martes, 30 de agosto de 2016

Literatura: La cariátide que sonríe (cuento)

Por: José Contreras



I

Mi nombre es Manuel. El día de hoy he tomado posesión legal de la tienda de antigüedades que heredé de mi medio hermano Silvestre, al que nunca tuve la fortuna de conocer. De hecho, no estaba enterado de su existencia hasta hace unas semanas, cuando empezaron a llegar sus llamadas, la última justo antes de su muerte.

Con la ayuda de un intendente de la plaza comercial, llegué a un hermoso local, nada pretencioso, con una pantalla de vidrio que desde afuera permitía contemplar la mayor parte de sus tesoros almacenados; cada cristal cuenta con un pequeño cartel informativo -pegado en los entrepaños del mobiliario- para que los posibles compradores conozcan mejor la historia detrás de los productos: desde la galería egipcia, la estancia de los fósiles de crustáceos, la sección del Japón bajo el régimen de los shogunes, sin obviar las réplicas legales de los códices de las civilizaciones precolombinas. Cuando entré, cada pared blanca poseía una elegante serie de lámparas de alta luminosidad que apenas dejaban lugar para las minúsculas sombras de los objetos; no conozco de maderas, pero su piso es color café claro, y despide un aroma muy relajante, que invita a recorrer todos los pasillos del lugar. Por respeto, decidí conservar el nombre de Antigüedades Silvestre. Voy a dejar todo tal y como lo recibí, que por lujo no se detiene: es mucho más hermosa de lo que me la había descrito por teléfono.

Todo quedará igual, exceptuando el taller artístico de mi hermano al fondo del local; ya que no tengo dotes creativas sería un espacio desaprovechado.Y es que la imagen de su cadáver tendido en el suelo y la de aquella costra de su sangre, tan persistente, que tanto trabajo me costó remover sin dañar la madera, me hacen sentir que corro el mismo peligro si no hago nada al respecto. Supongo que mañana ampliaré el espacio dedicado al oriente medio antes de Cristo, y  le daré cabida a una nueva zona de arte moderno, así me desharé de ese lugar espantoso. 

¡Dios mío! Apenas recuerdo vagamente las clases de arte que cursé en la preparatoria, no estoy seguro de cómo administraré la tienda si no conozco todos los productos.

A lujo de detalle recuerdo todas nuestras conversaciones. Él era apenas cinco meses mayor que yo, o eso fue lo que me dijo, así que si aún viviera estaría próximo su cuadragésimo primer aniversario. Mi padre era a la vez el suyo, lo que me convierte en un bastardo porque mi madre jamás se casó.  Supongo que ya llevaba tiempo queriendo ponerse en contacto conmigo, ignoro qué le detenía, pero adivino la razón de sus llamadas. Era obvio que tenía la vehemente necesidad de contarme toda su historia antes de enloquecer por completo. 

Oh, cómo prevalece en mi memoria su habla totalmente desquiciada. Hablando de suicidarse y de otras cosas que en su estado eufórico me confesó.

Como si estuviésemos frente a frente, en vez de en un vulgar milagro de la tecnología que sólo nos da la ilusión de ello, comenzó por hablar de sí mismo. Ya que lo pienso, en ningún momento hablé de mí. Me dijo que él era un hombre muy sofisticado, de correcto hablar y modos muy finos; sumado a lo anterior, vestía de una forma tan colorida que rallaba en los limites de la extravagancia; no se casó y jamás tuvo hijos, ni le interesaba nada de ello; así que era comprensible que quienes trataran por primera vez con él, con prejuicio asumieran que tenía una predilección contraria al sexo femenino. Nada más erróneo. Sin embargo, sí tendía a exaltar con ansiedad hasta el más mínimo dejo de belleza que encontrar en cualquier cosa, ya fuese un florero o una pintura. Aunque su voz era tan afeminada que charlar con él era como charlar con Liberace.

Cuando terminó de describirse, sin darme tiempo a nada, relató cómo conoció a su asistente, Victoria.

Un día, un millonario -no me dijo quién-, lo contrató para que creara un par de cariátides con el fin de adornar un chalé a donde frecuentaba ir de vacaciones. Las columnas servirían como un artístico  soporte para un futuro techo que convertiría en una terraza, donde celebraría diversas reuniones. Eso fue a comienzos de año. Silvestre estaba muy contento ya que con poca frecuencia había prestado esa clase de servicio -la última vez recreó un pequeño busto para un museo y lo hizo más por respeto al arte que por obtener dinero-, aunado el hecho de que estas obras serían las más elaboradas en toda su trayectoria, y la paga era tan generosa que podría recorrer cada ciudad europea derrochando suntuosidad por un año. Mas el escultor necesitaba de varias cosas antes de esculpir sus mayores creaciones hasta ese momento: resultaban indispensables dos enormes trozos oblongos de mármol, con dimensiones de tres metros de alto, y ambas bases cuadradas de un metro de cada lado. De igual forma necesitaba tiempo para conseguir una modelo cuya belleza fuera ecuánime con su paciencia y disciplina, ya que tendría que pasar muchas horas manteniendo la misma pose mientras él tallara el mármol hasta reducirlo a las medidas reales de una joven esbelta, lo que requeriría meses de trabajo continuo. 

lunes, 29 de agosto de 2016

Literatura: Cielo roto (cuento)

Por: Naz

"Anímico", por Naz (acrílico y collage, 15 x 15 cm.).

