lunes, 16 de enero de 2017

Literatura: Penitencia (Cuento)

Por: Luis Alejandro Ortiz


(San Pedro Penitente de los Venerables - Por Bartolomé Estebal Murillo)

I
…Y el perdón de los pecados, amén.

–Alabado sea el Señor, Ernesto.

El hombre no respondió de inmediato. Iba cabizbajo desde que salieron de la casa para llevar aquel cuerpo a misa. Un viento gélido hacía a la iglesia más triste de lo que era. Mientras, los que no pudieron entrar permanecían arremolinados afuera, cubiertos de rosas silvestres en una lluvia intensa de oraciones por el descanso eterno de don Julián. Pronto comenzó a nevar.

– ¿Qué dice usted?

–Que alabado es el Señor.

–Para mí no lo es, ni para toda esta gente.

El aire helado soplaba con todas sus fuerzas, como queriendo disipar a la gente. Pero nadie se iba a rendir hasta que el último grano de tierra cubriera la tumba de don Julián, así tuvieran que caminar tanto sin algo que los cubriera del frío más que las flores y las hojas ya lacias de los ramos. Esto porque don Julián quiso que lo enterraran mero arriba.

 Los maizales que nunca dieron fruto parecían llamas extinguiéndose a medida que el sol se ocultaba tras aquellos cerros de piedra enmohecida. El terreno era ya tan pedregoso que anticipaba la subida a la Sierra, y el frío de la noche también se los dijo. Pero ese fresquesito nomás era un suave delirio, un recuerdo de las tardes de campo, pues la verdad era que para llegar a la mera Sierra todavía faltaba atravesar la noche, y ahí sí que era un frío y un silencio desgarrador.

 La multitud reclamaba lo mismo que su hijo, que Dios se lo llevó muy pronto, cuando más lo necesitaban. Que sin él aquel pueblo quieto iba a morir olvidado, pues lo cierto era que a don Julián lo admiraban todos, hasta los que de muy lejos iban en bicicleta a verlo. Él los había salvado de la pena y la tristeza hasta ese entonces. Pero esos recuerdos ya no eran nada. Por el momento sólo importaba dejar atrás su memoria, para no seguir sufriendo. Puesto que él se iba al olvido, ellos también lo harían.

Pasaron dos días desde que lo sepultaron. Algunos se fueron del pueblo en bicicleta, y los aprovechados salieron ganando con aquella situación, comprando lo poco que la gente tenía que vender, a precios ridículamente bajos. ¿A dónde irían? Pues quien sabe, pero la verdad era que aunque se fueran a morir, era mejor en otro lugar.

Ernesto cayó en una depresión terrible, y buscó cobijo donde su padre siempre renegó. Una vieja cantina al margen del río. Pidió lo que hiciera efecto más rápido. Nubarrones de luces inundaron su vista, y unas punzadas en la cabeza empeoraron la situación. Pasó un rato hasta que no vio entre la oscuridad más que la luz de la luna reflejada en su vaso. Una suave voz rompió el silencio.

– ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?

Escuchó a dos ancianos sentados en un rincón. Discutían sobre la resurrección en el evangelio de Lucas. Y es que en lo que todos pensaban era en resucitar, pero que fuera en otro lugar, tanto que todo el día la iglesia se abarrotó de gente pidiendo la resurrección, reclamándole a Dios que se había equivocado al ponerlos primero en el infierno que en la Tierra.

Sintió que le tocaban el hombro. Era el cantinero.

–Récele a su padre esto, y aquello –le escribió dos oraciones en el papel– y verá que encontrará la paz. Y estoy seguro de que todos los locos de aquí lo haremos.

El hombre lo miró tristetomó aquel papel amarillento, como una hoja de ceniza apelmazada. Se disponía a orar en silencio cuando fue interrumpido nuevamente por el cantinero.

–Aquí no. No lo escucha. ¿Qué no ve que estamos abajo y él hasta mero arriba? Tiene que ir usted.

El hombre lo miró con dificultad. La luz de la luna no se reflejaba muy bien en su rostro.

–Acompáñeme, iremos cuando cierre.

–No puedo, tiene que ir solo, y rezar solo. Además, aquí nunca he cerrado.


II

«Y estoy seguro de que todos los locos de aquí lo haremos», se repetía Ernesto en la cabeza. Tanto miedo le causó el pensar que estaba loco, como aquellos viejos y la gente fanática del pueblo, convencida enteramente de la resurrección porque, según ellos, habían recibido señales divinas, que se apresuró a seguir el sendero que guiaba a las montañas. Se acordó de su abuelo, cuando los despidió para irse a vivir allá, y días después encontraron su cuerpo en el valle, desparramado, sangrante, todavía rojo de coraje, con las espinas enterradas de los magueyes y las biznagas, y unos ojos maldicientes, quién sabe por qué. Iba tan sumido en el terror de la noche, que no pudo más que sentirse aliviado al ver a un hombre que le habló suavemente. Era el cantinero.

–Tuve que venir –le dijo– Sabría que tendría miedo. Y todavía anda medio borracho para subir, así que lo dejaré a mitad del camino, cuando ya haya sudado todo el alcohol y recuperado la razón total.

– ¿Y cuál razón total voy a tener –dijo–, si me dirijo a hablarle a un muerto?

El cantinero se encogió de hombros. Caminaron durante un rato hasta que las ramas de los árboles cubrieron todo el cielo, dejándolos en oscuridad total,  y ya no sabían si subían o sólo rodeaban la montaña. Ernesto iba enojado.

–Le contaré –dijo el cantinero en tono firme, como si Ernesto le hubiera preguntado algo–. Su abuelo era un hombre ambicioso. Siempre juró que nos compraría casas allá más cerca de lo habitable. Y que si eso no pasaba, que él se encargaría de traer inversionistas hasta acá, que les iba a regalar terrenos para que construyeran lo que quisieran, fábricas, casas, todo, con la promesa de que a cambio nos construyeran también buenas casas, y nos dieran buen trabajo. Su abuelo estaba decidido, y pronto todos se decidieron con él. Un día salieron él, don Julián y cuatro hombres más rumbo a la ciudad. Ya sabe usted que se tienen que atravesar dos noches y casi dos días para llegar, por lo mismo se fueron en pleno abril, a pie, jurando que regresarían en bicicletas, y con contratos de los hombres que traerían el progreso hasta acá.

