lunes, 31 de julio de 2017

Literatura: Naufragio (cuento)

Por: Norma Barroso





NAUFRAGIO

Sostuvo  su  mirada  fija  en  el  cielo  grisáceo,  las  olas  coléricas  a  lo  lejos  se golpeaban  unas contra  otras;  el  viento  alborotaba  su  larga  cabellera  negra, mientras  acariciaban  su  mejillas pequeñas  gotas  recién  concebidas.  Dentro  de  la bodega,  Dug  se  hallaba  refugiado  debajo de  la  montaña  más  grande  de  ropa sucia  que  se  haya  visto;  se  refugiaba  de  la  lluvia  interior de  cosas  que  caían  y rebotaban  del  suelo  de  bossé.  Martín levo el  fondeo y encendió  el  motor avante, haciendo  un  intento  por  dar  la  vuelta  y  regresar  a  puerto,  pero  ya  era demasiado tarde:  Sophia  los  había  alcanzado.  En  un  intento  desesperado  por alcanzar  el  radio  y  pedir ayuda,  Martín  saltó por  la  escotilla  abierta  haciéndose una  incisión  en  el  muslo  de  no  menos de diez centímetros. Gimió  un  poco,  pero  soportó el  dolor  hasta  que  al  final  logró cogerlo .
—¡Mierda,  no  sirve! —gritó airado  mientras  azotaba  el  radio  contra  el  suelo  del velero.
Cuando  Dug  lo  vio,  en  seguida abandonó su  escondite  para  poder  acurrucársele en  los  pies.  Martín  se  inclinó y  con  ternura lo acarició,  notó  que  temblaba  del terror  que  le  provocaban  los relámpagos  y  el  ruido  que  hacían  las  olas  al golpear  el  casco.
—Saldremos  de  aquí,  no  tengas  miedo —le  dijo,  y  casi  al  instante  un  golpe  seco lo  tumbó  de bruces   dejándolo  inconsciente.
—¡Matín,  mi  amor, por  fin  has  llegado!  Hace  tanto  que  te  he  esperado.
Abrió  los  ojos  y  la  vio, era  ella,  no  había  duda.  Observó  esos  ojos  hermosos  de  avellana  y  sintió  el  calor  de  su cuerpo  cuando  lo  abrazó  y  lo  llenó  de  besos.
"¡Estoy  en  casa!", pensó.
Dos  guardacostas  que hacían búsqueda  en  la  playa, notaron  un cuerpo  varado entre  las rocas; junto a él, un perro  blanco lamía su rostro, que  parecía  sonreírles.


sábado, 29 de julio de 2017

Poesía: Te dejas engañar

Por: Henry Castellanos
El hombre caimán - Alejandro Obregón 

Los poetas, amor mío
Raúl Gómez Jattin

Los poetas, amor mío, son
Unos hombres horribles, unos
Monstruos de soledad, evítalos
Siempre, comenzando por mí.
Los poetas, amor mío, son
Para leerlos. Mas no hagas caso
A lo que hagan en sus vidas.

A Angie.


Te dejas engañar de un par de poemas que me costaron tiempo e imaginación escribir.
Te dejas engañar de unas lóbregas sonrisas que no son más que muecas en la boca de un taciturno.
Te dejas engañar, amor mío, de un solitario escribidor de malas andanzas.

Te dejas engañar de besos que te di
bajo la noche que nos miraba
y nos aconsejaba
continuar por ese callejón sin salida.
Del beso que te planté en la mejilla mientras te amarrabas a mi cintura.
De la sangre que recorre hasta mi pecho y te dice que te quiere a ti.

Te dejas engañar de unas anécdotas mal contadas.
Y de las miradas que clavo en tu rostro sin vacilación.
Y me pregunto, ¿acaso has notado mi pupila dilatarse?
¿Acaso has sentido mi corazón salirse?
Yo creo que no.
Porque no has puesto tus grandes perlas sobre mi trémula boca.

Y lo digo sin pudor ni pena alguna:
                 Te dejas engañar.
Te dejas engañar de quien no te lo dice todo
y al contrario omite hasta la más profunda emoción.