Es increíble la soledad que llegas a sentir cuando eres niño, ¿no lo crees? En el sentido literal, no lo crees… porque, aparentemente, todos pueden decidir lo que debes sentir. Excepto tú.
Cuando era una infante, creía que las escaleras recargadas en un poste de luz o en alguna pared callejera (donde no habían más que capas encimadas de pintura y algún graffiti mal hecho), te podían llevar a otro sitio.
Llegando al último peldaño, si te ponías de puntitas y estirabas bien los brazos, podías empezar a buscar alguna arruga. Me gustaba entrecerrar los ojos, eso ayudaba a la labor, o por lo menos eso pensaba.
Imaginaba un salón en las nubes del cielo; de algún modo, sabía que la entrada estaba escondida detrás de alguna cortina imaginaria. Mis manos hacían un zigzag buscando a ciegas.
La seda del firmamento se abriría, y por el resquicio verías un candelabro de cristales.
A veces, seguía buscando esas grietas en el atardecer. Creía que no podrían esconderme ese salón por siempre.
La tela pasó a ser un papel tapiz rasgado, y luego un cuadro al óleo que escondía un hueco (como cuando cuelgas algo sobre un agujero en la pared); creía que descolgándolo podría entrar. Tal vez era la madriguera de una criatura de orejas largas dormitando en la luna.
Buscaba constantemente algún trozo de nada, pues esperaba que pudiera haber algo más, algo más allá, algo detrás de lo que mis ojos veían. ¿Las estrellas estaban puestas con clavos?


Ciudad de México, 27/08/2016.

Literatura: Las tres décadas del círculo (cuento)

Por: Antonio G.


 
Seis días después de cumplir los treinta, Pedro vio una gallina que, desde el primer instante, le pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo debajo de su plumaje rojo, de su cresta verde; algo permanecía escondido en sus grandes ojos oscuros, negros como el fondo de un pozo profundo. Qué gallina tiene esos colores, Qué gallina tiene esos ojos, se cuestionó. Por eso, preguntó al dueño en cuánto la vendía. No está para comerciar con ella, le contestó el propietario. Esto lo hizo afianzar aún más el pensamiento de que, en efecto, aquella ave guardaba algo debajo de sus plumas. Seguro el dueño lo sabía. Tenía la sensación de que, en definitiva, lo que se hallaba dentro de la gallina no era una cosa bella, sino más bien algo siniestro.

Esperó la noche y entró al gallinero mientras el dueño dormía en su casa, a unos cincuenta metros. En cuanto los primeros pasos fueron escuchados, las aves revolotearon, aturdidas por haber sido espantadas de su ligero sueño. Las alas de una se estrellaban con las alas de la otra. Levantaban quejidos por haber sido interrumpidas en su descanso, cuando todavía ni un rayo de sol rasgaba el cielo negro. Pero en una cosa curiosa se centraban los ojos de Pedro: la gallina de la cresta verde permanecía inmóvil, erguida como los árboles viejos, al centro del corral. Se notaba en su pecho que mantenía una respiración regular, como si fuera un día lleno de calma. Su vista se posaba en la luna, que en esos instantes, sólo dejaba ver la mitad de su cuerpo celeste.

La actitud atípica del ave confirmó lo que creía. Y tenía que saber qué era aquello que ocultaba. Por un momento pensó en que era mejor matarla, deshacerse de ella. Lo que estuviera latiendo dentro, tomando el cuerpo del animal, debía de tener una buena razón para hacerlo. Tal vez no sería tolerable para ojos humanos, tal vez no era pertinente que un humano lo viera. Pero tenía que saber. Tomó a la gallina y salió corriendo. Llegó al bosque contiguo y se internó en él, apresurándose como quien ha robado el tesoro más preciado. El corazón le martilleaba, sentía a ratos que las sienes iban a reventarle. Cuando estuvo en total oscuridad, se detuvo. Colocó el animal a sus pies y esperó. Aunque en realidad no sabía si debía de esperar.

En un momento en el que la luz de la luna se filtró por las hojas diáfanas de los árboles, Pedro vio directo a los ojos del ave. Entonces todo se confirmó: ahí había algo que parecía revolotear, moviéndose como un pájaro aleteando incesantemente dentro de su jaula. Lo que estaba dentro desaparecía por un segundo y, al siguiente, ahí estaba de nuevo. Se hacía grande, y después reducía su tamaño hasta casi perderse. De pronto se vio a él viendo a la gallina. Vio el bosque donde estaba internado y lo lejos que se encontraba de las últimas casas.

Sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo; no obstante, creyendo que debía de ir por más, optó por tranquilizarse y frotar a la gallina como si estuviera sacándole brillo. Entonces del pico del ave salió un humo de un color que nunca antes había visto; se formó algo traslucido que tenía, casi en la periferia, unos ojos negros ancestrales; debajo de estos, seis enormes colmillos que se tornaban rojos y amarillos sobresalían de sus fauces; arrugas milenarias se repartían a lo largo de la forma.

