domingo, 25 de junio de 2017

Literatura: Dos cuentos de sustitutos

Por: Luis Alejandro Ortiz

(Cacophony, de Jolene Lai)

I

¡María, María! María del alma, ¿dónde anda?
Vengo llegando, santo sea Dios, usted cómo es mitotero.
Escuché balazos, María, métase ya. La verdad no tengo tanto miedo de que la maten como de que usted no note que se ha muerto.
¿Qué dice? Exclamó María por puro compromiso, pues sabía que el viejo estaba loco.
Que cuando a uno lo matan no sabe que muere. Como la vida se le va repentinamente, el alma no lo siente, y sigue caminando, como si nada hubiera pasado. Ese es el mayor miedo que los humanos deberían de tener. Métase ya María, no haya sido que ya nos hayamos muerto los dos.
Aunque, pensándolo bien dijo el hombre luego de un rato— ese no debería ser el mayor miedo. Hay uno que es peor. Mire ,María, es bonito despertar un día por la mañana, cuando por la ventana la luz del Sol entra e ilumina al alma, y el aroma del café y el olor de huevos fritos y panes tostados, y mantequilla fresca, tal vez algunas fresas, mermelada, o chocolate... ¡O cualquier cosa! entra al alma de uno, y lo hace saber que existe, aunque las demás personas no lo sepan a plenitud. Precisamente, como no lo saben, tienen su origen los sustitutos, que aprovechan los descuidos provocados por la sed nocturna.
*Sí, uno se despierta con sed a media noche: esa es la advertencia. Una sed inmensa, como si uno nunca hubiera bebido, una sed que uno piensa irremediable.
Descuidadamente, como toda la vida que se lleva, uno retira las sábanas, se endereza, pone los pies sobre la alfombra y procede a dar algunos pasos. Pero lo terrible de la sed nocturna es que, además del descuido que a diario se vive, no lo deja a uno despertar. Imagínese, a ese descuido súmele usted que uno todavía anda en la mitad del mundo de la ensoñación, y medio despierto en la cotidianidad.
*Por lo tanto, en su tercer o cuarto paso, los sustitutos lo atrapan. Le envuelven los tobillos con su cadavérica mano, y luego le sacan el alma. Entonces siente uno cómo cae por un profundo y oscuro abismo, para llegar luego a una habitación con leones de grandes fauces, todos con la peculiaridad de que su garganta termina el mismo lugar: un enorme estómago como infierno de las almas, que se digieren y le son robadas al águila.
¿A quién? ¿Qué dice usted?
Que el cuerpo sigue caminando. Los sustitutos entonces entran, y le roban el pensamiento. Se comen el pensamiento y el alma. El cuerpo sustituido se levanta y hace todo lo que originalmente hacía, y dice y se expresa, y los demás ignoran que en realidad es esa persona. Y sí lo es, porque su metódica y rutinaria vida es igual que siempre, y sus ideas también, si es que algún día las tuvo. Es muy fácil para los sustitutos ingresar así al cuerpo después de haber analizado a su víctima. Es la misma persona, pero no tiene la esencia del nacimiento. Es que esa esencia casi siempre es mínima. Por eso los sustitutos saben lo que hacen.
II
A Leonor le quisieron robar el alma, pero sólo pudieron robarle el cuerpo. Curiosamente fue a mitad del centro, cuando se detenía enfrente de una tienda de telas donde se exponía a un gran maniquí apoyado de frente sobre la vitrina, que cargaba en su brazo izquierdo costosas bolsas de piel, y usaba anillos, collares y pulseras de oro chapado, y ropa que se pregonaba era la última moda. Tenía, además, un gran letrero grapado cuidadosamente en la falda, que indicaba el precio y resaltaba el nombre del diseñador.
¿Es usted Leonor? Preguntó un inexpresivo hombre de traje, pálido y muy delgado, que chocó con ella intencionalmente.
No lo soy.
Se negaba a decir o confirmar su nombre a desconocidos, sobre todo después de la terrible inseguridad que hacía poco se había vivido en la ciudad.
Excelente, entonces sí es usted.
Que no lo soyrepitió asustada.
Sí que lo es, mire, si no se hubiera asustado no sería usted.
El hombre colocó las manos sobre los hombros de la mujer. Leonor quiso correr. Empezó a gritar pero las personas ni siquiera se detenían a mirarla. Poco a poco la calle se vaciaba y desvanecía como una efímera ilusión, y la nieve y la noche se apoderaron del lugar. Muy pronto se encontró sumida en una densa penumbra. Leonor sabía que aquello no era un sueño, pues no soñaba la oscuridad desde aquel día en que se vio a sí misma (desde lejos) caminar a la cocina y servirse un vaso con agua, mientras las manchas del suelo parecían manos y caras horrendas.
Leonor no sabía qué hacer. Los sustitutos le habían arrebatado el alma, pero ésta no se dirigió a las fauces de los leones, sino a aquella especie de limbo. Pronto se dio cuenta de que no respiraba, y que su piel era pálida, fría y estaba haciéndose rígida. Un grito salió con todas las fuerzas que le quedaban. Y su grito fue escuchado.
La ciudad empezó de nuevo a aparecer. La cálida luz del sol le pegaba en el rostro y la hizo sentir alegre, y las personas pasando indiferentes le hicieron figurarse que todo fue producto de un simple pensamiento.
Las campanas de la Catedral marcaban las seis de la tarde, y Leonor tenía que ir por los niños. Quiso caminar, pero no pudo hacerlo. Había un gran vidrio adelante, y su frente chocaba contra él, mientras cargaba en su brazo izquierdo costosas bolsas de piel, y usaba anillos, collares y pulseras de oro chapado, y ropa que se pregonaba era la última moda.  Tenía, además, un gran letrero grapado cuidadosamente en la falda, que indicaba el precio y resaltaba el nombre del diseñador.
Frente a ella había una mujer que la miraba sonriente, y que en cuanto escuchó  la campana de las seis miró su reloj y se dispuso a caminar con prisa.
Los niños susurró.