No pretendo hacerte sentir mal.
Quiero hacerte saber que, si te engañé, fue en alabanzas a la verdad que oculto.

Te dejas engañar, claro que sí. Porque hay más para mostrar y decir.
Te dejas engañar porque lo que te ofrezco
no es ni una pizca
de lo que guardo para ti.

Te dejas engañar, dulce amapola, de quien no ve más verdad...
                                                                                                     que tu rostro.

martes, 25 de julio de 2017

Literatura: La última y nos vamos (cuento)

Por: Edgard Vázquez




Pocas veces he sentido tal pavor como el  de aquella noche cuando salía mareado de la calle de Mesones, sostenido por las paredes, con la mente perdida entre la memoria y los ojos divagantes en la oscuridad. El viento acurrucaba mi alma, mas mi alma no se consolaba. A una cuadra, vi partir el último autobús y con él se iban mis esperanzas de volver a casa. Busqué en mis bolsillos y saqué un pequeño reloj de mano: eran las dos de la mañana. Caminé por Correo Mayor aún atiborrado por el demonio de la gula y observé que el cielo tomaba entonces un color almagre; como si un insano amanecer estuviera por ocurrir; como si el sol le robará la virginidad a la luna y el cielo fuera su hijo bastardo. Seguí caminando, tratando de ir en línea recta aunque mi cabeza no dejara de dar vueltas. Tras de mí, ¡sombras!, sombras inmensas camufladas en la noche bajo un cielo carmesí.
Antes de cruzar República de Uruguay, de entre los grandes muros que enrocan la ciudad, se escapó una risa, un melancólico jugueteo infantil. De pronto, un enfrenón violento, después silencio, luego, nada.
Llegué a Carranza y no pude más: volví el estómago. Jadeante y con los ojos casi fuera de órbita, expulsé por la boca una gran mariposa negra que, majestuosa, fue a posarse sobre un faro bajo la luz de la inmensa luna llena. Viré a Pino Suárez y escuché el metro pasar debajo de mis pies. Me percaté que mi nariz fluía, acerqué mis manos y vi que de esta salía fina seda. Un shock eléctrico me recorrió de los pies al cerebro y caí de rodillas, después cayó mi cabeza y quedé paralizado tendido sobre el piso, con la mirada perdida en el sangriento firmamento. Una de las siluetas se levantó del piso y se paró juntó de mí como un niño que ve por primera vez a un gato muerto. Sentí como si el cielo entrara por mis pupilas. No advertí mi respiración; pero escuchaba cientos, miles de pasos, acercarse. El himno de aquellas botas retumbaba en mis oídos, cada vez más cerca, y recobré un mínimo control de mi cuerpo. Cerré los ojos, sentí las botas pisar mi rostro y me desvanecí.
No supe cuánto tiempo estuve inconsciente. El reloj de mi bolsillo aún marcaba las dos. Intenté gatear para reincorporarme pero fue inútil: mis brazos no me sostenían y mis manos eran las de un muerto por hipotermia. Con cada intento que hacía por levantarme me impactaba de bruces contra el pavimento. Me quedé tirado un momento como esperando recobrar algo de fuerza, jalando la mayor cantidad de aire posible. Formé un pequeño charco de sangre y saliva, me arrastré unos metros y, conforme avanzaba, mis labios dejaban su estela sobre el concreto. El dolor volvió a mi estómago. Apenas logre levantar la cara del piso vomité un líquido pastoso, amarillo, hediondo y lleno de plumas. Me tiré sobre mis costillas, rodé hasta la avenida y seguí gateando varios metros hasta llegar a Cinco de Febrero, donde conocería la locura.
