sábado, 27 de octubre de 2018

Literatura: El otro (relato breve)

Por: Henry Castellanos

Cabeza de san Juan Bautista. José de Ribera. 1644. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.


Le sopla al oído y le comenta lo mal que está, le dice que lo arregle o que no hay solución alguna, pero sólo él le escucha y sólo él le comprende, así es la vida de los entes reales y su relación con los otros.
Esta es parte de la historia de Aurelio, una parte corta y que sólo yo sé, porque fui el único que supo de su aparente esquizofrenia y de su relación con quien quise llamar el otro
Aurelio, un tipo de 21 años y cursante de una carrera en artes y filosofía, era un hombre apuesto y bastante raudo dentro de sus propios gustos y de lo que él denominaba las actividades, las que de alguna forma dieron sentido a una vida centrada en captar y comprender todo tipo de arte, pero sobre todo en saber criticarlo.
Pero no es su vida lo que pretendo contarles, sino su estrecha relación con aquel: el otro.
Allá afuera hacía un día gris. Lo recuerdo porque Aurelio me llama por la mañana y logra espantarme el sueño que tenía con aquella chica de idiomas extranjeros, a la cual no decido acercarme por pura timidez. Ya una vez despierto y emberracado con Aurelio por llamar tan temprano, decido contestarle y en mi mente le digo que espero que sea importante. Antes de hablar logra gritarme que no sabe qué hacer, que por tanto lo vaya a ver para tomarnos un café y fumarnos un cigarrillo. Que lo que tiene por decirme es serio.
Comprendí que era algo importante, pues Aurelio es una persona que no fuma a menos que la ocasión lo amerite; y ameritar quiere decir suponer una tragedia en mente de ambos, y fumar comprende que lo que se tiene que hablar es serio. 
Me dirigí entonces adonde el tipo que vende café y cigarrillos en la calle Tumbacuatro que a propósito recibió dicho nombre desde 1862, cuando ocurrió el suceso del caballo árabe del ciudadano alemán de apellido Sundheim, y que según el padre Pedro Revollo en sus Memorias, se llamó así por un chalán que apostó que su caballo no se dejaba montar por ninguna persona que no fuera él. Y en efecto, cuatro hombres fueron derribados por el caballo. Una vez ahí, Aurelio apareció con una cara de tranquilidad muy extraña, pidió su café sin azúcar como de costumbre y además una jovencita de falda marrón, que es como le llamaba al cigarrillo. Le ofrecí fuego y, acercando su cara a mis manos y su cigarrillo a mi encendedor, dijo entonces muy sonriente, con la jovencita de falda marrón entre sus labios: tengo esquizofrenia, amigo.
Yo no supe cómo reaccionar. La verdad, fue como si jamás hubiese escuchado palabra alguna salir de su boca, así que opté por retirar el fuego y acercarlo a mi cigarrillo sin más.
— ¡Que no me escuchaste! —dijo parpadeando lentamente, como pensando a la velocidad con que el humo bailaba con el viento justo en frente de su rostro. 
— ¡Que no me escuchaste! —repitió, mientras yo tranquilamente respondía negativamente a lo que me decía. 
— ¡Que padezco esquizofrenia, dice un papel que me entregaron en la clínica!  —gritó algo desesperado.
No tuve de otra que desenfundar una carcajada, aunque a decir verdad no entiendo el porqué, pues Aurelio jamás bromeaba —al menos no que yo recuerde y su rostro seguía mostrándose apaciguo. 
— ¡No jodas, Aurelio! —exclamé con la sonrisa que aún iba quedando en mi rostro por la carcajada. 
— ¡Aprendiste a hacer bromas de mal gusto! —seguí diciéndole mientras sostenía el pequeño vaso desechable entre mis dedos. 
Entonces lo observé al rostro y me di cuenta que en él no había rastros de que fuese una broma; y si lo era, ¡por Dios, que era muy buen actor!
A medida que se enfriaba el café y el viento se fumaba el cigarrillo por mí, fui convenciéndome poco a poco de que Aurelio hablaba en serio y, una vez llegado al punto en que lo que creía una broma se tornaba del color del cielo en esta mañana de sábado, no quedó de otra que volver a sonreír y preguntarle qué pensaba de ello. Con su rostro aún fresco por la fría mañana que tanto nos gustaba, me contestó que como le había dicho el médico: que era posible que escuchara voces en su cabeza alguna vez, pero que finalmente no era tan malo en tanto que por fin iba a dejar de sentirse tan solo como el chico de los espaguetis de uno de los varios cuentos japoneses que había leído en mañanas anteriores.
Su tranquilidad hizo que yo no diera tanta trascendencia a lo que me contaba, por lo que lo único que hice fue invitarle otro cigarrillo para disfrutar de la lluvia que se avecinaba y que sería recibida agradablemente por nuestras cabezas. Porque en una ciudad tan calurosa, una mañana así es un enorme placer para el cuerpo y los ánimos.
¡Ahhh, mi amigo Aurelio! Un hombre tan brillante como noble. Como no recordar esta conversación, si fue la última que tuve con él. Tan corta como esta historia y la única que merece la pena destacar, porque representa una síntesis de lo que era él: un tipo serio y divertido a la vez. Descomplicado pero  también bastante lógico, creía que la vida era un juego perdido, así que la jugaba torpemente y sin querer salir victorioso.
Lo último que supe de él fue gracias a la llamada de Paula, una amiga que teníamos en común. Me comentó que un día Aurelio la llamó riendo porque el otro le pidió recrear el castigo para los suicidas del cual habla Dante en su Divina Comedia, pero en la versión que a él le hubiese gustado que fuese; porque supe que reescribió ese y otros castigos muy a su gusto y parecer. Supongo entonces que la viga que sostenía el techo de su casa representaba el árbol en el cual se convertía el alma del suicida; y su tormento, ver que su propio cuerpo pendía de las ramas. Sin duda, está posible interpretación se convirtió en una de las razones que me llevaron más adelante a releer una y otra vez el citado texto de Dante
Semanas después solo yo me enteré que Aurelio no sufría de esquizofrenia alguna; que jamás existió un papel en donde algún especialista lo declarara con alguna enfermedad mental; que había acabado con su vida por tristeza, y que el otro era la voz de aquel a quien extrañaba. El otro, un recuerdo que nos persiguió a todos y que escribió el final de Aurelio. ¿Final? No, tal vez debería decir inicio, pues Aurelio fue el precursor, testigo y confesor por excelencia del patíbulo que se avecinaba para cada uno de nosotros. 
Con la duda a bordo supuse dos cosas. La primera: que Aurelio sólo necesitaba una razón para no sentirse mal, así que creyó su propia mentira y por consecuencia necesitaba hacérsela creer a otros. A por ejemplo, pues con toda calma y sin afán de que me preocupara me transmitió a su otro, el que a partir de entonces también me habla al oído; y la segunda, que Aurelio en efecto se sentía como el chico de los espaguetis de aquel cuento japonés que me mencionó alguna vez...