Las estrellas se vieron nuevamente. El hombre tomó un sorbo de agua que traía en una botella lavada donde antes había tequila. Le ofreció a Ernesto pero él se negó.

–Pues le decía. Así quedó. Yo no pude ir, porque yo nunca cierro, pero les di agua en botellas de estas, y las mujeres les dieron comida suficiente, y palos macizos con cuchillos atados en la punta, por si se llegaban a encontrar un coyote.

El hombre hizo otra pausa. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se agachó y agarró a un alacrán por la cola –sólo Dios sabe cómo lo vio–. Luego se lo tragó.

–Nomás regresaron tres. ¿Sabe quién regresó? Mi padre. Pero él se murió llegando, en cuanto lo abracé. Cayó en mis manos como alegre de verme después de vivir algo terrible.

– ¿Qué le pasó a mi abuelo y a mi padre?

–Su abuelo subió a la montaña ese mismo día. Dijo que allá iba a vivir, que se dio cuenta de que ya no podía hacer todo lo que quería hacer, que ya hasta el camino le cansaba, como le cansó a los otros. Y que por lo mismo ya no pudieron traerse los cuerpos. Yo nunca le creí eso, Ernesto, porque mi padre, aunque viejo, era macizo, fuerte. Tal vez más fuerte que usted y yo juntos. Ni aunque un alacrán le picara dos veces le pasaba algo. Pero quién sabe. Entonces su abuelo dijo que Julián sí era joven, y que nosotros también lo éramos. Y aunque don Julián nos animó a ir, nunca quisimos, por miedo. Si hubiéramos sabido lo que les pasó a los otros, tal vez sí, pero no teníamos idea. Y su padre se iba solo, y nunca le pasaba nada. Luego, Ernesto, nos enteramos de la muerte de su abuelo, y don Julián, desolado, nos dijo que él nos ayudaría, en honor a su memoria. ¿Piensa usted que sí nos ayudó? Es que usted estaba chiquillo. La gente, Ernesto, se vanagloriaba de su padre, porque él nos trajo aquellas bicicletas ya oxidadas, y hacía que viniera la gente aquella a ver los terrenos, y a traernos comida de vez en cuando, pero nomás eso. ¿Sabe usted por qué lo querían tanto, Ernesto? Porque nos mantuvo la esperanza, y esa esperanza fue la que nos levantaba día a día de buen ánimo. Si un día no pasaba nada, dormíamos felices, pensando en que al otro pasaría algo bueno, pues él mismo nos lo decía así. Por eso lo quisieron tanto, aunque en realidad nunca hizo nada.

Ernesto estaba a punto de interrumpir, cuando el cantinero le ganó la palabra.

–Ahí había un cuerpo, y por allá otro. Yo los vi, no nomás era su abuelo. Ahí los dejó tirados. Pero nunca quise decir nada de los demás cuerpos para no matar la esperanza. El error lo cometió su abuelo, cuando en el camino le dijo a don Julián a dónde podía irse. Y don Julián se molestó. A mi padre nomás se lo trajo así, todo aporreado, para que pensáramos que todos se habían muerto de cansancio. Y a su abuelo…pues ya sabe para qué se lo trajo. Ernesto, ¿cree usted en la justicia?

El hombre ya casi no se oía entre la cantadera de grillos de la montaña.

– ¿Qué dice usted? ¿Cómo es que sabe eso? ¡Calumnia a mi padre!

–Justicia –clamaban unas voces molestas, cada vez más y más fuerte, separando en sílabas la palabra– Justicia, jus-ti-cia.

Aquello se convirtió en un tumulto de voces, en un griterío infernal donde Ernesto no veía nada, y hasta entonces pensó en la resurrección. Luego todas las voces se silenciaron. El cantinero habló.

– ¿Piensa usted en la resurrección? El cura ha salvado a su padre –dijo– Y la gente. ¿Se acuerda? “Por Jesucristo Nuestro Señor” Por él se lo pidieron. Y don Julián ya descansa. ¿Entonces quién le va a pagar a esta gente? Sí…le pidieron a Dios que salvara a su padre, pero no dijeron nada de usted. Yo no sabía por qué los mató, hasta que me reencontré con mi padre. Justicia, Ernesto, por aquellos hombres muertos, por su difunto abuelo que en realidad nos iba a salvar. Por los que su padre mató. Usted será la penitencia de su padre.

viernes, 13 de enero de 2017

Literatura: Destazando a "Otra vuelta de tuerca" de Henry James (reseña)

AUTOR: Henry James (1843-1916)
PAÍS: Estados Unidos
PUBLICACIÓN: 1898
EDITORIAL: Bibliotex

COLLECCIÓN: Las 100 joyas del milenio. Vol. #95
ISBN:
 978-84-8130-218-9
PÁGINAS: 118



 Del mismo escritor de Retrato de una dama (1881), Daisy Miller (1878), Los embajadores (1903); tenemos una aparentemente típica novela gótica que procederemos a destazar.

El argumento no es original, ni siquiera para la época. Una joven institutriz es contratada para cuidar de dos huérfanos altamente suspicaces, Flora de seis años y Miles de diez. La trama toma lugar en la mansión de Bly en Essex, Inglaterra; donde la protagonista entabla amistad con la señora Grose, la ama de llaves a cargo de dicha mansión. El dueño de la mansión y tío de los niños, por motivos desconocidos, vive en otro lugar y procura mantenerse ajeno a todo lo que pudiese ocurrir allá. Y como no podía faltar, las ánimas de dos ex empleados parecen acechar o tratar de interactuar con los niños.