Frente al Ayuntamiento vi a un hombre disiparse entre una gran cortina de neblina. Todo estaba bañado en tintes azules: el pavimento, la niebla, los postes y paredes. Todo menos el cielo.
Entonces comenzó una sinfonía nocturna. El viento dio las primeras notas, lo siguieron mis alaridos y, a lo lejos, el ululato de un búho que se acercaba intrépido hacia mí. El inmenso animal se paró sobre mi pecho y, dominante e impiadoso, clavó en mí el par de turmalinas que tenía por ojos. Apenas pude reaccionar; cubrí mi rostro y me giré, picoteó mi nuca y rasguñó mi espalda, revoloteó sobre mi cabeza, tiró de mi cabello con fiereza y después… todo era silencio de nuevo.
¡Vaya epifanía! ¡Vaya embriaguez la mía!
El cielo seguía jugando con sus tonos rojos y parecía ahora una gran gota de vino tinto. Llegué a Dieciséis de Septiembre y después a Cinco de Mayo. Crucé Palma con una salud mental muy deteriorada.
De nuevo escuché las botas más intensas que antes. Giré un poco mi cabeza y de reojo miré abrirse la boca del diablo. Un ejército de sombras se enfilaba a mis espaldas a una velocidad vertiginosa, cada vez se aglomeraban más, y más, ¡y más!, hasta cubrir todo detrás de mí. Se comían los monumentos, se comían las avenidas, ¡la misma luz se la tragaban! No quise voltear más. Atrás ya no había nada, solo lamentos, solo el canto del viento, el ululato y el revoloteo de un enjambre de mariposas. Corrí como si mis piernas nunca hubieran estado cansadas. Mi vista bailaba, pero aún podía enfocar un centro. Muy en el fondo de mi alma quería creer que aún podía. Llegué a Allende, vi la estación del metro abierta, bajé las escaleras con desesperación y me tragué los últimos escalones. Ya no podía regresar, pues advertí que la oscuridad se había comido la entrada con mi espíritu ahí dentro. No esperaba nada más; solo escapar de aquella enorme mancha. Brinqué los torniquetes y un aroma me frenó de golpe: era como si el ambiente estuviera cargado de hierro, pues el aire olía a lo que huele la sangre. Mi cuerpo se sintió fatigado y creí desmayarme de nuevo. Miré por última vez al abismo pero ya no estaba. Todo se encontraba en orden de nuevo. Escuché al tren acercarse, llegó a mí y las puertas se abrieron de par en par. Dentro, un hombre con la pinta de abogado. Me hizo a pasar y, apenas entré, las puertas se cerraron a mis espaldas. No había asientos, me abracé a un tubo recargándole mi cuerpo y mi alma. El tren arráncó y aquel hombre me tendió un pañuelo, sequé mi sudor, limpié mi nariz, carraspee un poco y me dirigí a una de las esquinas del vagón a escupir. De nuevo se acercó a mí, puso su mano en mi espalda, me miró, acomodó su corbata, arremangó sus puños, acarició su barba y me dijo: 
—Edgar, aquí es donde la vida acaba.


