domingo, 17 de septiembre de 2017

Literatura: Donde los libros son más viejos (cuento)

Por: Karim Yaver


Dibujo en grafito por Ethan Murrow

Encuentro en ocasiones en el sueño diurno una curiosa satisfacción que no me sería posible hallar por las noches, pues resultaría en ellas del todo extraña. ¿En qué consiste? No sabría decirlo, pues me temo que hablo ahora desde la nostalgia. Podría ser quizás en la ligera incursión que lleva a cabo la luz grisácea de la tarde a través de las ventanas y de los agujeros de las viejas cortinas que las recubren; por debajo del borde de las puertas; entre las diminutas aberturas de mis párpados ridículamente sometidos. O, en lo que es lo mismo: en la ausencia total de una total oscuridad. Podría ser también que este poco típico placer se deba a un constante retorno a cierto día de hace veintitantos años, en que mis padres, un poco cansados, un poco llenos de ilusiones que no verían jamás realizadas, me llevaron en brazos a una casa que ya no recuerdo, desde un hospital que hoy no sabría reconocer, para ajustarme a los rígidos estatutos de una rutina en que la noche es y ha sido siempre el tiempo de los ojos abiertos y las manos extendidas y las bocas sedientas, de sangre y de carne sedientas, mientras que en el día recae la responsabilidad del adormecimiento, de la fragilidad, del silencio; del arrullo que acarrea consigo una singular paz cada vez un tanto más echada de menos.
Considero, pues, que sí, que satisfacción es la palabra. La satisfacción que conlleva cada siesta vespertina ―matutina también, aunque en especial la de la tarde―, en la que no hay ni personas, ni monstruos, ni la turbia necesidad de alguna hierba-somnífero; en la que casi no hay sueños, mucho menos pesadillas, sino apenas escasos esbozos suyos. Satisfacción que engorda cuando el acuciante y blanquecino revuelo de alguna lluvia intempestiva escolta sus ecos desde el otro lado de la puerta. Pero esos ecos por la noche resultan un estímulo grosero, tanto que de pronto me siento en la carne de un yonqui en sobredosis de aspirinas…

El aroma de la negra tierra mojada es luego el mismo del papel avejentado de esa Madame Bovary de 1978, o el de aquel tomo segundo de las Obras completas de Dostoievsky, Madrid, 1954, que en reposo vibran, acunados en el tercer nivel de abajo para arriba de mi librero, al otro lado de la habitación. Porque allá, donde los libros son más viejos, se inventó la lluvia. Y aquí, bajo las cobijas, lo que resta de nosotros es tan sólo el residuo refractado del resplandor de una linterna de aceite sobre la paradoja de dos espejos que se contemplan de frente: uno contra el otro. Una lúgubre caricia de ancianidad me rosa entonces las mejillas y la frente, lúgubre igual que los espesos flujos, blanquecinos, del estrechamente cómodo vientre en que no amanezco, del que de golpe me arrebata la historia que ayer, tal vez, comenzó a leer un tal Raskolnikov, joven asesino de usureras que no sólo ha sido capaz de callar y echar por fuera toda inútil culpa, sino también de largarse y no dejarse jamás descubrir. Esta historia habrá sido escrita por un campesino llamado Flaubert, un regordete y poco amigable hombre de bigote ensortijado que se cansó de diseccionar la realidad que halló cada día, desde que cumplió los dieciocho años, grabada sobre la superficie de sus tierras aradas, y que en su lugar se propuso adelantarse a toda vanguardia de los veintes del siglo pasado, siglo que seguiría al suyo. Hablamos de un visionario alcohólico que desde el anonimato fue capaz de describir un sueño en el que los relojes ya no fueron de cuerda, sino digitales, y las lámparas de luz eléctrica o halógeno. De este extraordinario autor nada supieron los mil doscientos cincuenta y cuatro comentaristas que, desde el realismo francés hasta nuestros días, se atrevieron a publicar un libro. Menos supieron aún, ni siquiera quienes apenas alcanzaron a leerlo, que era de mí de quien se trataba, que fui yo su protagonista, desconocido y desesperado, condenado a no saber de sí mismo nada, a despertar cubierto de sudor y a mirar el reloj y notar que faltan tres horas todavía para que la noche termine, para que las polillas atontadas por el brillo de la lámpara, o por el humo de la mariguana, o por el calor abstracto de la cama, me permitan finalmente descansar.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Literatura: La escalera (Cuento corto)