Cuántos deseos cumples, le preguntó. No ofrezco ninguno, espetó la forma, No soy un genio, soy la mano de un Dios que da a elegir entre dos caminos. Pedro distinguió más de dos voces en aquello que le contestaba; se llenó de miedo. Cuáles son, cuestionó, repentinamente abandonado a la premura de terminar con todo lo que estaba sucediendo. Son sencillos, le dijeron con cadencia las voces, En el primero te regalo mentiras que defenderás como a tu vida; las creerás porque tendrás que sacar adelante a tu familia que, está de sobra decir, yo te daré, del tamaño que quieras y con la persona que sea de tu conveniencia; si no quieres esposa ni hijos, a cambio te brindaré ego, el cual tendrás que alimentar todos los días; además te otorgaré la voluntad y el deseo para herir a otras personas, sin sentirte culpable por ello.

Cuál es el otro camino, preguntó Pedro, quien se encontraba inquieto por la respuesta. En este, te hallarás del otro lado, dijo la forma, Podrás ver la realidad tal cual es y sin máscaras, el verdadero estado de las cosas, el conocimiento de la materia, el nacimiento de lo que te rodea y la muerte que se avecina, Sabrás si hay otra vida, y qué se oculta en ella; rozarás la omnisciencia, Por todo esto, cuando hables, lo harás sabiendo que dices la verdad, Mas no serás escuchado nunca, porque a los otros les he dado la facultad de no oírte y de sentirse bien con ello.

Es todo, preguntó. Sí, contestó la forma. No hay una zona donde se pueda tomar algo de los dos caminos, cuestionó Pedro. La forma sonrió, enseñando los colmillos en toda su longitud. Ésta habló de nuevo: Puedes dejarme entrar de nuevo en la gallina, sin embargo, al hacerlo, olvidarás que me has visto. Y cómo puedo volver a encontrarte, inquirió Pedro, tambaleando en la fina decisión. La forma volvió a reír, y su risa fue como la de diez hienas bramando. Quizá ya no vuelvas a verme, pocas personas han vuelto a hacerlo. Cuántos, quiso saber. Cuenta mis colmillos, contestó aquello.

Pedro duró alrededor de una hora pensando cuál era la opción que debía de tomar. En todo momento la forma se mantuvo tranquila, paciente, posando su vista en la nada. El cuerpo del ave se hallaba en el suelo; parecía un globo que se hubiera desinflado. Al final, Pedro optó por regresar todo al animal, y llevarlo de nuevo al gallinero. Después de eso, volvió a la soledad de su casa. Concibió el sueño con facilidad.

A la mañana siguiente, Pedro vio una gallina que, desde el primer instante, le pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo debajo de su plumaje rojo, de su cresta verde…


lunes, 22 de agosto de 2016

Poesía: Trastiempo abismo

 Por: Nelson Ballestas

Tomasz Alen Kopera, 1976 ~ Magical

Volver al mismo rincón 
con las mismas alas gastadas, 
esperando un nuevo día 
revolver un poco el tiempo de forma inconsciente 
y maldecir un poco al cielo, 
pero no tanto.

Mirar por un agujero las costuras del pasado 
y darse cuenta que en cada intento 
no hay valles grandes, 
no el amplio abismo,
sino el mismo cielo y el mismo lago.

Que todo termina en dos empujones más, 
en un silbido de más y en una agitación más,
cuando las calles quedan desnudas 
al desierto de los ojos refulgentes de ansiedad. 

El panfleto dice que está bien, 
el muro se cae y dice que estuvo bien, 
las demás aves silbando dicen que está bien.
 ¿Yo puedo decir que estoy bien? 

Río como ríen jadeantes los perros 
que se muerden el tullido cuerpo
y se acercan a los extraños,
jugando con incógnitas extrañas.

Es cuando empieza la metamorfosis,
cuando el cielo cambia 
de azul y negro 
a blanco y negro.

Cuando nos olvidamos de los ocasos y amaneceres,
que hasta el tiempo se convierte en un perro,
aunque los segundos estén llenos de aves 
desfilando por su cuerpo.

sábado, 20 de agosto de 2016

Literatura: Fantasma (cuento)

Por: Karim Yaver

"The Handless Maiden", by Jeani Tomanek

«La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del Tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
las gotas del río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil,
algo que no encontró lo que buscaba».
Jorge Luis Borges, Final de año

Debajo de esta carne pálida, precoz, impaciente —sobre ella o alrededor—, danza como un látigo caliente un alma vieja. Y el látigo danza a su vez como el agua sucia que brota de una fuente. La fuente está en medio de una plaza pública. En torno de ella hay tres parejas; dos niños, gritando, saltando; uno más, aislado, llorando quedamente; un viejo que espera… y yo. Las parejas, el viejo y yo estamos sentados, repartidos en cuatro bancas. Los niños corren y gritan y saltan. Dos de las parejas se besan; de la tercera nace una discusión —los padres de los niños, a mi lado—, quizás un llanto. El viejo reposa solo en su propia banca, como un águila en su propio risco, vieja y sola. Y espera. Una bolsa de papel se tambalea sobre su regazo, vacía; migas de pan vacilan en sus manos, entre sus dedos, entre las comisuras de sus dedos. Migas que en realidad son aire, pero que él cree que son migas —y yo lo creo también. El viejo espera, espera por las aves que no volverán. Y yo, yo también espero, espero a que el agua de la fuente, sucia, como un látigo, como un alma vieja, deje de brotar.
Luego recuerdo, aún sentado, recortada mi figura por la luz agónica de un sol que muere, larga como sombra de espantapájaros eludiendo la vida, y, junto a esos otros débiles albores de estos días de luces cortas, una conversación reciente acude a mi memoria. Más que acudir, me golpea de frente, como gotas de una lluvia que cae al igual que silbidos, heladas salpicaduras de sueños que anhelo; lluvia que se larga tras humedecer mi rostro un solo instante, para evaporarse finalmente junto a ella, a una velocidad tan lenta que me percato de que envejezco. El sol perece de vergüenza, ocultándose sin reparo, cada día con mayor prontitud. Cada día. Pesan sobre mí los ronquidos de los meses hibernando, la muerte de silencios amortajados por las horas idas, y la migraña irrefrenable, irresistible, que viene brotando de doce campanadas que se acercan. Es el último día del año, y yo me siento a recordar…