viernes, 21 de julio de 2017

Literatura: Granos de arena (cuento)

Este cuento aparece en la antología guatemalteca Soledad de todos modos, de Editorial Los Zopilotes.

Foto: Jose Girl

La vida está en otra parte, dijo alguien en algún fragmento de algún texto que ya olvidé.

Abandoné la lucidez del sueño y la cambié por la abstracción de la realidad. Esa vieja enemiga con la que me topo todas las mañanas. Comúnmente peleo con la ropa, con lo trivial de vestirse y lo trascendente de hacerlo bien y con todo el tiempo que perdemos al hacerlo. Igual, no sé por qué lo hago, si siempre me pongo la bata.
Tomé la ducha habitual de las mañanas, salí de casa, evité a los vecinos que regaban y segaban su jardín y saludé a la ciudad, que me respondía con su lenguaje de ladridos y bocinas en el tráfico.
Salí corriendo. Siempre salgo corriendo. Y casi siempre tengo que regresar para revisar si cerré bien la puerta. Conduje mi Chevy hasta el Hospital Nacional De Enfermos Mentales. Hoy era uno de esos días en que mi labor mesiánica me rebotaba en todo el cuerpo. Hoy iba a ser un día importante.

− ¿A que no adivinas qué dijo el presidente de Bolivia cuando le preguntaron por qué construía más estadios que hospitales? −me preguntó el Doctor Anselmo, un hombre que vivía en los límites de su juventud y se dedicaba por las noches a recorrer prostíbulos y bares.
−No, no adivino −le dije. La verdad, su pregunta me interesaba tanto como los créditos al final de un documental sobre abejas.
Y el doctorcito se agarraba la barriga y los huesos como si se le fueran a despegar del cuerpo, se reía y pretendía que me contagiara de sus arcadas aparatosas. Al final dijo alguna estupidez como que la gente feliz no suele enfermarse. Qué bueno que es presidente y no médico, si no ya tuviera a medio país muriéndose de risa.

Al hospital siempre llego tarde, no es que haya mucho para hacer. Saludo a las enfermeras y ellas siempre me tiran un beso. Pobrecitas. Tan feas y huelen a guardado, a libros viejos. No te las cojas, me dice la entrepierna. Con un par de tragos pasan, me dice el hígado. Hoy es un día importante, me dice la voz en mi cabeza.

Hoy es otro de esos días importantes.
Fui a las clínicas, como todas las mañanas. Le administré a cada uno de los pacientes oxicodona, hidrocodona, diazepam, temazepam, alprazolam y doxilamina en dosis lo suficientemente elevadas para no extrañar tener los pies sujetos a la tierra. Ese es mi trabajo: remplazar ceguera con más ceguera. Otros colegas los violan, los golpean cuando se escapan, los insultan si se quejan. En cambio yo, aunque no memorizo sus nombres ni sus rostros (ni mucho menos los atiendo), los trato.  Muchos de ellos vienen con notas que dicen «desvalido, demente, confuso o desorientado». Parece casi un auténtico epitafio, y muchas veces no sé si hablan de una rata, de un perro o de una persona. No importa. A nadie le importan. Sin embargo, yo los veo, como Prometeo vio al hombre y los compadezco y me digo estos son los nuevos mitos, los héroes modernos, que mueren en un rincón del olvido. Suficiente tienen con el Mahler, Schubert o Schumann que suelo ponerles desde las bocinas del pabellón a la hora de receso después del almuerzo.  No los atiendo; igual, no parecen dar problemas. Si mueren nadie lo notará. Se han ido quitando la vida poco a poco, tanto así que la diferencia es mínima. La sociedad abandona a tipos como estos todo el tiempo, en realidad no los necesitan, ya no son útiles, han dejado de formar parte del engranaje que mueve a la sombra de este basurero que llaman país (aunque en realidad no sospechan lo útiles que resultan para nosotros los médicos, sin ellos no tendríamos trabajo). Poco importa su recuperación. Su existencia se limita, desde ya, a un oscuro recuerdo, a una silla empolvada en el comedor, al domingo familiar deficiente e incómodo, a una ausencia que para un niño pesa más que la compañía de los presentes.

Los veo retozar, reír sin motivos, gritar a las paredes y degradar a otros enfermos confundiéndolos con familiares. Sus jaulas son mentales, puertas abiertas que los retienen y que también retienen a nosotros los normales.
De cierta manera me siento atrapado e inconforme. Para mí ya no hay salvación. Y cuando uno ya no encuentra salvación para sí es porque uno ya está salvado. Y la tarea será salvar a los demás. Y por eso hoy es un día importante. Hoy, esta noche, le doy vuelo a mi oficio de hombre, al hombre que llevo guardado en mi espíritu. La psiquiatría, en cambio, es para la carne y la carne es triste.

Hoy es una noche importante.
Salí del hospital, envolví en bolsas plásticas mi bata y mi ropa y la dejé en la parte trasera de mi Chevy. Me puse una camisa, unos vaqueros y unos zapatos negros, a fin de fundirme con la noche. Tomé mi camino, mi rumbo. Crecí como debí haber crecido hace mucho tiempo. Hoy es el día, me repito. No era la primera vez que lo hacía. Suelo parquearme casi siempre a dos cuadras de mi objetivo, siempre al sur. Hoy no es la excepción. Me bajo de prisa, sin tiempo para sentirme nervioso.