Por: Luis Alejandro Ortiz




No habían pasado dos meses desde tu muerte, abuela, cuando el abuelo me pidió ir a recoger las cosas que un día habían dejado en una vieja casona al centro de la ciudad, y que hasta entonces yo creía deshabitada.
Las razones de haber vivido ahí, me contaba mi abuelo, habían sido por una inundación que se registró en la ciudad allá por los años 30, cuando una mujer, cuyo nombre no recordaba, les había propuesto refugiarse tras aquellas fortísimas paredes de cantera.
Ignoré, aunque no por menos interesante, lo siguiente que mi abuelo me contó. Alegaba cosas misteriosas de la casa, pero mi mente estaba ocupada precisamente imaginándose aquello. Sólo sé que al final dijo –más como una advertencia- algo de una escalera.
— ¿Lo entendiste bien?
—Sí, abuelo, yo iré a esa casa, pero ¿la señora aún recordará a la abuela? Digo, han pasado tantos años…
—Que yo no recuerde las cosas no quiere decir que a todos les pase. Además, hasta fotos de tu abuela tiene.
— ¿Tanto?
—Prometimos volver algún día, pero las cosas eran en su mayoría tiliches. No podíamos recoger sólo lo bueno. Mejor que los guardara la mujer que sí tenía espacio.
—Iré.
Y fui.
Una vez en la casona, no hubo nada interesante salvo que el limpio y oscuro interior de la casa contrastaba con la vieja y desgastada fachada por ambos lados de la esquina. La anciana (no menos misteriosa que la casa) salió, como lo previsto, y mientras el mozo —si es que ése era su puesto— empacaba tus cosas, ella me había invitado a cenar.
 Era alta, apenas encorvada por la edad. Sus piernas parecían débiles, al contrario de sus brazos, y en su rostro relucían un par de mejillas rojizas y una nariz pequeña. Sus cenizos cabellos me recordaban a los tuyos el día de tu sepulcro. Pero tú no estabas tan arrugada...¿O sí? En fin. Aún no estaba lista la cena cuando el mozo había empacado y había dejado las cajas junto a la escalera.
—Pues ya te digo, cariño, aquí nos quedamos. No teníamos otra opción. El gobierno estaba esperando que pusiéramos un pie afuera para quitarnos la casa. No se lo iba a permitir. En fin, ésa es otra historia. Por otro lado, yo quería mucho a tu abuela.
—Me han dicho que me parezco a ella.
—Mmmh… no se me hace. Pero las dos están igual de bonitas. ¿De dónde dices que eres?
—De aquí mismo… ¿Y usted?
—De España… ¿Cuántos años dices tener?
— ¿Yo? Mmmh, 28… ¿Y usted?
— ¿Yo? Ochenta y tantos.
Y entre las dos nos agarramos a preguntazos. Yo le respondía y le preguntaba lo mismo de manera sarcástica. Me empezaba a enfadar su insistencia.
—¡Ah! —dije yo, y luego guardé silencio.
—¿Tu madre vive? —continuó.
Estuve a punto de decir: Sí, ¿Y la suya? pero me contuve. Parecía que era una jugada para que no le preguntara de vuelta lo mismo.
— ¿Sabe qué? Me tengo que ir, se hace tarde.
Me levanté indiferente del comedor y me dirigí a la escalera.
—Bien, cariño, ahí están tus cosas, Pedro te ayudará con ellas. Me saludas a tu abuela.
—Lo siento, creo haberle dicho que ya murió.
—Lo sé —dijo la anciana sonriente.
Y antes de que yo pudiera hablar, concluyó: “Cuidado con la escalera, querida”. Y me cerró la puerta que daba al segundo piso. 
No veía nada. El ambiente era oscuro y fresco. La escalera estaba rodeada por dos altas paredes que llegaban al techo, y la única vela con la que podía tener algo de luz se había apagado con el portazo de aquella anciana.
Me dispuse a bajar. No había descendido dos escalones cuando sentí algo detrás de mí. Volteé y no había nada. Un escalón más. Otra vez. Estaba tan oscuro que ni los escalones podía ver. No había nadie, el mozo había bajado con todo y maletas, así que aquello sólo podía ser producto de mi imaginación.
Al bajar unos seis o siete escalones, y ya casi cuando la escalera giraba hacia la izquierda, escuché el ulular de un búho. Volteé a todos lados y pude distinguir el blanquísimo plumaje que apenas contrastaba con aquella oscuridad.
—Lo siento, cariño, no me dijiste tu nombre —profirió el ave.
Por un momento me quedé de piedra. Luego me dispuse a bajar con tal velocidad que no recuerdo haber movido las piernas. Ya sabes, la sensación del momento hace que uno actúe instintivamente. Por fin llegué al último escalón, pero la puerta frente a él estaba cerrada. Empujé, golpeé y grité pidiendo ayuda al mozo para que la abriera del otro lado. Al final escuché que la cadena se movía. Sentí un alivio momentáneo. Pero creo que mi terror no había sido tal —ni con el búho— como cuando abrieron la puerta, la puerta de la única escalera de la casa, y vi a la misma anciana tras ella.
—Cuidado con la escalera, querida.
Y me cerró la puerta la cara. 
—Esa vieja siempre fue así —sentenció la abuela, y luego siguieron caminando.