La narrativa es muy lenta. De no ser por los guiones que indican el comienzo de un dialogo, se podría desfasar entre los soliloquios de la narradora a su interacción con otros personajes. En realidad puede resultar tediosa en sus primeros tres capítulos. Incluso Cormac McCarthy, célebre autor de La carretera, Meridiano de Sangre, No es país para los viejos, etc. no considera como literatura la obra de James.  

Pero si el lector tiene paciencia y gusta probar algo poco convencional, seguirá leyendo y sabrá por qué este no es un relato gótico ordinario y tiene bien merecido su lugar como una de las mejores obras de horror de todos los tiempos.

Hay que destacar la ambigüedad con la que intencionalmente está redactada. Henry James obliga al lector a utilizar todo su intelecto, o en su defecto el morbo, para ensamblar todas las situaciones que se nos presentan en la obra. Un ejemplo bastante simple de lo que a menudo se verá en esta lectura: Sin duda los difuntos Jessel y Quint llevaron una relación turbia, que de alguna forma involucró a los menores, pero jamás se aclara de qué forma o hasta qué grado pudieron corromperlos.Por igual, las conversaciones de todos los personajes están siempre pausadas, rara vez son abiertas o concisas, dando a entender que entre ellos mismos saben de lo que están hablando, lo que incita a estimular aún más a tratar de interpretar lo que se lee. Rindiendo homenaje, ahora al título de la novela, es cuestión de perspectiva sobre la estabilidad mental de la institutriz; como pueda que los fantasmas sean reales, pueda que no. 

Hay algo que el lector debe de saber, ya que puede ayudar a comprender mejor el comportamiento de todos los personajes principales, y el por qué de la narrativa tan sinuosa. El autor tenía un hermano, William James, quien fue un famoso psicólogo por fundar la psicología funcionalista. La psicología funcionalista estudia la conciencia como una herramienta que ayuda al humano a adaptarse al entorno en que se encuentre. En este caso, cómo la institutriz enfrentaba sus conflictos personales y las actitudes que adoptaba ante los niños y/o la señora Grose; ídem la perspicacia de los menores; o la actitud huidiza, y a veces condescendiente, del ama de llaves.

En menos pocas palabras, quien no logre penetrar en la mente de los personajes, encontrará este libro altamente aburrido. Por otra parte, aunque se logre “encarnar en ellos”, es inevitable que la interpretación del mismo varié entre los lectores.

Sin importar si Henry James predicaba las teorías de su hermano; o sólo quisiera darle libertad al lector de armar su propia historia; por más vueltas de tuercas que le demos al asunto, siempre quedarán las ganas de volver a leerlo. 

miércoles, 11 de enero de 2017

Ensayo: La Castañeda - Breve semblanza de un fallido proyecto de modernización

Por: Karim Yaver

Manicomio General, La Castañeda

«Orden y progreso». Lema y base ideológica sobre la que se erigió ―o buscó erigir― el gobierno porfirista que daría vida a un flamante monumento a la modernidad: el Manicomio General, La Castañeda, encarnación pétrea de arquitectura afrancesada (modelada a partir del psiquiátrico galo Charenton), entre cuyas paredes habría de habitar por cerca de cincuenta años una variedad particular de sujetos que, en su gran mayoría, conformarían un muy característico organismo sin voz ―y, hasta hace no mucho, sin historia: los otros, los obstáculos en la vía de la máquina progresista y arrasadora que no mira sino hacia un ilusorio adelante; los locos.
La Castañeda nace entonces de entre el ansia que este lema fastuoso exigía: México necesita modernizarse, México es una nación en crecimiento que debe alcanzar una alta meta: el «primer mundo». El único camino viable para el gobierno en el poder fue, por tanto, imitar los modelos extranjeros.
Porfirio Díaz en la inauguración del Manicomio General
Es de pocos desconocido que las ambiciones de Porfirio Díaz se concentraban en alcanzar los estándares de la cultura francesa, en mayor medida, así como los de la norteamericana e inglesa (de ahí la imitación descarada, aunque no siempre desafortunada: como ejemplo de acierto el Palacio de Bellas Artes). Pero, ¿qué era lo que caracterizaba a estas naciones que las hacía ser, precisamente, Estados que habían alcanzado ya un estatus social, económico y político con el que México apenas podía soñar? El secreto, se pensaba, la clave para alcanzar el éxito, estaba en el trato a las clases desfavorecidas: mientras mejores y más óptimas fueran las políticas públicas, las estrategias de crecimiento y desarrollo social, mayor orden en el entramado socio-económico podía alcanzar una nación. Un claro ejemplo del trato a las clases desfavorecidas fue precisamente la administración de los cuerpos que el desarrollo acelerado de la modernidad capitalista había relegado a las periferias: los indigentes, los locos, los perversos, los alcohólicos y drogadictos, los «débiles mentales». Tanto Francia como Estados Unidos e Inglaterra, se caracterizaban por sus modernísimos y ultra progresistas hospitales psiquiátricos, por las técnicas que continuaban desarrollando con el fin de reinsertar a los individuos desviados a la sociedad ―cuando podían ser reinsertados― y por la dirección de aquéllos que quedaban a la deriva, con el fin de alcanzar, no sólo el orden anhelado y el progreso deseado, sino también la estabilidad que un país como México, nacido del conflicto y que no sabía lo que era vivir fuera de él, apenas comenzaba a conocer. La solución: centralizar la atención en un solo espacio: desarrollar un hospital psiquiátrico que funcionara como centro no sólo de tratamiento sino también de producción de conocimientos. Formalizar la psiquiatría.
El panorama en un principio lucía prometedor ―al menos para el gobierno porfirista―, pues el detalle que hacía falta para llevar a los hechos la ideología en el poder había sido concluido: el primero de septiembre de 1910, en medio de la fastuosidad y la aristocracia del México de la época, y en presencia del presidente Díaz y su esposa, se inaugura el Manicomio General en la hacienda de La Castañeda ubicada en Mixcoac, a las afueras ―en ese entonces― de la ciudad capital. Dos meses y diecinueve días más tarde, la paz relativa que el gobierno dictatorial porfirista había alcanzado, se vuelve a derrumbar: inicia la Revolución Mexicana.


