Dulce y constante,
la gota horada la bella roca,
suma milenios.
Casi imperceptible sucede,
parsimonioso, calmo,
en silencio.
Magnánimo, eterno, que nada olvida,
no está, parece, y sin embargo,
se vuelve dueño de lo que toca
y lo transforma,
lo mimetiza,
lo disemina o lo enaltece,
otras, lo daña o lo envilece.
Se incrusta dentro, en lo profundo,
a veces duele o trae los miedos
del inframundo.
Nos vibra, grita verdades y no perdona.
Para asumirle y comprenderle,
hubo que hacerle una medida,
y desde entonces se hizo implacable,
rememoró aquel segundo,
el del instante de ser la Nada,
en el principio de la creación.
Nació a la par de las galaxias,
en un vacío que coexistió,
tic tac resuena, lleno de magia,
ríe del humano, de su soberbia,
su egolatría,
porque a su lado somos arena,
mísero polvo que a veces sueña
y se cree estrella,
que se adjudica, impertinente,
hasta el derecho de vida y muerte,
se siente un rey omnipresente,
como si Antares fuese su hermano.
Sabio tan solo se carcajea,
viejo maestro,
sabe perfecto lo que se espera,
porque su nombre,
historia viva, sin falsedad,
observa cómo, dulce y constante,
la gota horada la bella roca.
No importa cuánto se haya medido,
eones, segundos, baktunes, ciclos,
ni si logramos quebrar el átomo,
sembramos flores,
o navegamos con submarinos,
ganamos guerras exacerbados,
pisamos suelo extraterrestre,
o si aplaudimos a Farinelli.
El gran maestro que no perdona
y nada olvida,
siempre solemne, parsimonioso,
con su tic tac,
siembra con calma silente vida,
por donde toca,
una perfecta,
nueva y futura, humanidad.
© Eterno | Erika Cristina Rodríguez Padrón, México 2017
No hay comentarios.:
Publicar un comentario