martes, 12 de septiembre de 2017

Poesía: Interrogante

Por: Erika Cristina Rodríguez Padrón





Entre los ecos del tiempo,
pulula vieja cuestión,
aquella que sin respuesta,
reverbera en las paredes de las aulas ya vacías...

¿Quién soy?,
el hombre pregunta,
soy cadena helicoidal,
ouroboros de ADN,
o un ser autoconducente,
autoperceptivo y loco,
¿soy mi origen?
Lo que sueño,
lo que hice,
lo que haré,
lo que temo,
lo que vivo.  
O soy mi nación,
mi raza,
el plasma de mis ancestros,
soy la vida en movimiento,
creador de humanos futuros,
o soy vibrante energía,
una bella antimateria.
¿Acaso lo que perdí?,
o soy mi propio universo,
el trozo de historia, histeria,
soy lágrima y carcajada,
un gran saco de emociones,
un conjunto de átomos,
y millones de años de evoluciones.

Soy pregunta sin respuesta,
un espermatozoide listo,
un óvulo singular.
Tal vez una combinación genética,
experimento plantado en esta Tierra,
sin más.  
Soy mi propio latir,
la primer célula viva,
la percepción más pura
o tal vez la más oscura,
o el raciocinio violeta
de una glándula pineal.

Soy cerebro ilimitado,
conocimiento remoto,
o soy un áureo dorado,
extraterrestre perdido,
construyendo un nuevo hogar.  
¿Soy matemática pura
o compleja geometría?,
quizá el número binario
de un ordenador virtual.
Soy aura luminiscente,
energía con voluntad,
o la expresión de ese Todo,
el resquicio de la nada,
o la idea de un ser divino.

Soy un complejo infinito,
un virus,
una bacteria,
o es que solo soy materia
o vetusta nebulosa,
errante polvo de estrellas,
esparcidas en el cosmos,
con una causalidad.  
Soy una expresión orgánica
compleja e indefectible,
o petricor de la lluvia,
mojando los campos secos.
Soy un pedazo de tiempo
que ha extraviado en su reloj,
trozos de vida y de muerte,
quizá los cuatro elementos,
caos y orden, mutación.
  
Soy ira,
odio,
venganza o fuerza,
coraje,
orgullo,
un hombre ya transmutado,
un aprendiz de esta vida,
o soy humildad y Amor.  
Soy una eterna promesa,
o simplemente soy yo,
en el bucle de una duda,
que jamás tuvo respuesta.

© Erika Cristina Rodríguez Padrón | Tabasco, México 2017

sábado, 9 de septiembre de 2017

Poesía: Muchacha del jardín

Por: José Avendaño

OLEANDERS FLOWERING, oil on canvas by Vladimir Volegov


Una cascada de flores cae en tu hombro
girasoles que brillan al nacer el día.
Las horas se gastan
corren presurosas como el caudal de tu pelo,
eres espejo de la primavera que se avecina.