Zona de Mixcoac, vista desde el aire, en 1958. Se señalan en rojo las instalaciones de La Castañeda, en naranja la avenida Revolución, en azul las avenidas Molinos y Río Mixcoac, y en verde la línea del ferrocaril (Blvr. Adolfo López Mateos -Anillo Periférico-).
No obstante los anhelos al fin cumplidos de fundar un espacio arquitectónico vanguardista como el Manicomio General, el estallido de la Revolución significaría una gran traba para su mantenimiento. La convulsión social que el conflicto armado fue dejando en la ciudad y en el gobierno, derivó en un periodo de abandono y estancamiento de La Castañeda. Las consecuencias posteriores, debidas en gran medida también a la Revolución, aun cuando ya se habían asentado los gobiernos revolucionarios, contribuyeron a ser su ruina: la ocupación posterior de la ciudad por parte de los ejércitos revolucionarios (La Castañeda fue irrumpida durante un periodo largo por una facción del ejército Zapatista; mientras éste ocupó el hospital el descontrol entre los internos reinó, y cuando lo dejó muchos de éstos se unieron a sus filas y se fueron también); la desenfrenada migración a la ciudad desde las provincias ―migración que ya venía dándose desde la época anterior, debido, entre otras cosas, al arrebato de tierras a los campesinos indígenas―; la proliferación del desempleo y la pobreza generalizada y extendida que vino después, etc.
La génesis de su caída, por otro lado, no habría partido ―ni habría sido consecuencia solamente― de la Revolución.
Philippe Pinel (1745-1826), padre de la psiquiatría moderna
La psiquiatría en México nacería en la década de 1880, como resultado de la evolución de una postura inicial que, inspirada en las ideas del francés Pinel, padre de la psiquiatría moderna, veía en el loco a un niño-adulto incapaz de dirigir sus acciones, perturbado a raíz del desenfreno que la sociedad moderna industrializada había provocado en él y en los suyos, los menos favorecidos. La «terapia moral» de Pinel, no obstante, se quedaría como proyecto frustrado en nuestro país, y daría pie entonces a una visión mucho más práctica y funcional: el loco no es ningún niño-adulto, es el producto de una serie de factores (genéticos, raciales, de género, etc.) que lo vuelven, en tanto sujeto situado en la esfera más inferior del estrato social, propenso al alcoholismo, a la perversión, al crimen. La psiquiatría se asimilaba a la criminología, y, bajo este tenor, el Estado porfirista habría de actuar: la solución fue desarrollar un dispositivo eficiente de reinserción, cuando ésta pudiera darse, o de confinamiento, con el fin de evitar el «contagio espiritual» entre los ciudadanos sanos, racionales. Es de destacar, por ejemplo, al escritor y poeta modernista, Manuel Gutiérrez Nájera, como férreo impulsor de las prácticas de confinamiento para aquellos que, como él y el resto de la clase burguesa dominante consideraban, no hacían más que dañar la moral de los ciudadanos respetables y contribuir a la pérdida de los valores tradicionales. No por los débiles los buenos debemos sufrir las consecuencias, parafraseándolo.
La Castañeda, por tanto, no significó un esfuerzo de modernización solamente a partir de la vía de la sanación del enfermo, de la práctica médica y del desarrollo científico que habría de legitimar el hipotético estatus de «nación en progreso». Fue también un medio de segregación social, racial y de género que habría de favorecer a las clases privilegiadas y que, en su interior, a la manera de un microcosmos que se re-crea a sí mismo (constantemente), reproduciría esta misma segregación, este gran énfasis en la conveniente diferencia: en medio de la supuesta ―y perseguida― homogeneidad dentro del hospital (a los internos se los vestía a todos igual y se les rapaba la cabeza con el fin oficial de promover la higiene), una heterogénea proliferación de identidades se hacía presente ya desde su diseño arquitectónico: el hospital estaba constituido por un edificio central correspondiente al área administrativa y por una serie de edificaciones periféricas, correspondientes cada una a un pabellón distinto: el de los pacientes distinguidos (los que pagaban cuotas, subdivididos a su vez según lo que pagaran), el de pacientes peligrosos (remitidos por la policía o considerados violentos), el de los imbéciles (con retraso mental evidente), el de los epilépticos (uno de los más numerosos) o el de los infecciosos (diagnosticados con sífilis, tuberculosis o alguna otra enfermedad infecciosa). Por supuesto, quienes pagaran recibirían un trato mejor, quienes no, se dejarían al olvido. De aquí que no sólo se internara a los que estorbaban en las calles y en las comunidades rurales, sino también a aquéllos que obstaculizaban los intereses de las familias más ricas, con el fin de resguardar el prestigio y el patrimonio.