—Dos notas, sólo dos notas. La primera era triste, un re menor. La segunda, la segunda no la recuerdo ya. Pero, esa imagen que se me va, desde su ausencia… la escucho palpitando como un instante de luz amarilla. Vaya, sobre esa fotografía que crece como borrosa en mi memoria… sabes, lo que veo no es más lo que veía.
Un fantasma, era un fantasma. Ese rostro pálido y chupado frente a mí, carcomido por los gusanos del desvelo y de la falta; esas mejillas horadadas; esas ojeras que su desnudez ruborizaba, mostrando ante mi propia vergüenza su piel seca y obscena. Ese rostro, digo, entregándose a mis ojos vidriosos y cansados, se me presentaba como una figura fantasmagórica. Y esas palabras, ilusorias tanto como sus gestos no presentes, recorrían impetuosa y violentamente, impulsadas por la imagen ante mí, cada parte de mi pensamiento. Lo recorren en este instante, al ritmo del suave llanto de ese niño aislado, en forma de imágenes desconocidas que arriban inesperadas, trasladándose frenéticas de un extremo a otro de eso-lo-que-sea que (me) esté pensando.
El fantasma deliraba, y yo, ser viviente, deliraba junto a él, escuchando.
Allí estábamos, sentados cara a cara, separados tan sólo por una mesa que nos tenía, si bien a distancia, más cerca de lo que nunca habíamos estado. No nos mirábamos. Uno y otro, encontrados y sin mucho que expresar, acordamos sin palabras previas que algo había de suceder. Yo, con tanto que escuchar, y él, con tanto más que decir, nos empoderamos unidos ante el silencio. Sin embargo, la negrura intermitente de mi departamento sin luz —el servicio había sido cancelado por falta de pago— fue esa noche la triunfadora.
Como en una vieja película francesa que alguna vez vi, donde las cosas parecían no tener mucho sentido la mayor parte del tiempo, donde lucían como sucediéndose en un torbellino de curiosas situaciones hasta que algo extraño surgió e inesperadamente logró acomodarlo todo recurriendo a un toque sutil de anarquía e ironía, otorgándole una razón, una razón igualmente extraña a eso que se estaba narrando, así, de la misma manera, mis recuerdos sobre Gabriela no están subordinados a ninguna determinación lógica (ni siquiera en apariencia). En su defensa, creo que ninguna clase de recuerdo lo está, en ninguna clase de persona. La memoria es una maquinaria que trabaja con lo absurdo, y su contenido es una maraña extraña de huellas que llegan y se van tan pronto como ya volvieron.
Hablo de Gabriela, no de la memoria, y al hablar de ella hablo también del deseo irreprimible contra el que luchaba, sentado a la mesa, paciente como ostra, escuchando una historia que me remitía a ella, y que, a su vez, me retornaba constantemente a la realidad presente, inalterable, irremplazable: Gabriela había muerto asesinada, y quien hablaba, ese fantasma encarnado frente a mí, era su asesino, era el volcán que expulsaba como magma las palabras, combustible de aquella maquinaria extraña. Y cuando digo «su asesino» lo digo muy literalmente, y lo digo también más allá del término mismo. No estoy haciendo uso de ninguna metáfora para significar eventuales acontecimientos de naturaleza únicamente metafísica, como hablando de un «asesino del alma». Pero tampoco me refiero a un simple asesino de la mera carne. No; era un asesino del ser, entero, alma y cuerpo, de ella, entera… Gabriela.
Así, delante mío, desgarrado igual que yo, tembloroso igual que yo, intentaba desembarazarse de su culpa, de su desesperación, aquel espectro. Pero, tanto para él como para mí, el verdadero fantasma, el que nos aterraba, el que pesaba sobre ambos —y pesaba con el peso de una sombra profunda—, era Gabriela, ella y su niebla espesa que iba alargándose invisible junto a nosotros.
Los minutos escaparon sin advertirlos, y la conversación, antes de extenderse, se comprimió. Él deliraba y yo poco entendía lo que decía. Fuera de esos devaneos, inmersos en sus breves momentos de lucidez, no hablamos mucho más allá de lo expresamente necesario. Más que una confesión, era aquello el soliloquio de un loco. Él y Gabriela tenían juntos cerca de seis meses, pero ésta era la primera ocasión en que compartíamos más de 2 oraciones. «Hola», «hasta luego», normalmente; a veces un «¿qué tal?» que solía quedarse sin respuesta. Aunque, pensándolo bien, conocíamos muy bien nuestros rostros, nuestros gestos, la manera en que cada uno hablaba a Gabriela mirándolo al otro de reojo, receloso como perro que cuida su hueso —él a punto de devorarlo, yo buscando arrebatárselo. Gabriela y yo habíamos sido amigos desde mucho tiempo antes de que él llegara a su vida. Siempre la amé, desde el primer momento la amé, desde el primer saludo y desde la primera despedida, desde la primera señal que indicara que seguro la volvería a ver al día siguiente, a la semana siguiente, en unos días, la amé. Y ella, siendo consecuente con la moda de este todavía joven siglo, prefirió dirigir su cariño a alguien ajeno al sólido lazo de camaradería y confianza que, tras tanto y tanto vivido, habíamos construido.
Y ahora, él frente a mí, los ojos hinchados y la cara demacrada, una voz cansada y una conciencia enferma, bramaba:
—Creí que me amaba, luego creí que en realidad te amaba a ti. ¡Pero sonrió al final, estoy seguro de haberla visto sonreír! Creo ahora que siempre me amó… y que nunca debí hacerlo.
Baja la mirada y la plasma pesada sobre la mesa. Comienzo a respirar intranquilo y desde mi garganta un silbido extraño escapa atropellado. Un nuevo deseo me acomete, sentado frente a él en mi recuerdo y sentado de cara a la fuente, en la plaza pública, privado ya del día —el ocaso finalmente ha sucumbido—, rodeado por toda esta gente. Una fuerza desconocida comprime mi puño y luego lo libera formando con mi mano un gancho. Cuando menos me doy cuenta, me lanzo al frente, atravieso la mesa que se evapora junto a todo otro rastro de esa realidad perdida, y termino en el piso. Los niños que juegan se espantan y callan; el niño rechazado mira mi patético aislamiento desde el suyo, con mi misma mirada derrotada; las parejas, todas, las dos enamoradas y la una que pelea, callan también y también me miran. El viejo me ignora, encumbrado en su senectud de águila apartada. El chorro de agua ha dejado de brotar de la fuente. Me levanto, apenado, apresurado y sudoroso, y comienzo a caminar.