Las luces estaban apagadas. Una casa normal como cualquier otra.
Rocié el picaporte de la puerta con freón y luego lo golpeé con un cincel frío para romper el cilindro. Coloqué el nuevo picaporte y listo. Entre a la casa a mis anchas, en el refrigerador no había mucho, tomé un poco de leche. Apagué las luces, me cercioré que estaba solo y me senté a esperar en el sillón que daba justo a la puerta de entrada. Era cerca de la medianoche.

A la una y media de la madrugada, según vi en el reloj, un auto aparcó en la calle. Yo seguía esperando sin interrupción cuando se abrió la puerta.

En esta casa vive un chico, un chico sin nombre. Bueno, sí lo tiene, pero pareciera que no. Ya saben, te ponen el nombre del tío, del abuelo, del papá, de algún pariente muerto. Te dan ese nombre con la condición de que lo sigas honrando. Y así es, pero terminas siendo más miserable que todos ellos juntos. Así es, has hecho lo que ellos querían, pero nunca te preguntaron lo que querías. No es nada raro. El chico es médico, tiene un trabajo a doble turno por lo que trabaja todo el día, no se ha casado ni ha tenido hijos y no hay un solo gato o perro en la casa.
Hoy yo le iba a dar la oportunidad de su vida.

La habitación se iluminó cuando el chico colocó el dedo sobre el interruptor de la sala.
¡Quién diablos es usted! dijo asustado, pegando la espalda a la puerta.
Le pedí que se arrodillara y se calmara, esto solo durará unos segundos, ya mañana te sentirás más vivo que nunca, pensé mientras apretaba fuerte la punta del revólver contra su frente (revólver que reportaron extraviado hace mucho en el hospital).
Ya sabía su vida, de qué trataba. Lo había estado vigilando, aun así, le pedí que me la contara. No me dio algún dato nuevo, nada interesante, nada lo diferencia de los otros. Temblaba y lloraba, sabía hacerlo, como los otros.
Bajé la pistola un poco, la arrastré hasta su mejilla, de modo que él no tenía otra alternativa que ver mis zapatos pisando su alfombra blanca. Él tenía cara de que no lo creía.  Quizá pensaba que estaba cansado, que los nervios u otra cosa le jugaban una mala pasada. Asuntos de médico, ya saben. Pero no, la pistola era real, pesaba como todas. Hasta entonces, no me había visto en la necesidad de usarla. Posiblemente, el guardia del hospital fue el último y el único. Por seguridad, le había quitado las balas.
 Mis zapatos se humedecieron con sus lágrimas.

Supón −dije−, mejor dicho, hazte la idea que te quedan sesenta segundos de vida y de mi bolsillo saqué un reloj de arena, lo puse con cuidado sobre una mesa a modo que él, aunque en una posición incómoda, pudiera verlo−. ¿Qué te gustaría hacer?

Desde chico, recuerdo, me han gustado los relojes de arena. Se asemejan, y no lo digo por decir, mucho a las mujeres y sí son, y en esto sí me puedo equivocar, tan perniciosos como éstas. Muchos granos cristalinos cayendo a una velocidad de setenta y tres granos por segundo, lo que haría un total de cuatro mil trescientos ochenta granos por minuto. Eso era lo que este chico tenía para responder a mi pregunta.

Pero solo lloraba y se apartaba de la punta fría del cañón que él humedecía con sus lágrimas. El cañón le parecía demasiado frío o le causaba miedo, así que pregunté de nuevo y él respondió:
No lo sé…entre sollozos−, no lo sé…
¡Vamos! Es fácil. No lo eches a perder dije sereno mientras apretaba los dientes. Los granos seguían cayendo con indiferencia.

