzas, Melisa no opuso resistencia cuando él comenzó a atarla. Ambos pares de extremidades inmovilizados, su boca silenciada con cinta adhesiva, pero sus ojos, no se cerraban ni con el peso del terror que sentía. Él gritaba, ¡la comida ideal nos aguarda, la comida ideal ha llegado! Y los duendes emocionados se acercaban a la escena. Con un cuchillo fino, comenzó a cortar las orejas de Melisa, sus gritos eran ahogados por la cinta, su miedo escapaba por su mirada, reluciente y húmedo. Acercó el cuchillo a los ojos y con mucha delicadeza los extrajo, colocándolos a un lado de las orejas, en un plato de porcelana blanca. Lo mejor para el final, quitó la cinta que se adhería a la boca de Melisa y cortó, deleitándose, los labios añorados, los sostuvo en sus manos y los besó con ternura; ella murió después, poco después o mucho después, no lo sé, después, mientras su alma se destilaba en forma de sangre. Mientras, los duendes habían prendido la hornilla y en la olla, agua fresca del sereno nocturno y casi un kilo de azúcar se convertían en un suave caramelo, él agregó las flores ideales recién recolectadas, en orden alfabético, primero los labios, luego losojos y al final las orejas.Esperaron pacientes a que la mermelada se enfriara para agregar la menta, ya había amanecido. Él y los duendes desayunaron embelesados el alimento ideal. Este rito los mantenía unidos, en paz.

Por la tarde enterraron el cuerpo en el jardín, el alimento ideal solo son los pétalos, nunca el tallo o las hojas. Mientras el día transcurría, los duendes se dedicaron a patinar en la cocina y él a repetir otra estrofa del poema, él siempre adecua lo que piensa con lo que vive:
Lejos de las sepulturas célebres,
Hacia un cementerio aislado,
Mi corazón, cual un tambor enlutado,
Va, tocando marchas fúnebres.

Ya volverán las pesadillas a molestarlo por la noche, después de leer a Baudelaire, dormirá intranquilo y entre gemidos y lamentos visualizará la triste escena, él se acerca dulcemente y besa los labios aún vivos, siempre el mismo sueño, pero hoy no besará a Lila, ni a Iris, ni a Alhelí, ni a Rosa, besará a Melisa, hasta que otra flor ideal se cruce en su camino, como un trébol de cuatro hojas y cambie su suerte y la de los duendes traviesos.

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