En unas horas tragaré doce uvas y luego me embriagaré. En unas horas, el calendario de la cocina ya no servirá, ni siquiera como adorno —y es que odiaría confundir los días y levantarme temprano cuando podría alargar mi sueño hasta después de la hora de la comida—; deberé conseguir uno nuevo. En unas horas veré a Gabriela y le sonreiré, y tendré que sonreír también al idiota de su novio y abrazarlos a ambos mientras fuerzo una mueca de dicha que habrá de ser doblemente forzada para no atemorizar a nadie. En unas horas llegará un nuevo año, pero mi gato seguirá perdido, mis padres seguirán sin hablarme y Gabriela seguirá sin mirarme como lo mira a él. Luego, pasadas unas horas más, despertaré con resaca y migraña, vomitaré, me lavaré la cara y, antes de decidirme a continuar con mi jodida vida, antes de levantarme para seguir aceptando con la cabeza gacha las toneladas de mediocridad de cada día, antes de desengañarme ante la idea de que ningún cambio de números significa ningún cambio de mundo, recibiré un mensaje suyo afirmando que esta vez es la definitiva, que lo dejará, que la ha vuelto a engañar. Pero nada de eso será cierto, lo sabemos; ella y yo lo sabemos, y él lo sabe también. Lo va a perdonar y yo la apoyaré, una vez más y otra y de nuevo, y cuantas sean necesarias, porque la amo y porque desearía que estuviera conmigo, pero más desearía que la matara, asfixiándola, y que llegara luego a mi departamento a confesarse como perro avergonzado, igual a ese sol cobarde que ya se largó… que llegara y se sentara y se rompiera frente a mí, desesperado, para luego abalanzarme por encima de la mesa que no se evaporará, y caer sobre él y estrangularlo hasta haber evitado la salida del último de sus alientos…

Sé de un tipo que recordaba que su amiga, a la que amaba secretamente, se casaría con su hermano. Él adoraba a su hermano y nunca habría hecho nada para lastimarlo. El tipo estaba enfermo y, por alguna extraña razón, la única manera de sobrevivir era olvidarlo todo sobre ella. Prefirió que le frieran el cerebro con electroshocks antes que contar la verdad, antes que arruinar la felicidad de esos seres a los que tanto amaba. Así que le aplicaron la carga directo en el encéfalo. Lo más triste: ninguno de esos recuerdos era real. La amiga y el hermano no se iban a casar, ni siquiera estaban juntos. El pobre sujeto fantaseaba demasiado fuerte, se creía sus delirios tanto como nosotros, pero los suyos lo creaban más de lo que los nuestros nos crean. El infeliz dejó de ser él mismo por nada; ya no recordaba, sólo sabía su nombre. Quién sabe, tal vez, si hubiera hablado… tal vez ella también lo amaba… pero claro, eso nunca lo sabré, pues pasó en un simple episodio sin continuación de una serie de televisión de hace casi diez años.

jueves, 18 de agosto de 2016

Literatura: Los muertos no testifican (cuento)

Por: José Contreras

El entierro prematuro (1919),  Harry Clarke
Un juicio se estaba celebrando. Numerosas declaraciones de testigos y evidencias circunstanciales señalaban a la policía rural como la responsable de la  desaparición de un líder ganadero, además de que enfrentaban acusaciones por corrupción a favor de una compañía de fracturación hidráulica, que tenía un notorio interés en asegurarse de que los ejidatarios desalojaran sus tierras, sin importar cómo. El capitán de la policía se puso de pie para escuchar la resolución del juez.