El estallido del movimiento revolucionario motivaría que la misión inicial del Manicomio General pasara de convertirlo en un sitio de re-formación, a tenerlo como un mero lugar de asilo. Como mencioné, la migración hacia el centro del país, la falta de suministros y demás efectos de la lucha armada, provocaron la proliferación de la indigencia y la pobreza. Se volvió fenómeno común que los sin techo encontraran en La Castañeda una morada. Debido a esto, y a la falta de atención por parte de las autoridades, preocupadas por asuntos considerados más importantes, la sobrepoblación en el hospital y la falta de recursos lo llevaron a una degradación acelerada. Criminales, indigentes, niños de la calle, prostitutas, esquizofrénicos, alcohólicos, indígenas despojados, mujeres rebeldes, retrasados mentales, en fin, esos otros del principio, los marginados, todos se daban cita en este concentrado universo carente de recursos para sostenerse. 
Hacia 1968, tras cincuenta y ocho años de existencia, de una existencia que se tambaleó siempre entre las aspiraciones de la ciencia médica y la mejoría social, y la dura realidad que la atravesó (la convulsiva Revolución, el dificultoso trayecto para alcanzar la estabilidad de los gobiernos revolucionarios y los ataques y señalamientos de la prensa y de las conciencias concernidas por la integridad de los internos), tras severas denuncias de violaciones a los derechos humanos y después de haber proliferado en demasía las leyendas negras, el hospital es derribado. El diagnóstico: fracaso. Un terrible y enorme fracaso del cual la ciencia médica en general, y la medicina psiquiátrica en particular, tendrían que aprender. ¿Pero a quién habría que atribuirle este fracaso? ¿A Porfirio Díaz y a su gobierno, quienes equívocamente buscaron establecer en un país de infraestructura «ineficiente» un proyecto demasiado ambicioso para hacerlo encajar? ¿A la Revolución y sus consecuencias? ¿A los gobiernos posteriores que, en lugar de buscar encaminar los esfuerzos del régimen anterior, impulsándolos con una ideología más acorde a la lucha que los había llevado al poder, dejaron el hospital a su suerte hasta que fue necesario hacerlo desaparecer? Y la cuestión, vista desde hoy, es: ¿fue un fracaso? Cierto, los testimonios que indirectamente historiadores como Cristina Rivera-Garza o Cristina Sacristán han logrado extraer de las narrativas conjuntas de médicos e internos, han permitido ver que, en cuestión del objetivo oficial de un hospital psiquiátrico estatal, el proyecto fue un fracaso total: la reinserción a la sociedad de los internos era mínima; sus condiciones de vida dentro no eran óptimas, sino todo lo contrario, pues La Castañeda era más una sala de espera rumbo a la muerte para muchos o, en el mejor de los casos, para otros más, un albergue apenas poco mejor que la calle. No obstante, en la historia, de los fracasos aparentes los Estados suelen sacar siempre algo. Ya lo señaló Foucault en su afamado libro Vigilar y Castigar, refiriéndose a la transición de los métodos de castigo y vigilancia de la época clásica a la moderna: no es que se dejara de castigar, sino que se aprendió a castigar mejor. La Inquisición y sus métodos de tortura tuvieron que darse en algún momento para que las modernas cárceles panópticas llegasen después y ocuparan un sitio con funciones más eficientes. ¿Será acaso que fenómenos tan complejos como La Castañeda deben aparecer primero, y ser derrumbados después, para que de sus escombros se instauren técnicas mucho más eficientes de control de la población «enferma», como la medicación psiquiátrica exagerada, la adopción de categorías que buscan enmarcar la locura en estratos muy específicos que ayuden, a su vez, a despersonalizar a los sujetos o los múltiples discursos psicológico-terapéuticos actuales? ¿Podemos hablar, entonces, en aras del progreso que frenéticamente aún se busca, y que no pocas veces se piensa alcanzado, de un fracaso? En dado caso, si hubo un triunfo, ¿quién triunfó?

domingo, 8 de enero de 2017

Literatura: La mujer barbona y el ex-capitán (cuento)

Por: Damayanti Zepeda 

La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido) - José Ribera (óleo sobre tela, 1631)