En los pliegues de tu falda se esconde la nobleza de tu ser
tienen forma de laberintos donde nace lo impredecible.
En ti la poesía cobra sentido: descansa en el borde de tus labios,
en la línea que dibuja tu silueta, en el iris de tus ojos.

La bondad de tu mirada es encantamiento a mis sentidos,
reflejo de la luna en el mar,
silencio que se esconde detrás de una montaña,
la soledad de mis ojos desaparece al verte.

Corren a posarse en ti las luciérnagas en mitad de la noche
cubren con su manto tu raudal de flores,
el jardín pide un beso tuyo para renovarse
y una lágrima para que nazcan los girasoles.



martes, 5 de septiembre de 2017

Literatura: Apteryx (relato)

APTERYX 

Por: Norma Barroso


Louis Treserras 


Hoy, después de tantos años, volviste a subirte a un columpio.

El trayecto de la casa a la escuela no era tan largo, pero en aquel entonces, siendo pequeñas, recorrerlo nos daba una peculiar sensación de que se extendía hasta el infinito. Es raro cómo las distancias en metros y en tiempo se modifican, dependiendo del estado de animo del viajero. El regreso era distinto; la piernas parecieran más largas y ágiles, el sendero se acortaba, pero de la misma forma el tiempo aceleraba su andar.
Justo a la mitad del camino, rodeado por algunos árboles y varias bancas de cemento, se encontraba un pequeño parquecito que vibrante nos recibía con sus fantásticas diversiones.
Azul turquesa, rojo sangre, verde pistache, anaranjado, todos los colores plasmados en el metal de los distintos artefactos de entretenimiento, centellando a la luz del sol de medio día.
Los rechinidos de cadenas colgando, láminas de acero siendo pisadas y algunos gritos de jubilo, siempre eran invitaciones abiertas a unirnos a la algarabía del lugar. En el centro de todo se hallaba una fuentecita la que rara vez hacían funcionar envuelta en la base con un jardín de rosales de diferentes tonalidades, los cuales solías saquear para calmar tu antojo inusual de pétalos amarillos.
Éste color era tu favorito en aquel entonces. Tratabas de usar todo lo que pudieras con él. Recuerdo que te colocabas un moño enorme, amarillo como el sol, con el cual sostenías tu cabello corto, y tus ojos se iluminaban cuando lo llevabas puesto. Ese color, según yo, te llenaba de esperanza.

Cuando por fin se daba el momento de llegar al parque, las mochilas eran depositadas precipitadamente y olvidadas ahí sobre la arena rojiza por unos veinticinco minutos (que más bien parecían ser sólo cinco). El canto de las aves y las caminatas lentas de algunos adultos que pasaban por ahí, contrastaban con el movimiento y ruido frenético de nosotros, los chiquillos traviesos, que queríamos acabarnos el mundo de puro gusto.
A ti te gustaba primero ir al sube y baja. Tú y Viridiana, procuraban conseguir el mejor: el que no tuviera asientos rotos y que estuviera más limpio. Resultaba gracioso verlas convivir. Parecían dos ratoncillos escurridizos y siempre querían hacer todo juntas. Eran muy unidas, tanto así, que una terminaba las frases de la otra. Viri (como siempre la llamaste) era una niña precoz, hasta cierto punto altanera y extrovertida. Hablaba como una persona mayor y coqueteaba de igual manera. Supongo que algo debió de aprender de su madre señora joven, muy guapa, sexy y soltera a la que muchas de las mamás de los compañeros de la escuela envidiaban (y temían) en secreto porque su presencia impregnaba sensualidad en el ambiente y no pocos hombres sucumbían a sus encantos.
Tú, por el contrario, eras una niña mucho más tímida y reservada. Sólo hablabas lo necesario y nunca te gustó llamar mucho la atención. Te sentías muy a gusto a la sombra de Viri y a solas con ella podías ser realmente tú.
En fin, a ambas les encantaba aquel parque y trepar al sube y baja. Cada vez que alguna empujaba con sus piernas hacia arriba, la otra las subía al tubo. Así se daban tremendos sentones al chocar contra el suelo y, la que estaba arriba, se desbalanceaba. Siempre entonces era un reto interesante ver quién de las dos tenía la habilidad de mantenerse en lo alto tras la violenta sacudida.