—Capitán Almeza. El tribunal ha dictado su sentencia en base a que la fiscalía no presentó más que evidencias circunstanciales y las declaraciones de testigos pudieron haber perdido de vista al señor Campos desde antes de que se procedieran los arrestos por afectar a terceros los ejidatarios comenzaron a abuchear el veredicto que sabían perdido—. ¡Orden en la sala! —gritó el juez dando martillazos en su estrado, pero al ver que los presentes se estaban alterando cada vez más, ordenó a los custodios que arrestasen a los revoltosos. Cuando la sala se vio libre de los alborotadores, el juez prosiguió: El capitán Almeza y el escuadrón antimotines a sus órdenes, quedan libres de todos los cargos. Por lo que se les declara inocentes —pero antes de que pasara algo más, evitando que el juez diera el último martillazo, un hombre irrumpió en la corte abriendo de par en par la puerta del tribunal. Todos  los presentes lo reconocieron como el señor Campos, el presunto desaparecido por órdenes del capitán. Él arrastraba sus pies como si fuese trabajoso hacerlo, y caminaba lentamente hacia donde estaba el fiscal.

El aspecto del señor Campos no era saludable, pues además de su dificultad para caminar, tenía hematomas en brazos y cara, dando a sospechar que también tendría marcas de golpes en lugares ocultos por su pantalón de mezclilla y su camisa de manga corta. La ropa enterregada hacía parecer que el ganadero vestía de gris al igual que su cabello despeinado y su piel siendo lo más delatador de la tortura que padeció las marcas de unas esposas en sus muñecas.

El abogado defensor, presuroso por demostrar la inocencia de su cliente, pidió la palabra al juez. Cuando se la otorgaron, dijo al público: —La presencia del señor Campos confirma que las acusaciones por asesinato son falacias de los ganaderos disidentes. Demandaremos a la parte acusadora por difamación —el fiscal protestó y el juez rechazó la demanda hasta escuchar el testimonio del ganadero que ya se estaba acercando al estrado.

El señor Campos tomó la palabra después de jurar ante Dios, apoyando su mano derecha en una biblia, declarando que sólo diría la verdad. —Su señoría, yo defendía la heredad de mi padre. El capitán Almeza ya había ido en otras ocasiones a tratar de negociar la venta de nuestras respectivas propiedades, pero a medida que íbamos  rechazando sus diferentes ofertas, su conducta se volvía más y más hostil para con nosotros. Hasta ayer, cuando la maquinaria de demolición entró ilegalmente en nuestra tierra, después de que sacamos a golpes a los invasores, un equipo antimotines nos disparó granadas de gas. Para no inhalar el gas me tiré al suelo y puse mi cara adentro de la camisa, pero fue inútil; mientras me asfixiaba, mis ojos se pusieron llorosos y mi garganta me irritaba. En medio de la confusión y la niebla quemante, llegaron dos manchas negras conmigo, eran oficiales enmascarados y me arrestaron.

El capitán Almeza mantuvo una actitud flemática ante las declaraciones del señor Campos, intercambiando una mirada severa; pero el líder ganadero continuaba su historia: —Cuando me recuperé de la intoxicación, estaba en una celda, donde el capitán Almeza agarró una macana y me golpeó; por más que le pedí que se detuviera, no me hizo caso y siguió haciéndolo hasta que perdí el conocimiento. 

El fiscal tomó la palabra:  —Señor Campos, ¿qué sucedió después y cómo llegó hasta aquí?

El ganadero prosiguió: —Cuando desperté de la golpiza, estaba enterrado. Tal vez los policías creyeron que había muerto, pero no fue así. No podía ver nada, ni moverme, ni respirar porque era prisionero de la tierra; mis fuerzas se debilitaron. 

Campos hizo silencio, silencio que aprovechó el abogado defensor para hacerle una pregunta: —Señor Campos, sus declaraciones contra mi cliente son fuertes, pero pudo ser que estuviese confundido por el arresto que usted mismo provocó. 

El ganadero miró con desprecio al abogado, por lo que alegó con exasperación: —La suma que nos querían pagar era absurda, y ni siquiera querían ayudarnos a trasladar el ganado a una empacadora de carnes. Tenía que defenderme. 

El abogado replicó:  —La expropiación se hizo con apego a la legalidad —los presentes que quedaban en el juzgado abuchearon y rechiflaron contra el abogado, quien siguió con su discurso—: Usted y su gente violaron leyes federales, por lo que el capitán Almeza hizo lo que pudo para cumplir con su deber. 

El fiscal interrumpió al abogado: —Señor juez, debemos dejar que el señor Campos termine con su testimonio, si lo que dice es cierto, hubo abuso de autoridad por parte de la policía.

Siguieron en sus alegatos el fiscal y el abogado defensor, mientras el juez ponía orden en su sesión, ya que los ánimos de los ganaderos y de los oficiales de Almeza volvían a exaltarse. 