Había nacido en una isla, en una época en que la mujer sólo podía dedicarse al cuidado del hogar, aquella en que, como hasta ahora, la feminidad tenía un rostro superficial, suave en matices y formas y sobre todo, sin ningún vello facial que alterase ese equilibrio. Esa época era igual de frívola que la actual, pero por esos años, la mujer no era más que un adorno bonito y a veces útil, pero escasamente independiente; ahora, si bien la belleza aún es muy importante, a veces, con mucho esfuerzo, podemos pasarla a segundo plano.
Retomando los antecedentes de la historia,  además de haber nacido mujer, había nacido con un suave y fino vello, abundante y oscuro en el mentón, no era fea, pero su belleza era desequilibrada y por lo tanto incompatible con los cánones antiguos e inclusive con los actuales. Para hacer aún más trágica su vida, los dioses la habían dotado de un corazón diferente en todos los sentidos, estaba hecho con una hoja de papel resistente tanto a la sangre como a la tinta y en lugar de latir, como acostumbran los corazones, este se doblaba y desdoblaba impulsando así una corriente delgada, pero suficiente, de sangre.
Creció, al principio tímida y sumisa, en el orfanato de la isla, donde los niños miraban un no sé qué durante horas, sentados en el suelo, sin morirse de hambre,  viviendo hambrientos. No había un futuro para ella ahí, ni siquiera un presente, así que, un día dejó de lado la navaja de afeitar y se olvidó de la molestia de los vellos encarnados, escapó del orfanato y se dedicó a sobrevivir, objetivo que, sin demasiadas presiones, con trabajos sencillos y pequeñas remuneraciones, era bastante fácil de satisfacer. Cuando tenía 19 años empezó a trabajar en un circo simplón, quizá ya habías escuchado esa historia, aunque más que un circo, era un zoológico de los rechazados, todos buenos tipos, quizá demasiado buenos para también ser bellos. Al final de la función, el público se paseaba entre sus cabinas, más bien jaulas, los miraban sin reparo y a veces con repulsión, les arrojaban palomitas con mantequilla y cacahuates, quizá esperando a que, hambrientos y salvajes, se abalanzaran sobre ellos y se los zamparan como un cocodrilo a una gacela distraída, o quizá sólo para molestar, fin que obtenían, al menos hablando de la mujer barbona, cuando éstas chuches se abrazaban con desesperación, cual amantes antes de separarse para siempre, al largo, denso y pulcro vello de su barbilla. Después de un tiempo se hartó de tener que limpiar meticulosamente su barba todas las noches y renunció; antes de irse, se despidió de los tres enanos, arrodillándose frente a cada uno, quedando cara a cara, en señal de respeto; dijo adiós, luego, a las gemelas siamesas, por separado y con expresiones distintas como muestra de su individualidad; nos vemos, prometió a los payasos, hablando con toda la seriedad que este mundo ridículo le permitió adoptar; me marcho, dijo implacable al hombre más fornido del mundo, demostrándole así que su fortaleza no era única; al final, fue a donde la infanta Eleonora, hija del presentador, te quiero, le dijo, y apretó con fuerza una de sus cinco manos.
Encontró trabajo como veladora del faro de la isla, un trabajo simple, encender el faro cuando el sol se iba a la cama y mantenerlo así, hasta que el sol decidía abandonarla y daba su primer bostezo sonrosado. Eso, todos los días, de todas las semanas, de todos los meses. Llámalo monótono, si quieres, pero desde ahí arriba, el panorama era perfecto y sobre todo, nadie podía verla, ni juzgarla. Bien sabido es que a ella no le importaba eso, su corazón era diferente en todos los sentidos, pero le resultaba tedioso tener que encarar a todos cuando se burlaban de ella. La soledad no es la mejor compañera, pero en su caso,  no estaba nada mal. Su rutina se mantuvo uniforme por unos meses, hasta octubre, para ser exactos. Empezaba a hacer frío y el viento salado se metía por donde podía a su habitación, en el faro, quizá este buscase un refugio cálido, ¿cómo culparlo? La mujer barbona buscó en su despensa un poco de chocolate y lo preparó con leche, como no podía abandonar el faro, ni la pequeña roca en donde este se erigía, una vez por semana, unos pescadores de la isla le llevaban víveres, los viernes, para ser exactos. Los pescadores eran siempre amables con ella, pero ese día era lunes, un lunes soso, gris y frío. No vería a nadie hasta pasados unos días, aunque quizá se topase con algunos albatros. Salió del faro bien abrigada, su barba ayudaba mucho con el frío, se contentó con mirar, la inmensidad nos es inapreciable y aunque el océano se extendía vasto frente a sus ojos, terminó por aburrirse. Tampoco había mucho por explorar en la pequeña roca, no necesitaba más que dar unos cuantos pasos para llegar al pequeño acantilado, fin de la roca, inicio del mar. Si uno se paraba ahí, justo en el borde y miraba hacia abajo, podría encontrar una larga procesión de escalones, todos irregulares, siempre empapados y muy peligrosos. Esa imagen, en conjunto con la del mar embravecido, siempre embelesaba a la mujer barbona.  Pero ese día, para su sorpresa, se encontró con algo extraño, un hombre subía por las escaleras con dificultad, le faltaría medio camino, más abajo había una pequeña barca, o más bien, lo que quedaba de ella, poco a poco el mar se encargaría de desaparecerla.
Desde ese día, en que la mujer barbona acogió al ex-capitán, habían entablado una fuerte amistad. Compartían alimentos, labores y, a veces, algunos secretos. Me gusta tu barba, es elegante, le decía el ex-capitán y la mujer barbona, aunque no se notara, tras su cortina de vellos, escondía sus sonrojadas mejillas. Cuánto desearía una barba como la tuya, mencionaba después, acongojado, el lampiño ex-capitán, Una barba, es símbolo de sabiduría, de fortaleza, de un buen capitán, qué suerte tienes…
El ex-capitán siempre tenía anécdotas maravillosas para contar, estas le habrían encantado, sin duda alguna, a la infanta Eleonora, lo sabía la mujer barbona. Una noche, a principios de diciembre, mientras, acurrucados, intentaban minimizar el frío,  le contó una historia sobre la isla de los camaleones. La mujer barbona no tenía ni siquiera una vaga idea de lo que eran los camaleones, pero la historia era tan vívida que casi podía sentir el calor húmedo de aquella selva inmaculada rodeada completamente de mar. Creíamos que esa isla, decía el ex-capitán, era la que escondía al tesoro que tanto ansiábamos, así que, con mucho temor, no te mentiré, nos adentramos en ella; los árboles eran altísimos y de estos se colgaba más vegetación, uno tenía que caminar con cuidado de no aplastar a los insectos; también se colgaban de los árboles serpientes, nos topamos con unas seis o siete, todas eran gigantescas; sin embargo, lo que más nos inquietaba, era esa extraña sensación de que nos observaban, ¿la has sentido? (más de una vez, pensó la mujer barbona), anduvimos por aquí y por allá, buscando tesoros escondidos o a los habitantes de la isla, pero no había rastro de ninguno; eso nos asustaba aún más, hay islas fantasma, ¿no sabías?, una vez que entras, ya no sales, todo es raro ahí dentro y allí te quedas, hasta que desapareces; pero un buen día, por accidente, resbalé y tiré de una liana, cayeron sobre mí varios camaleones, verdes del susto que se pegaron, son pequeños, todos habrían cabido en las palmas de mis manos, esas alimañas nos habían estado observando con sus ojos abombados, ocultos entre las hojas por su camuflaje natural, vaya cobardes; uno puede ignorar a los cobardes en la vida, no vale la pena distraerse con ellos, aunque a veces te intimiden, siempre terminan por volver a ocultarse, es raro, pero una vez que uno descubre a un cobarde, los demás aparecen, despojados de protección alguna y temerosos frente a ti. En adelante, nos topamos con miles de ellos…
Una vez que terminaba cualquier historia, el ex-capitán recordaba su naufragio y callaba. Esa noche, después de la historia de la isla de los camaleones, permaneció inmóvil, por media hora, después se retiró a su pequeña y fría habitación, donde penaba en silencio, como las islas fantasma. Eso era, él se hallaba en una isla fantasma llamada depresión: “una vez que entras, ya no sales, todo es raro ahí dentro y allí te quedas, hasta que desapareces”. La mujer barbona, recordaba bien sus palabras y con frecuencia las meditaba quedamente: Soy una cobarde, aunque intimide, siempre termino por ocultarme, pero esta vez, el capitán me encontró, me despojó de protección alguna; él es bueno, pero implacable, decía, sin articular palabra, bueno e implacable como el mar. ¿Cómo evitar la sequía de ese mar? Tendría que ser valiente si quería salvar al ex-capitán. La mujer barbona caminó hasta la cocina, agarró el único cuchillo que tenía y lo clavó, sin titubear ni siquiera un poco, en su pecho, lo hizo con fuerza y precisión, la incisión era grande, lo suficiente como para meter su mano, cosa que hizo, sin miramientos y de ahí sacó a su corazón, una delgada hoja de papel blanca, con algunas manchas sanguinolentas, pero resistente como ninguna otra. Se sentó con dificultad frente a la mesa y lentamente comenzó a hacer dobleces en su corazón, uno tras otro sin descanso, hasta que pudo contemplar, extasiada, un pequeño barquito de papel, cuyo único capitán era y sería por siempre, aquel hombre lampiño. Dejó ahí, en la mesa, a la pequeña nave y salió del faro, caminó decidida hacia el acantilado, se convertiría en mar y el ex-capitán surcaría sus olas.
A la mañana siguiente, el ex-capitán comprendió todo sin explicaciones. Salió del faro y bajó por las escaleras. Sacó al barquito de papel de su bolsa y lo soltó a la mar. Una vez que este desapareció, él mismo caminó hacia las olas, siguiendo su ritmo tranquilo y se adentró en ellas. El amor es como una isla fantasma, pensó el ex-capitán, antes de zambullirse en el mar.
 Octubre, 2016