El pasamanos nunca te gustó mucho, pues no era tan alto y odiabas tener que caer de tan poca altura. Por una razón semejante, tampoco eras muy adepta a la resbaladilla, y, si alguna vez la subías, era para permanecer largo tiempo en la cima y observar el paisaje alrededor. Pero eso tenías que dejarlo para otras ocasiones, cuando no tuvieras la prisa de llegar temprano a casa y cuando no hubiera otros veinte niños molestándote porque ya era su turno de resbalarse hacia los abismos. Cuando esto ocurría, optabas por pararte debajo de ella, justo donde se ubican los tubos paralelos que le dan soporte y equilibrio, extendías tus dos brazos y los sujetabas fuerte. Luego, apoyando los pies en la cara posterior de la resbaladilla, los subías hasta dar una vuelta hacia atrás. Algunas veces preferías quedarte un rato de cabeza ¡las cosas cambiaban tanto!, pues era como una realidad alterna que te llenaba el cerebro de sangre y te mareaba un poco. Aún hay ocasiones en las que te gustaría poner el mundo de cabeza y cambiar tu perspectiva, pero ahora es difícil, pues ya no tienes esa misma agilidad de antaño.

Como en todo gran evento, el entretenimiento principal era reservado para el último momento. En los instantes finales, antes de tener que marcharse a casa, tú y Viri acaparaban dos columpios. No importaba cómo estuvieran, siempre y cuando se hallaran uno al lado del otro.
Primeramente se sentaban y, con los pies en el suelo, rotaban enredando las cadenas hasta que ya no se podía más. Levantaban entonces los pies del suelo y la fuerza las hacia dar giros interminables en dirección opuesta. Después, se balanceaban paradas o sentadas lo más fuerte que fuera posible. Los columpios parecían querer dar la vuelta completa, se alzaban muy alto y, justo en el segundo en donde alcanzaban el punto más elevado, se soltaban del columpio y se lanzaban hacia al vacío.
Permanecían varios gloriosos segundos suspendidas en el aire antes de que aterrizaran con ambas piernas sobre la arena. Repetían cuantas veces fuera posible la hazaña, llegando cada vez más alto, y siendo la caída cada vez más fuerte y aparatosa. Era una paradoja el que odiaras caer y, al mismo tiempo, te aventuraras a hacer semejante acto. Pero en este caso no  era la caída lo que te importaba: lo que tú querías conseguir con todo ello era volar.
Había algunas veces, cuando estabas suspendida en los cielos, que te observaba cuidadosamente y ese instante se encapsulaba en una mágica toma de ti: con los brazos extendidos,  el viento en el cabello y, no sabría decir si era producto de mi imaginación, pero juro que casi veía desplegarse de tu espalda un par bellas de alas amarillas, por supuesto como a ti te hubiera gustado tenerlas. Entonces te imaginaba rompiendo las nubes en un viaje interminable hacia el norte. Como una migración invertida de un ave muy particular, que se desplazaba no para huir del invierno, sino sólo por el mero gusto de tomar rumbo hacia el azar.
Pero cada vez las leyes de la gravedad te devolvían al piso, como si de pesadas cadenas se tratasen. Aún así seguías intentándolo, pequeña niña con alma de pajarillo, soñando con volar a pesar de tu carencia de alas.
Supongo que esa fue una de las causas de que te acabaras tus rodillas, pues las fuiste lentamente desgastando en tantos aterrizajes, tratando siempre de volar sin éxito; ahora ya no puedes caminar un poco sin que comiencen a dolerte.

Como todo, el periodo de esparcimiento debía concluir. Recogíamos las mochilas y caminábamos el resto del trayecto aún con la adrenalina en las venas, aceleradas, sudorosas y polvorientas, felices. Las actividades en el hogar daban calma y serenidad a tu impulsiva mente. Tareas, quehacer, lecturas, convivir con tus hermanos, te distraían de tus descontrolados deseos de querer irte hacia lo desconocido; pero por las noches, en algunas ocasiones, en algunos sueños, tu alma de pajarillo era libre.