lunes, 12 de junio de 2017

Poesía: La Sirena

Por: José L. Avendaño



El rumor del mar te llama,
desde tu solio los peces huyen,
tu voz es un trueno en la penumbra,
vives debajo del infinito azul.

Ulisses no se resistió a tu canto;
cada barco zozobra por ti,
cada puerto extraña verte:
mi pulso se agita al escucharte,
apareces con tu azulada piel,
reina del mar, princesa del mundo.

Tu cabellera es rojiza de ocaso
tu mirada una tempestad.
He caído subyugado por ti,
señora del océano,
pero eres fugaz y te has ido.

Seame dada la espera eterna por verte de nuevo.


sábado, 3 de junio de 2017

Literatura: El borroso detalle de las bicicletas (cuento)

Por: Karim Yaver

"Red wheels", by Linda Apple

Hay paradas de autobús en las que uno no desciende jamás, si bien no por ello resultan del todo ajenas. A veces basta tan sólo con ir a bordo de algún otro autobús ―ése sí ajeno― y, desde la ventana, observarlas: detenidas, estáticas, esperando. ¿Esperando por qué, o por quiénes? Pues por otros. Por los que llegan a esperar donde se espera a los autobuses que algunas veces esperan también. Luego todo es bastante absurdo, lo sé, y uno se va quedando dormido. Pero ya entonces la parada de autobús se volvió parte nuestra, y en la duermevela acalorada de la tarde toma la forma de un sueño. Y en este sueño de pronto se ve con más claridad. Y entre los detalles que apenas aparecían borrosos, destaca uno: las bicicletas. Sí, las bicicletas. Pero para entender esto, primero hay que entender la parada: se trata de una especie de montículo de cemento, elevado unos centímetros por sobre la superficie de la avenida, a orillas de la amplia baqueta. Luego, sobre este montículo, hay una especie de banca techada. Pocas veces se alcanza a distinguir bien, de ello que se sospeche que a las bancas las compongan cuatro sitios, incómodos y fríos, en los que es posible posar las nalgas. Algunas paradas lucen más grandes e incluyen al parecer más de una banca, dos o tres. En ocasiones, por un costado, no es raro encontrar pequeños espacios para aparcar bicicletas. Estos incluyen barras o estructuras metálicas ancladas al pavimento a los que se las puede encadenar. No es inusual, tampoco, que haya cerca algún oficial de policía.

