Por: Regina García
Rosie Taylor "Suicidio" |
Amelia Martín tenía 24 años cuando decidió irse de este mundo. Era tan
joven y bonita, alegre; ni siquiera se podía notar la tristeza con la que
cargaba su ser. Quizá fue la presión de ser mejor, quizá un viejo amor que le
hizo daño, quizá tanto y poco. Algo que lentamente fue apagando su aura.
Era la chica que todos querían tener en
su vida, pero ella se sentía miserable. Lloraba todas las noches al llegar a
casa: la soledad fue su mejor amiga por varios años, ella era quien recogía
cada lágrima derramada. Pobre niña, empezó a tener la idea de dejar este mundo,
y esa idea se estancó como una espina o flecha rota en su corazón.
El último día de su vida, los demonios
que daban vueltas en su cabeza, le dieron muchas ideas.
Después del trabajo, se despidió de todos,
habló con cada amigo que tenía, le llamó incluso a los familiares con los que
años antes había discutido y se disculpó por todo y nada. Pobre, tan bonita, tan llena de vida, pero nadie entendía su tristeza; sus padres le reclamaban
errores del pasado, ella quiso olvidarlos, pero cada día eran un infierno
nuevo. Caminó demasiado, siempre con un par de audífonos, mientras escuchaba la
música que tanto le gustaba. Caminó, hasta que le dolieron los pies.
No quiso morir en su ciudad, llegó a la
estación que conocía, compró un boleto con destino a una ciudad a dos horas de
casa. Ese lugar se había convertido en su favorito cuando se sentía sola.
Mientras esperaba la hora de partida,
continuó pensando en la manera en cómo terminaría con su tormento. Cargaba consigo
pastillas para dormir y para la ansiedad, quizá si las tomaba todas obtendría
un resultado favorable. Pensó en comprar heroína, beber alcohol y tomar las
pastillas, así tendría una sobredosis y todo terminaría. Pensó en comprar una
pistola y cercenarse, sólo que no se sentía lo suficientemente valiente para
jalar del gatillo.
Existen tantas formas de buscar la
muerte, incluso en situaciones extremas, se idean nuevas maneras.
Cuando más ideas encontraba, más triste
se sentía. Arribó el transporte, buscó su asiento, puso la canción que tanto le
gustaba escuchar, y se durmió. El viaje la haría cambiar de parecer.
Quisiera haber podido hablar con ella y decirle que todo iba a mejorar, que era una etapa y que la vida no es tan difícil como parecía.
Quisiera haber podido hablar con ella y decirle que todo iba a mejorar, que era una etapa y que la vida no es tan difícil como parecía.
Pero ella no me ve, soy el ángel que la
cuida, si ella sufre yo también lo hago. No tengo aureola y alas, soy solo una
sombra. Toco su mejilla y es tibia. Tiene un futuro prometedor. Lloro en
silencio, junto con ella.
Permaneció dormida dos horas, las
mismas que duró aquel viaje; se perdió del paisaje o quizás no quería verlo
porque lo conocía de memoria. Tuvo un sueño. Ella había leído, que cuando
alguien presiente que la muerte se acerca, ve la vida pasar tan rápido como un sueño. Pero ella no vio nada de eso, más bien tuvo sueños, los más
bonitos: viajó a un lugar que siempre quiso conocer: a una playa inmensa, tan
azul como el cielo.
Durante su sueño la vi ser feliz, y me
sentí bien, quizá eso la ayudaría a cambiar de opinión. No lograba entender
por qué la gente contempla el suicidio como la puerta que los va a salvar. En este caso ella
se va, pero su familia... no está pensando en su familia, no tiene su apoyo, es claro que la razón por la cual se va, es por ellos.
Llegó a su destino, caminó un par de
calles hacia un hotel, rentó una habitación, la más cara, y reservó dos noches
como si fuese a durar tanto.
Se instaló: la habitación era enorme
para ella, pero se sentía tranquila, y eso era lo importante. Pidió comida en
el restaurante del hotel y un par de cervezas. Ella dijo que estaba esperando a
alguien más, detalló a un novio que ni siquiera existía, pero la mentira fue
creíble. Comió hasta decir basta, bebió aquel par de cervezas, luego se
recostó con la televisión encendida, puso música. Un canal de música quedaba
perfecto.
Le escribió a una amiga. “Si me llamas
y no contesto, llama al 6237919, es el número del hotel y pregunta por la
habitación 28, que vengan a tocar, ya sabes, mi celular falla. Te quiero mucho”
De su bolso sacó una jeringa, contenía un líquido parecido al agua. Ella no
pensó en eso, quizá los demonios notaron mi presencia y de alguna forma
lograron bloquear ese pensamiento. Lloró por última vez, sacó una fotografía,
su viejo e inmortal amor.
Usó la inyección en su brazo, ahora
entiendo su afán por aprender a aplicar inyecciones. Arrugó la frente, supongo
eso dolía, al levantarse arrojó aquella arma asesina por el caño. De su
bolso sacó un par de pastillas para dormir, con un suspiro procedió a ingerir una por
una.
Se acostó, junto a su pecho estaba
aquella foto. El efecto de todo aquello fue rápido, una hora, para
ser precisos. Tuvo una convulsión, pero no pudo despertar, no había nadie más
en aquella habitación que la ayudara.
Yo solo era una sombra, la sombra de
aquel viejo amor que una vez tuvo.
Yo fui aquel amor que ella tuvo, pero hace un par de años, seis para ser precisos,
tuve un accidente y morí, le pedí tanto a aquello que ella creía inexistente me
ayudara a que ella siguiera con su vida, pero no lo hizo, ahora solo veo
pedazos de ella y me siento mal.
Quise despertarla, quise ayudarla. Yo no pude hacer nada, tan solo ver cómo lentamente moría. Vi
cómo con cada convulsión se iba acercando cada vez más en muerte, en despedida.
La toqué y no conseguí despertarla. Solo me quedé entre las sombras, viéndola
morir. Después, un momento después. Alguien tocó a la puerta, pero nadie fue a abrir.
Pasado un rato la habitación se llenó de gente. Más tarde policías, todos
recabaron información.
La noticia en los periódicos fue: “muere joven por convulsión”.
Sus padres llegaron y lloraron tanto,
se lamentaron, pero ninguno hizo nada por salvarla de aquel infierno, ya era
demasiado tarde. Amelia Martín, murió una tarde de jueves, la fecha 28 de julio
de 2015, la causa de muerte: convulsión por pastillas para
dormir mezcladas con alcohol. Tenía 24 años con un futuro prometedor como una
escritora exitosa.
La sombra que la acompañaba en su
tormento era yo, y ahí me quedé contemplando aquello sin poder hacer o decir
nada.
Pobre niña. Ella no merecía aquello,
mucho menos yo, pero ella decidió, y se quedó ahí, siendo nada.