Dejaste de disfrutar ir al parque después de que Viri se fue, pues su madre consiguió un nuevo novio que le puso casa en la playa y tuvieron que mudarse. Las despedidas siempre son difíciles, pero son más difíciles cuando éstas no se dan jamás. Te enteraste por tu madre luego de que Viri faltó varios días a la escuela y comenzaste a averiguar qué era lo que pasaba. Para ti simplemente se desvaneció y ya nunca más la volviste a ver. Todo pasó a ser menos entretenido, pues no tenías con quién darte sentones en el sube y baja ni con quién lanzarte de los columpios. Fuiste perdiendo poco a poco el interés en el parque, aunque en algunas ocasiones todavía pasabas a robar pequeñas rosas amarillas para devorarlas casi enteras.
De tu fantasía de volar no sé muy bien qué paso. ¿Aún lo deseas? ¿Lo has intentado de nuevo? ¿O el sueño se desvaneció por completo, junto con tu cómplice de travesuras?
Quizá jamás podré saberlo con certeza.

****
Con el sol en el punto exacto de su ocaso, salimos con dirección al parque que queda cerca de donde habitamos. Nunca vamos a pesar de que nos queda próximo, pues siempre preferimos quedarnos en casa con el pretexto del calor extremo del desierto en que vivimos. Un viento singular sopla y nos alborota el cabello desprovisto de cualquier accesorio. El ambiente huele a nostalgia y los recuerdos chocan descontrolados contra los árboles semisecos que tratan de adornar el paisaje.
Hoy, después de tantos años, volviste a subirte a un columpio. Te sentaste y permaneciste así por un rato, con la mirada perdida en el vacio. Sujetaste sin fuerza las cadenas y empezaste a mecerte suavemente. Flexionabas las rodillas hacia atras y luego las estirabas hacia adelante para darte empuje, pero comenzaron a dolerte y por ello no pudiste hacer que el columpio llegara más alto. Después de un pequeño lapso de tiempo te  mareaste demasiado. Te detuviste y levantaste deprisa, te dirigiste a un costado y te encorvaste un poco hacia el suelo. Sin remedio, comenzaste a vomitar profusamente pequeños pétalos amarillos.


lunes, 4 de septiembre de 2017

Poesía: Visión de media noche

Por: Helena Zirot

Dreams - Michael Cheval (1988)

Te busco.
Con la mirada en medio de la oscuridad,
te busco y digo tu nombre.

En la bruma de la madrugada
encadeno palabras brillantes como luciérnagas
que viven con la esperanza de que,
guiado por ellas,
puedas volver.

En un segundo cierro los ojos,
cierro las puertas,
y contengo el aliento.

En un segundo se abre el mundo,
la luz se parte en dos mitades y entro:
en el fondo estás tú,
con el atardecer en los labios,
y las estrellas danzando alrededor de tu pelo.

El tiempo ya no es tiempo,
no corre porque todo se ha suspendido:
¿no es absurdo que los peces surquen el cielo
y los pájaros naden en el fondo de los arrecifes?

Las palabras se convierten en eslabones sólidos
construyendo puentes,
caminos confiables para llevarte de vuelta
a la tranquilidad de una almohada
en donde habitan todos los sueños,
en los que te extraigo por las noches
como perlas del mar.

Tornasolada presencia,  
que desprende el eco de una campana:
¿qué le ocurre al espacio cuando no lo ocupas?
Sigue la estela dorada que dejas al pasar,
luz que se atraviesa a sí misma,
y se abre paso por los rincones del mundo.

Todo adquiere sentido a partir de este momento:
es ridículo que se hayan librado guerras,
pasado milenios de incertidumbre,
sólo para llegar hasta ti.

Te das la vuelta y caminas,
tu sombra se desvanece en el espacio
y entre mis dedos destejo un puñado de poemas
que no alivian la dulce melancolía.

El reloj avanza de nuevo,
los árboles mecen todas sus hojas
y se despiden con dulzura entre susurros.

En un segundo abro los ojos:
el incendio de mi pecho ha cesado
y miro un rostro,
que no es el tuyo,
devolviéndome la mirada
desde el otro lado del espejo.

Todo brilla a mis espaldas:
peces, pájaros y una suave estela
danzan a la mitad de la habitación.

En un segundo me miro a los ojos:
aquí está todo,
aunque tú, 
ya no.