Sujetos como éste siempre lloran, ruegan por su vida como comadrejas en una jaula en el patio trasero de algún restaurante chino. Con el revólver pegado a sus sienes siempre eligen hacer algo muy diferente a lo que se dedican o hacen. La mayoría elige viajar, ser pintor, vivir en el campo, o, simplemente, irse de la casa de su madre y casarse; pero este chico no hablaba. El veinticinco por ciento responden en los primeros treinta segundos, el cincuenta por ciento en los siguientes quince y el resto en los quince segundos restantes.
Quedaban quince segundos. Pregunté de nuevo:
No lo sé, no lo sé. Llévese el dinero, no lo quiero repetía y repetía como lo había hecho sus últimos treinta y tres años.
El tiempo se acercaba y empezaba a sentirme nervioso. Que no respondiera, no era una posibilidad, tenía que hacer algo. Era tan sencillo, después lo dejaría ir.
Todos respondían. Sería vergonzoso que no lo hiciera.
Vi el reloj de arena, él también lo vio con agonía, y el último segundo cayó por aquella cintura de mujer.

Tenía que asustarlo.
Jalé del gatillo, como era mi obligación, con toda confianza.

Sin presentirlo siquiera sus sienes se esparcieron en mi pantalón, en la alfombra, en mi frente y en el cañón. Apenas creí lo que había sucedido.

Salí de la casa como un autómata, y hasta poco después pensé que mis huellas podrían estar en la bala. Pero yo no puse esa bala en ese revólver ni en ningún otro, me dije. Hui por unos vericuetos entre las casas, con dificultad me deslicé hasta mi coche.
Arranqué confundiendo las llaves, vi por el retrovisor, estaba sudando, nadie me seguía.
Aparqué frente a mi casa.
No podía dejar de ver por el retrovisor.
El cincuenta y tres por ciento de estos crímenes no se resuelven, me dije. El padre de este chico murió muy joven. Su madre se casó. El padrastro lo maltrataba y la madre le obligó a cursar la carrera de Medicina porque ella nunca la pudo cursar; conseguido esto, ella y su nuevo marido se marcharon a otro país creyendo terminada su labor. Él no tenía esposa ni novia ni amigos; tenía un nombre y era su profesión. Nadie lo reclamará, me dije.
Me recosté unos minutos en el sillón de mi coche. Me cambié de ropa y guardé la pistola en la guantera.
Todavía podía escuchar mi respiración, se iba tranquilizando, incluso mis pasos hacia la puerta adquirían más peso de lo debido. Pensaba tomar una siesta profunda, mañana sería sábado, no tenía que ir al hospital. Caminé hasta la entrada de mi casa.
Abrí la puerta y prendí la luz.
Arrodíllate dijeron detrás de mí.
Mi cuerpo se vio empujado hacia abajo por la presión que ejercía la punta helada de un revólver, según deduje. Ni siquiera podía verle el rostro. Me empujaba hacia el suelo. Era mi casa, no había duda, mi sillón, mi alfombra, mi lámpara, todo parecía mío y a la vez se me hacía tan lejano.

De alguna forma, que me asustaba, sabía lo que iba a decir; sabía la rutina, incluso podía sentir el pequeño reloj de arena que él cargaba en su bolsillo. Era uno rojo, de unos doce centímetros, lo había conseguido en un juego de mesa cuando niño.
            Luego, habló (era un hombre):
Supón que tienes sesenta segundos de vida temí que no continuara, luego me resigné. ¿Qué te gustaría hacer? primero fue una ocurrencia; luego, una inquietud, con horror, ahora, es una confirmación: su voz, firme y gruesa, era la mía.
Él vestía mi ropa y con un rigor inexplicable era una copia mía, o yo de él; dudé de mi autenticidad. No me costó pensarlo demasiado. Le dije, respondiendo a su pregunta que yo tantas veces ya había hecho, convencido y con nostalgia, que quería pintar mi retrato. Él bajó su pistola, se sentó en el sillón y se ofreció de modelo.
No objeté la propuesta.

De pequeño, en la escuela, fui muy inquieto, terminaba mis ejercicios muy pronto, yo no sabía mi injuria, y se me daba por molestar a mis compañeros. Los maestros, para evitar que interrumpiera a los demás, optaron por darme hojas en blanco y, desde entonces, me hice hábil en la pintura y el trazo libre. Así que pinté mi retrato, sin técnicas u otros barrocos. En tres horas con treinta minutos terminé mi pintura. Sin embargo, por azares que desconozco, el reloj de arena marcaba unos cincuenta segundos. Cada grano caía con la misma fuerza con la que caen los hombres: sin distinción y tan parecidos.
Me hinqué y él volvió a colocar el revólver en mi frente.