Cuando todo regresó a la calma, el juez preguntó al líder ganadero: —Señor Campos, ¿cómo escapó si no podía moverse? 

Él contestó al juez: —No pude escapar. Tuve que abandonar mi cuerpo para poder llegar hasta aquí. 

Sorprendidos por la declaración, el abogado pidió que la anularan, pero ante la insistencia de Campos de que había muerto, le pidió al abogado que tratase de tocarlo. Tras esto, el abogado quiso tocar el hombro del ganadero, pero su mano se hundió como si hubiese metido la mano dentro de la arena en una duna; cuando sacó su mano, sorprendido, descubrió que estaba empolvada, grisácea por completo.   

De inmediato el abogado defensor dijo: —Su señoría y miembros del jurado. Mis clientes fueron declarados inocentes. La fiscalía no nos había previsto del testimonio del señor Campos, por lo que sus declaraciones están hechas fuera de tiempo y forma, debido a esto deben de quedar nulas —el fiscal protestó, pero esta vez el juez sostuvo la postura del abogado, ya que el veredicto había sido dictado.

El señor Campos, quien seguía en el estrado, sonrió con evidente malicia, su mirada era la de un coyote a apunto de atacar a su presa,  y dijo: —Imaginé que esto pasaría —al terminar de decir esto, su cuerpo se difuminó, convirtiéndose en una nube de polvo que invadió todo el recinto. De no ser por las cámaras de vigilancia y los sobrevivientes que atestiguaron lo sucedido, nadie hubiera podido dar una explicación creíble de cómo fue que en los cadáveres de los policías, el abogado defensor y los representantes de la empresa de fracturación hidráulica, había cantidades extraordinarias de tierra dentro de sus pulmones.



Literatura: Jaulas para niños (cuento)

Por: Antonio G.




Hay jaulas para niños con forma de cuerpos adultos. Yo las he visto. Van por la calle con sus trajes, mirando sus relojes, observando luego el cielo tratando de prever si va a llover o no; se concentran en una y mil cosas a la vez, y van apurados a todas partes. Su plática es, muchas veces, de lo más aburrida. No juegan. Se toman todo muy en serio.
Todos son niños jugando a ser adultos. ¿No lo has notado? Se preocupan mucho por el dinero, ¿no los has mirado? Quimera de la felicidad. He hablado con algunos de ellos, pero trato de no hacerlo muy a menudo. Sí, te recomiendo actuar de la misma manera. Dicen que renuncian a lo que con fervor desean, cuando la realidad los golpea. No sé a qué le llamen realidad porque vivimos en el mismo mundo y yo no puedo ver eso que ellos me piden que vea. No les hagas caso cuando vengan a explicarte esas cosas, sólo asiente y deja que se vayan. Tienen una terquedad que casi no puede creerse.
Hay un viejo herrero que se dedica a fabricar las cárceles donde encierran después a los niños. A veces escoge los fierros más viejos, algunas otras toma los mejores. Eso depende, en gran parte, de lo que los padres estén dispuestos a pagar. El más hermoso material para hacer una jaula no es el oro, que, de hecho, es el que los pobres compran más; el que todos desean es uno que no puede verse, y sin embargo puede tocarse. De esa forma aunque sepan que están encerrados, no se sienten lastimados, pues son incapaces de observar los hierros que los detienen. El truco está en hacerles pensar que nada los limita.
Podrás decir que es lo peor aquello de que los padres sean los compradores, pero yo no lo creo así; bueno, quiero decir, claro que es malo, mas hay una clase peor todavía: existen unos que se la compran a sí mismos. Esos sí que dan lástima.
Al viejo herrero no sólo se le indica el material con el que se quiere la jaula, sino también el espacio. El fin es siempre mantener el truco con quien se halla dentro. Parte de la magia reside en dejarle abrir sus brazos lo suficiente, con el fin de que no se queje. Algunas veces el herrero también brinda alas de metal, que dan el peso necesario como para cansarse después de volar un rato, pero que, al mismo tiempo, parecen ligeras si no se mueven.
Es por eso que algunos vuelan y otros corren. Los primeros son increíblemente fuertes, pero una vez les llega el cansancio, caen con estrépito al suelo y provocan una algarabía tan grande que todos voltean. Los segundos, que se saben sin apéndices aptos para echar el vuelo, escarban en el fondo de su prisión, y después de meses o años de roer el metal de tan baja calidad, hacen hoyos donde apenas caben sus piernas. Entonces comienzan a correr. Pero los que vuelan y los que corren tienen en común el cargar el peso de su jaula. No obstante se creen diferentes, pues los primeros ven desde arriba a los otros y les parecen tan pequeños e insignificantes, que no quieren unírseles; los segundos, que en su mayoría son incapaces de mirar al cielo, ríen cuando el golpe les anuncia la caída de uno de aquellos. Se mofan los unos de los otros.
A la prisión se le puede comprar ropa, se le pueden poner blusas, camisas, pantalones, faldas, corbatas, lentes, relojes; todo según el gusto de cada quien, según el material de la celda.
Yo creo que el viejo herrero también ríe de eso. Quisiera saber si estoy en lo correcto. Cuando alguien va a comprar una jaula, él siempre se muestra serio y dedicado. Algunas veces hasta fanfarronea diciendo que no son los compradores quienes escogen el material, sino éste el que los escoge a ellos, y por eso él no le llama jaula ni cárcel ni prisión ni celda, sino destino. La palabra me suena curiosa porque no la conozco de siempre. Eso vino y me lo dijo uno de ellos.
Creo que es por eso que muchos creen tener pájaros en su interior. No es un ave, es un niño el que tienen atrapado. Pero es probable que nunca lo vayamos a descubrir. En primera, porque a ellos no les gusta hablar de semejantes cosas, dicen unas pero no todas, ni tampoco en la misma plática. Y en segunda, porque no podemos ir a preguntarle al viejo herrero; es más, ni tan siquiera ahora podría asegurarte que él tampoco está enjaulado, porque después de todo, él es el hacedor, el dador, el que fija el precio, y por ser él quien imagina, quien fabrica, no puede tampoco compararse con otro. Porque no hay otro.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Fotografía: Inge Prader recrea a Klimt