martes, 3 de enero de 2017

Literatura: Apocatástasis (Relato)

Por: Henry Castellanos

Pieter Brueghel "El viejo" - El triunfo de la muerte (1562)

Las nuevas generaciones nunca entenderán que la causa de que gran parte de la vida humana desapareciera no fue por una catástrofe, ni por grandes guerras entre potencias mundiales; tampoco se debió a una venganza de la naturaleza. Fue... por un pincel biselado
En la Calle de los Músicos (como se le conoce al pequeño lugar donde se sitúan mariachis, orquestas y demás grupos musicales para ofrecer sus servicios; en donde el paisaje no es otra cosa que la estatua de un viejo músico empírico que murió años atrás; personas borrachas, prostitutas y pequeños sitios donde se puede ir a bailar con la ambientación de una mezcolanza de sonidos medianamente armónicos), al lado de una pequeña discoteca, se sitúa el hogar de Martín. Un tipo alto, algo corvado, pálido como de susto, cabellos lisos y bien peinados, cejas poco pobladas y casi siempre de vestimenta sencilla y cómoda a causa del calor de la ciudad. No tiene idea de qué vino a hacer en el mundo. Sólo ocupa su tiempo dibujando y llevando luego los bocetos al lienzo, pues no cree poder inventar una obra directamente desde la tela. Posee además una gran variedad de materiales que utiliza para pintar: paletas, pinceles, soportes de madera con acabados y relieves hermosos, telas, entre muchas otras cosas más. Jamás le falta algo a la hora de pintar. 
Martín camina a diario por las calles nocturnas en busca de café para no dormirse. Le encanta en esas horas leer cómics alternativos de poca venta para evadir la calle donde vive y los ruidos de la misma. Se queja de no poder encontrarlos con facilidad en una ciudad tercermundista como en la que vive. Tampoco se interesa por alguna mujer, aunque suele escuchar con total excitación los pasos de la inquilina del piso de arriba de su apartamento… (¡Ah!, cierto, se me había escapado comentarles que a Martín ya no le queda ningún familiar con vida, excepto un tío lejano —por parte de madre— al que detesta porque de pequeño le decía que su predilección por los pinceles, brochas y pinturas, eran una inclinación hacia la homosexualidad, lo que propició que su padre le negara los estudios de artes fuera de su ciudad. Y por supuesto, yo: testigo y sobreviviente de todo lo ocurrido).
Recuerdo que aquella tarde lo visitaba y lo primero que escuché al llegar fueron voces desenfrenadas de ira, sufrimiento e impotencia por algo. Entre gritos y lágrimas alcancé a entender que, por alguna razón que desconozco, había destruido sus escobillas. Supuse que eran las de siempre y que, por alguna razón, le eran importantes. Desesperado, al ver que destruía todo a su paso, no se me ocurrió otra cosa que gritar que parara y situarle una bofetada justo en su cara, entre el pómulo y la mejilla. Al quedarse impresionado por el golpe, se sentó con la mirada fija en lo que para él era una desgracia total: aquellos pinceles yacían totalmente rotos e inservibles. Para tranquilizarlo, mi siguiente idea fue decir que podía conseguirle algunos de calidad en una vieja tienda del centro, a lo que respondió, sin quitar la mirada en los suyos estropeados, que sólo necesitaba uno biselado. Pude notar el odio en sus ojos. Era como si todo su pasado tuviese que ver con esos pinceles y la culpa de su destrucción, minutos atrás, recayera en tantos otros. Decidí ignorar por ese momento la situación.
Afortunadamente, cerca de mí casa encontré una tienda de antigüedades, la que, si mi memoria no me falla, tiene por nombre «Mmanuel». Recorriendo, observando y casi hipnotizado por tantos objetos jamás vistos por mis ojos, pasé más de tres horas en aquel lugar. Recuerdo haber quedado encantado con un jarrón de bronce que tenía grabados en alto relieve de alguna persona o un tipo de Dios tal vez; y dentro de él, dentro de ese misterioso jarrón, un pincel y un trozo de madera con una pequeña inscripción, algo borrosa, que decía Quod pingere vives. Sin saber si era o no el que Martín pedía, solamente tomé el pincel, lo llevé a la caja y, al pagarlo, el dueño me dijo: 
—Pinte sin odios. 
Me dispuse a caminar hasta la Calle de los Músicos para llevarle el preciado objeto. Por mientras, pensaba en lo extraño de su comportamiento en los últimos días. Sin duda, no lograba entenderlo a falta de mucha información acerca de él. Cuando al fin llegué, sin siquiera saludar, lo primero que me preguntó fue si tenía el pincel. Al mostrárselo, casi lo arrebató de mis manos y luego sólo dijo: 
—Ya es algo tarde, deberías partir. 
Una vez entendido a lo que se refería, me despedí lo más rápido posible y salí de allí.