 Cuando el plazo concluyó y el último grano de arena se deslizó por aquella cintura que parecía de mujer, él disparó.



Sobre el autor:
Reacio a las multitudes e inquilino de bibliotecas, Matheus Kar nació en Guatemala en  1994; aunque su muerte sigue sin definirse, podría ocurrir cualquier día. Ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014. Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala. Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test.  Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el certamen Cantos de Trova (2015)Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Su trabajo aparece en antologías, revistas y blogs. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). 

miércoles, 19 de julio de 2017

Literatura: En este otro viaje (relato)

Por: Antonio G.


Saint-Georges majeur au crépuscule (1908-1912) - Claude Monet


El problema, ahora que lo pienso, debe de ser que nadie te avisa. Además, existe esto otro: la muerte no depende de ella misma, sino también de la locura de aquellos que nos rodean. ¿Y de qué depende la locura?

Es difícil saber el color exacto del que se pintará esta tarde el cielo. Es difícil porque no creo que alcance a verlo. Estoy muriendo. O moriré. No hay otra cosa que describa esto que siento; esto que se cierne sobre mí debe de ser la muerte. No es otra cosa que un frío funesto al que no pensé enfrentarme en este día. Porque nunca hay día en que uno esté preparado para morir. Nadie nos entrena y heme aquí. Ha pasado. Un sonido, dos sonidos. Luego la tierra que beso. 
La primera vez que estuve así, lamiendo el piso, fue cuando otro niño me golpeó en la primaria. En ese entonces yo también era un niño y no este individuo alto que soy ahora. O que era. Y a pesar de lo alto esta caída no me ha dolido como me dolió aquella vez que ahora recuerdo. Y por eso sé que estoy muriendo, porque no me duele, porque no siento. Los vivos qué dieran por no sentir algunas cosas y los muertos daríamos todo por sentir siquiera una sola. A pesar de eso a quien veo en este momento no es al que produjo los dos sonidos, sino al niño que me tiró hace tantos años. Antes le dije que me dejara en paz, pero ahora, más grande y más audaz, aún con más ganas de vivir, le digo que vuelva a golpearme, y no para que deje en claro su valentía o su coraje, sino para que me haga sentir. Porque sólo quiero eso. Só
lo
  quiero eso.
Volver a la vida que se me escapa tan rápido por aquí, y por acá también. La primera vez que besé la tierra estaba lleno de vida y ahora se me va para quedarse ahí. Polvo al polvo. 
Diría que la mañana me trajo a este momento, pero no fue la mañana, ni la decisión de cambiar de trabajo; ni tan siquiera la necesidad de más dinero, o la vida misma. Tampoco la muerte y quizá esto sea lo peor: morir y no poder echarle la culpa a ella. Porque ella estaba en otro lado, quién sabe dónde, pero seguro que no estaba planeando tocarme. En estos días hasta la muerte está estresada de tanto trabajo. Gotas muertas sobre más muertos. Y me pregunto si también cobrará urgencias, si tendrá horarios normales y otros en los que trabaja a un mayor costo. También por eso sé que muero; aunque quizá ya esté del otro lado: sólo a los muertos nos interesa la vida de la parca, mientras que para los vivos es un tema olvidado. Y yo vivo ya en el olvido, o al menos para eso tengo que prepararme. Como en un recuerdo maldito, marchito.
Así que a nada ni a nadie puedo echarle la culpa en estos segundos que se me esfuman como este polvo que vuela con el viento. Porque uno, hasta este momento, es cuando capta los pequeños detalles: las partículas meciéndose en el aire. La culpa… es externa, es de aquellos que planearon, de esos los titiriteros, de esos de los que yo no sé nada y de los que quizá nunca nadie sepa. Antes era número de vida y por ellos ahora voy a los números de muerte. Viaje directo, sin escalas. Involuntario. Muy importante lo último y esto otro: es un viaje que nadie agradece.