lunes, 22 de octubre de 2018

Poesía: Madrugadas sin aire...

Por: Katerina Beaumont


Los amantes (1928) - René Magritte

Salí a la calle buscando olvido
entre cada piedra, bajo los cantares del cielo.
Salí buscando disolver momentos en humo
en la bruma mortífera y el aliento inestable.
Salí buscando esconder tu imagen
sellarla entre árboles de metal y ausencia.
Pero tan solo una sombra bajo el sol ardiente
se quema y baila al compás de la agonía.

Salí buscando encontrar la nada,
pero en la prisión de mis pasos hallé tu risa,
contemplé tus ojos en los matices de la tarde
en los sueños y en el arte adiviné tu figura.

Escuché tu nombre en un susurro
que la brisa me acercaba para que le acariciase con mi pena,
el anhelo de la lluvia se escondía entre mis labios
hallé tantas cosas, que jamás desaparecieron.

— Bohe.



lunes, 15 de octubre de 2018

Poesía: Si no

Por: Helena Zirot


Kiss me - Marlina Vera


Si no supiera
Si no estuviera
Tan firmemente convencida
Cómo quién ha visto un árbol 
Partido por un rayo 
Y dice: 
—Yo he visto un árbol 
ser partido por un rayo.

Si no supiera
Que ahí adentro 
Para mí no hay nada 
Nunca lo hubo
Ni lo habrá...