Dos días después, luego de enterarme por la prensa de tantos reportes de muertos, gente desaparecida y desastres violentos; de ir por las noches a comprar café donde Martín lo hace (o por lo menos lo hacía) y de escuchar los boleros del Parque de los Músicos; reparé que había dejado de saber acerca de él, por lo que me decidí tocarle a la puerta. Me recibió con una enorme sonrisa, felicitándome (según él) porque había contribuido a su más grande genialidad dentro del mundo del arte. Me hizo entrar para mostrarme sus pinturas, a lo que accedí de buena manera. Al ver aquellos lienzos grandes y grotescos, como sacados de un museo dedicado al terror, sólo me despedí y salí casi corriendo del lugar, mientras él esbozaba una extraña sonrisa.
De camino a casa y sin poder sacar esas imágenes de mi cabeza, supe que había visto algunas de ellas en otro lado, mucho antes de hacerlo en su pequeño estudio. Y en efecto, eran representaciones de las fotografías y vídeos que mostraba la prensa sobre muertes y desastres a los que me referí con anterioridad. En el momento no me alarmé tanto, pues supuse que, al igual que yo, también allí las había visto y simplemente las llevó al lienzo. Sin embargo, con el paso del tiempo, mientras más seguido lo visitaba y trataba de acoplarme a su nuevo estilo artístico, pude notar que en realidad las pintaba antes que la noticia saliese a la luz. No sé cómo es que Martín podía hacerlo, por lo que mi mente siempre trataba de buscar una nueva explicación, la que cada vez era más y más descabellada. Había explosiones, desapariciones, informes de personas autolesionadas, entre muchos de los cuadros que vi. Jamás dije algo al respecto por el miedo a que un día en una de sus pinturas reconociera mi propio rostro. Pero luego entendí todo: Martín no pintaba personas al azar, no. Él buscaba casos particulares de personas que se asemejaran a aquellas que, en algún momento de su vida, le hicieron algún tipo de daño: su tío, padres, sus compañeros de escuela. Mientras tanto, yo temía porque sabría Dios si alguna vez me burlé de él y no lo recordaba. 
Había un cuadro inmenso en su sala, tapado con una enorme sábana gris. Siempre curioso, lo miraba mientras le preguntaba por qué no pintaba en él a banqueros, políticos o al dueño de la discoteca de al lado (por su espantosa música). Mas creo yo que, en el fondo, mis cuestionamientos al respecto eran porque quería saber qué estaba ahí pintando y me hubiese gustado que usara ese pincel en un par de lienzos que me venían a la imaginación, a lo que invariablemente me respondía con un: 
No me interesan. 
Ha pasado un poco de tiempo. Dos noches tiene que destapé el gran cuadro y, al verlo, le llamé "enfermo desquiciado". ¡Vaya que sí era una pintura muy grande! Ahora entiendo cuando me dijo que había contribuido a su más grande obra de arte: se refería a esa y a ninguna otra. Sólo le hacía falta su firma. 
Hace unas horas, mientras revisaba los correos recibidos, vi uno de Martín con un archivo adjunto. Era una fotografía de esa indescriptible pintura, con ampliación a un detalle en donde pude reconocer uno de los rostros que allí se encontraban.

Era el mío que, entre tanto caos, mostraba gestos de crudo dolor y sufrimiento.

lunes, 2 de enero de 2017

Poesía: At night

Por: Carlos Alberto Morales Muñoz





At night
In the middle of dark
Lost in woods and rain
I wheeze and wonder
for who did I fall?

Who was it? Who was she?
Black cold dust blinds my sight.

Trembling, feeling shivers down my spine.
I stand and shout
Who was she?

And then, memories return:
The first kiss under that tree.
The confession, the dance.
The hugs, kisses.
The first time we made love.
All of it.

Afterwards, only red.
An astonishing red.
Blood.
Red blood.
Red eyes in a red face.
A red mouth coughing red blood.
A red knife, a red pair of hands.

She was beautiful. She was so pure. She WAS…

But then, a whisper came through the wind
A true sign of God’s hand

Never in history a single question
showed so many emotions:
Joy, regret, fear, envy, love, hate, hate, HATE!
Who was she?
No!
WHO AM I?


domingo, 1 de enero de 2017

Poesía: Cinco instantes de amor

Por: Paty Mendoza


René Magritte - El Retorno (1940)


I
Y supe que todo había terminado cuando el silencio lleno la habitación. 
Ya no había música en todo lo que hacía, ni melodía en su risa. 
Ya no existía ópera en mis gemidos. 
Todo había terminado cuando ni los insultos, los gritos, reproches, las culpas o llanto dejaron de sonar. 
Cuando el silencio lleno la habitación, sabía que todo había terminado.

II
Hay días que quisiera ser pájaro, cualquiera que volara, iría entre las nubes y miraría, mirando hacia el agua deseando ser pez; siendo pez iría hasta lo más profundo, donde esta todo frío y oscuro, deseando estar en la tierra; estando en la tierra, desearía ser un mono, acicalaria a mi igual y recorrería los árboles deseando ser reptil; siendo reptil, me arrastraría entre el pasto, la tierra o arena, saboreando con mi vientre las texturas, definitivamente, sí yo fuera animal, no pediría ser uno racional.

III
Su mejor forma de hacerme el amor fue cuando tomaba mis manos, entrelazaba nuestros dedos y besaba mis nudillos.

IV
Somos la suma perfecta de imperfecciones, la resta de sueños de amor y la multiplicación de momentos raros.

V
A veces se quedaba callado contemplando la perfección de la imperfección de su manera de ser. 
Amaba mirar las motas de polvo a contraluz que bailaba cerca de ella cada que vociferaba por cualquier cosa. 
Amaba la línea de expresión en su frente nacida de su usual ceño fruncido. 
Amaba los momentos fugaces donde dejaba caer sus barreras y comenzaba a reír como inocente. 
A veces se quedaba callado contemplando el espacio vacío de su ausencia temprana.