Y l                  a c
u
lpa es de eso que ni a
                                  hora puedo ver. 
Soy fruto de una mala planeación, de un mal movimiento, de una respuesta natural a algo antinatural. Y luego este golpe y este otro y un dolor agudo que sofoca.
Después la nada y qué recuerdos. La familia que aparece, las sonrisas que van y vienen. Luego estos gritos que no son ni míos pero que quisiera alguno lo fuera. Y sé que tengo que decir adiós, sé que me voy, pero me da miedo cerrar los ojos y no volver a mirar ese rojo ese blanco este polvo ese negro esa luz de
   de
cielo.
Uno. Dos. Sé que va a pasar. Y hago como que cierro los ojos aunque no lo haga de verdad pero sí digo adiós y dejo que el amor se me salga por las hemorragias. Y espero que mi familia lo sienta. Y trato. No. No trato.
Puedo.
Voy. Voy a morir feliz porque de no hacerlo, me negaría a eso último que puedo cometer, a eso último que nadie
         va
                  a
        quitarme
Le
  doy mi última felicidad al mundo y me despido del viento, de los sonidos, de los brillos, del baile, de las risas que di ayer, de las de hace un momento, de mi primer beso, de mi último llanto, de la primera vez que te tomé la mano, de cuando hice el amor, de cuando lo hice sin que hubiera amor de por medio, de la vez que lloré por una traición, de ese momento en el que pensé en traicionar, de los minutos que no quise hablar, de los minutos en que hablé de más, del silencio que hice sólo para enfadar, de los enfados mismos, de cuando me privé de ver el vuelo de los pájaros, de no haber visto los más rojos atardeceres ni de haber disfrutado algunas gotas de lluvia, de no siempre haber gozado un día soleado y de no querer caminar por las mañanas, de cuando vi a mis hijos entrando a la escuela, de cuando tuve que dejarlos en ella por vez primera, de mis enojos, de mis angustias, de mis preocupaciones sin sentido, de las que sí tenían sentido, de mi arrepentimiento, de mis remordimientos, de no haberte dicho una última buena palabra, aunque la hubo, sí que la hubo, pero nunca hay una última buena palabra ni un último buen gesto para despedirse y entrar en este otro viaje, porque el problema es que nada sabe a último y a veces uno da los besos sin muchas ganas y dice cosas como por costumbre y de eso me despido también y de eso me arrepiento otra vez. Y el rugido del mar se levanta, las olas rompen contra mi abdomen, después contra mis pulmones. El ruido de la tormenta llena mis oídos, las gotas de lluvia entran por todas partes de mi cuerpo sin mi permiso y tapan mis arterias y pobre de mi sangre que no fluye. Y el corazón salta, salta, salta, pero ya no hay remedio aunque siga luchando. El polvo se levanta, se lleva partecitas mías hacia arriba, hacia abajo también. Me hundo y me elevo en este mundo lleno de ruidos y de movimientos. Porque es el último momento, la sonrisa definitiva. 
La muerte
      la
    acerca
Y aquí
Estoy
Aquí
Te
     a
                m
           o
ADios.


Poesía: Arena

Por: Luisa Chico




Rubia, morena, polvorienta o granulada, pero siempre arena.
Arena que acoge mis pasiones en silencio, con paciencia.
Arena que ampara mis lágrimas aislándolas del mundo.

Arena que calienta mi maltrecho cuerpo cuando me abandono en ella.
Arena que me sirve de lecho retrasando el momento de volver al silencio de una casa vacía.

Arena sobre la que vuelvo mi desazón cuando no quiero pensar.
Arena que me acerca al mar, que es como acercarme a ti aunque no estés a mi lado.

Arena como base, bajo el techo azul que me cobija, mientras la palmera se mece indolente sobre mi cabeza haciéndome sentir en casa.
Arena rubia, morena, polvorienta o granulada, pero siempre arena.