Existió hace algún tiempo un famoso director español de cine surrealista llamado Luis Buñuel. Si se intentara con una palabra caracterizar sus películas, sería con algo así como heterogenia. Pero esto no importa mucho; si es de interés, a Buñuel se le puede encontrar por todos lados. Lo que se pretende es poner en contexto, pues uno sigue trepado en el autobús, mirando a través de la ventana medio adormecido. Como sea, el caso es que ese nombre brota de pronto y que uno piensa sin querer que bien podría haberse titulado así alguna de sus películas: El borroso detalle de las bicicletas. Tal vez. La película, de historia breve, no habría contado con un argumento demasiado elaborado, sino que más bien se habría encaminado hacia una progresiva explosión de las imágenes…
Un hombre, sentado en el penúltimo asiento del autobús (ventana, hilera izquierda), en plena tarde, bajo un sol brillante, amarillento y desgarrador, va quedándose dormido al ritmo de ese trote irregular que lo lleva hacia quién-sabe-dónde-no-es-importante-en-esta-historia. Su frente choca y choca levemente contra el cristal opaco de la ventana. Tun, tun, tun, TUN… y nada lo despierta. De pronto la somnolencia es demasiada, y el hastío y la fatiga. Los ojos, abiertos todavía, cada vez menos despiertos, hurtan del exterior ciertas figuras ―pierna una alzada, pierna dos bien firme, pedalea-pedalea, reflejo de sol refulgente sobre refulgente metal enrojecido de bicicleta; cadena, cadena que hace girar, cadena que aguarda, que cuida, que aferra― y las siembran, unas sobre otras, en el pensamiento demolido…
Se trata de un joven que ha llegado caminando a la parada de autobús. No hay nadie. Lo que hay es algo. Una bicicleta de color rojo brillante, aparcada en el lugar establecido para aparcar bicicletas, encadenada a la pequeña estructura metálica dispuesta para encadenarlas. La mira. Con ojos traviesos la mira. Luego se descubre posiblemente observado. A un lado la vista; al otro. No, no hay nadie. Se quita de la espalda la mochila, la coloca en el suelo y la abre. Mete la mano, un poco más, el antebrazo, y algo extrae después. La cierra, se la vuelve a echar a la espalda. Se acerca a la bicicleta y en la cadena de seguridad coloca otro candado. Dos candados ahora. Se aleja unos pocos metros. Un policía, perfecto. Mira detenidamente, oculto tras unos arbustos, esperando con paciencia.
Poco más de una hora después desciende del autobús, en esa misma parada, otro joven.
De nuevo no hay nadie. Con la llave en la mano camina hacia la bicicleta. ¿Un segundo candado? ¡Pero qué…! Con ojos nerviosos contempla la llave en su mano. Se pregunta si podrá abrir ambos candados con ella. El primero cede, sí. El segundo no. ¡Ah! ¿Quién fue el gracioso? Se guarda en el maletín el candado abierto. Intenta de nuevo con la llave. Habrá que forzarlo. Estirar la cadena. No. Sacudirla desesperadamente. Hasta que se acerque el oficial y le pregunte, receloso, que qué está haciendo. Pero no habrá respuesta, no una que lo justifique.
―¡Mi bicicleta!, ¿qué está pasando? ―grita el primer joven, el del segundo candado, que se acerca corriendo. Gran actor.
―¿Es suya? ―le pregunta el oficial, confirmando sus sospechas. El segundo joven se queda mudo.
―Claro que es mía ―le responde―, aquí tengo la llave.
Se la muestra. El segundo joven, arrodillado, con las manos en la masa-cadena, se queda mudo.
―Venga para acá ―dice el oficial, al tiempo que lo detiene del brazo con que sujeta aún la cadena.
―No, no, ¡es mía! ―dice tembloroso.
Mientras, el primer joven, asegurándose de que el oficial lo esté observando, introduce la llave y abre el candado.
―¿Lo ha visto?
Claro que lo vio. Y este muchacho que intentaba robarla.
―Qué bueno que estaba usted aquí. Poco más y me dejan sin bicicleta.
―Pero si es mía, ¡mire!
Los movimientos bruscos no les gustan nada a los policías, dejan siempre amagados contra el piso a los malhechores, la cara contra el pavimento y un hilito de saliva.
―¿Quiere levantar una denuncia?
―No, espero que sea suficiente para él con la vergüenza. Muchas gracias, oficial, haga lo que crea conveniente.
Amable, sonríe, y se retira apresurado, pedaleando, en su nueva bicicleta.
Sí, se salió con la suya. Y la bicicleta es buena, es muy buena. Ay, ¿qué le dirá a sus padres? Algo se le va a ocurrir. Siempre se le ocurre algo. Puede decir que estuvo ahorrando para comprársela. Sí, que estuvo ahorr…
Apenas se va quedando dormido el hombre del penúltimo asiento del autobús, cuando el inesperado frenón que da el chofer logra lo que aquellos leves choques contra la ventana nunca lograron: despertarlo de golpe. TUUUUNNN. Descubre, porque es en el despertar cuando se descubre, que soñó. Un poco, pero soñó. Y si da cuenta de ello es porque siente cómo el sudor helado que le resbala por la frente le va a arrancando trazos delgados de piel. Uno y otro, como zanahoria pelada.  Luego entiende que, a pesar de estarse desgarrando, es necesario cuestionar: ¿por qué frenó así? Carajo con estos choferes.
―¿Qué pasó? ―pregunta al señor del asiento de adelante, mientras le posa con suavidad la mano derecha sobre el hombro izquierdo.
El señor gira el rostro, el puro rostro empalidecido, hacia él. Los ojos bien abiertos, que sin preguntar proceden a hurtarle el alma, lo apresan de inmediato en los cajones del recuerdo para utilizarlo como materia prima de las pesadillas de esta noche. La boca temblorosa no se atreve a soltar ni una palabra al hombre de la cara que va quedándose sin piel. Sin piel y sin presencia. Ah, qué va, no importa, y no hace falta que responda tampoco, pues lo ha visto bien claro en su mirada, más allá de su mirada.
―Un muchacho, ¿verdad?, un muchacho en bicicleta.
Sí, se alegra de que no importe, porque sabe que no habrá respuesta.

jueves, 1 de junio de 2017

Poesía: La niña

Por: José Lopez Avendaño

La niña de las estrellas - Helmuth Diy (2015, óleo sobre tela)

En la noche con múltiples estrellas,
soñando bajo los ojos del mar,
la niña estruja su manta.

Princesas y hadas se pasean en su cama,
bailan con su respiración,
su frente tiene dibujada una media luna,
su corazón late con fuerza,
reinos de colores la esperan,
príncipes sin nombre la velan.

Ella no sabe, quizás, que es la única Reina.