Si no lo hubiesen sabido otros
—Yo, tal vez
Podría deshacerme
Tirar a un lado 
Esta pesada y fría lápida 
Y descansar
Y admitir sin vergüenza 
Que sí
Que sí quería
Que hasta el sol 
Te habría regalado...


martes, 2 de octubre de 2018

Literatura: La misma calle donde nadie espera

Por: Henry Castellanos

La noche cae por su propio peso sobre la ciudad, una que quizá no importa ya por lo trágico y extraño que se ha vuelto el que quizá nadie espere. Yo te comprendo, mi fuerte y delicado pétalo de sal. Pero te imagino, recorriendo de un labio a otro las edificaciones de un espacio que se derrumba, besándolos, convirtiéndote en carmesí; te invento pensando cada grieta y que las ves como una obra de arte entre tanto perfeccionismo improvisado que trae unas calles anómicas con personas que dejan su esencia sobre el asfalto caliente de mediodía. Te imagino reflejada bajo el color rojo oscurizo de
Automat, 1927 | Edward Hopper
una cerveza que observas mientras piensas fuera del presente que vive vacío para ti, que no existe, porque cuando lo piensas ya no es más que un recuerdo inaprensible. Yo te entiendo bien, furioso sobre las hojas del cuadernillo que me observa triste con traje rojo de bufón. Te desnudo y te imagino sin parar regalando sonrisas que yo desearía toparme por coincidencia o por el preparamiento lógico de nuestros pasos. Y me pregunto, ¿acaso te importa por donde caminas?, ¿los días pasan y te percatas de ellos si quiera?, ¿la vivacidad de tus dibujos, que jamás vi, sigue siendo igual de íntimo o se te hace trágico por la profundidad que le das ahora?
Te imagino soñando las noches por el día, esperando a que todo suceda lo más rápido posible para poder llegar a casa y morir de ti y de lo que piensas en medio de cada resoplar del viento que te ajusta el pelo detrás de tus orejas y las gotas del rocío que te planta un beso en la frente y allí se guarda como en toque de queda. Me parece confuso, porque te imagino ahora fuera de cada idea que encajo de costado sobre los emocionales textos que contiene esta ciudad que ha sido un diario para ti. Te hago sentada cada domingo en la mesa de tu sala, con algún texto de historia como carretera angosta que recorren tus ojos velozmente y un poco más despacio en la curva que conduce de un renglón a otro, pero distraída porque algún vano poema se te cruza en la vía y suspende el andar de tus esferas oculares. Te conviertes enseguida, implacable ante el llanto y vuelves a la carretera en la que piensas que deberías permanecer sin problemas, ¿qué eres? Que no te permites sufrir lo resbaladizo de cada curva cerrada que trae el camino, entonces levanto la vista y te mueves de tu mesa y como por arte de magia apareces en un autobús grande articulado convulsionado de personas, sentada en la parte de adelante con la mirada perdida, como fuera de ti y más allá de la transparente ventana que no te muestra una ciudad de ahora, sino de un tiempo que ya transcurrió, pero que en tu mente se recrea, quizá, con partes ficticias bien acomodadas por lo que crees que debió ser, y un escandaloso resonar en tus oídos que viene de afuera te espanta la idea y te incorpora a una realidad que no tendría que estar pasando, o eso crees muy profundamente.
Edward Hopper Excursion into philosophy 1959

Te imagino frecuentando sitios distintos para escapar de lo que sea de lo que huyas, en cuerpo y sobretodo en lo que más te mata que es tu mente, pero sigue siendo trágica una ciudad donde nadie espera ya y eso, implacablemente, la llena de aquello de lo cual huyes, del sueño y del sol que ayer era distinto al que alumbra hoy. Supongo que sigues curvando los hombros, como queriendo juntarlos de frente a ti haciéndote resaltar esos huesos de la parte superior del pecho, y en esa posición te imagino cautiva de ti misma, con delicadas obsesiones por aquel que camina del otro lado de la calle. Te imagino, a decir verdad, diferente, más pausada con cada movimiento, pero sin perder ese guiño que aglomera a todos a tu alrededor y los embelesa como viendo a la mismísima Atenas o Isis de Gustav Klimt hacerse carne.
Te sostengo tibia por el sol que reposa sobre tu piel blanca, sobre los bellos de tus brazos que peinas hacia tu izquierda cada vez que miras a ellos, sosteniendo algún bote ridículo de agua sobre tus labios que nada temen y saboreando lo húmedo del agua sobre ellos, pensando que alguien los besa, o aún mejor, que alguien aparecerá y correrá a reclamarlos.
Pero esta es solamente una manera de decirte que te extraño. Te imagino de infinidad de formas posibles, pero te imagino opaca, pero eso es porque no es a ti en quien pienso cuando pasas por mi mente, me vivo a mí sufriendo los estragos, es a mí a quien doy tu nombre. A decir verdad, me imagino suspirando y dejando un golpe en tu ventana para que de tu piel no se borre la muerte de la mía, para que no viva en mi tu ausencia; a decir verdad… te imagino feliz.  Y la noche no se levanta, porque su peso la sostiene sobre la misma calle donde nadie espera.