Por: Daphy y Uriel Delac





Con ocasión del primer centenario del nacimiento de Ludwig van Beethoven, Richard Wagner publica en 1870 Beethoven, un pequeño ensayo en el que construye, siguiendo el pensamiento de Schopenhauer e inspirándose en las ideas estéticas de Goethe y Schiller, toda una teoría de la música: «esa experiencia que nos fusiona con la totalidad de la naturaleza, acercándonos al infinito, un más allá de la belleza: lo sublime, algo que nos colma y que excita en nosotros el éxtasis de la consciencia de lo ilimitado».

Wagner atribuye a Beethoven haber conseguido un modelo de música sinfónica para formular el canto tras la composición de la Novena Sinfonía, de la que en 1846 el mismo Wagner habría hecho un arreglo para instrumentos de viento. Además, nos señala que en esta sinfonía el genial sordo de Bonn habría concebido todo un mundo en donde la síntesis de todas las artes poéticas, visuales, musicales y escénicas podían darse cita sin ningún problema. El concepto de Gesamtkunstwerk («obra de arte total»), que plasmaría finalmente en Das Rhiengold, empezaba a tomar forma cambiando para siempre la historia del arte.

Con motivo de la XIV Exposición de la Secesión Vienesa de 1902, organizada en torno a la Estatua de Beethoven esculpida por Max Klinger y teniendo como fondo el arreglo que hizo Wagner de la Sinfonía Coral -dirigida nada menos que por Gustav Mahler-, el pintor austriaco Gustav Klimt (1862-1918) inauguraría su célebre Friso de Beethoven, obra primordial del Art Noveau europeo, y que también tendría como finalidad fundir las artes plásticas, la música y la poesía en un solo espacio. La muestra originalmente se concibió como «un lugar sagrado, una especie de templo para un hombre convertido en un dios», en palabras del crítico Ludwig Hevesi, y atrajo enormemente el interés del público haciendo que la exposición fuese una de las más visitadas -unos 58.000 visitantes- de las organizadas por la Secession.

El año pasado, y como parte del proyecto Style Bible 2015, un evento anual que a través de Life Ball se celebra en Viena para recaudar fondos en la lucha contra el sida, la fotógrafa austriaca Inge Prader se dio a la tarea de recrear parte de la obra de Klimt utilizando para ello modelos humanos vivos. Las fotografías de Prader se basan en la llamada fase dorada del pintor austriaco, que recibe su nombre por el uso de hojas de oro en casi todas sus composiciones, que otorgan a su obra un acabado verdaderamente bello y luminoso. Las consecuencias de este trabajo son extraordinarias fotografías vanguardistas que bien podrían formar parte de una sesión de fotografía de moda avant-garde.

Un equipo de más de 50 profesionales trabajó en dicho proyecto. Maquilladores, diseñadores de vestuario, escenógrafos y especialistas en iluminación entre muchos otros, trabajaron con modelos y ornamentos para dar vida a la fascinante obra cargada de erotismo de Klimt. Es así como a casi 100 años de su muerte, la fotografía de Prader revive la belleza y la gran imaginación de este artista. Obras como Death and Life, Danae y The Kiss cobraron vida, siendo un justo reconocimiento y bello homenaje al genial pintor austriaco.

¿Los resultados? Júzguenlos ustedes mismos...







lunes, 15 de agosto de 2016

Poesía: Pájaros color de nieve

Por: Karim Yaver

Munich illustrated weekly magazine for art and life (5.1900, Band 2 Nr. 27-52 Jugend magazine) 

A Naz

¿Has mirado fijo,
tu cuerpo desnudo,
tu piel viva…
has mirado fijo
el agua descendiendo?
¿Has mantenido abiertos
los ojos cuando
se disfraza de lengua ese chorro
y lame
igual que serafines,
y muere
igual que sueños,
y su vapor se eleva
―y eleva la sacudida de tus besos
como partículas de polvo
entre partículas de anhelo?
¿Has mirado fijo
el brote de la lluvia
de entre las nubes naciendo,
y a las nubes
del cielo?
Yo miré fijo
y observé en el reflejo de
mis ojos
tu cuerpo.
De él broto un licor
que enjuagó mi impaciencia.
Y entonces decidí
que escribiría
―¡que me fuera en ello lo triste de la vida!―
para ti el más bello poema
de amor.

No temo a la muerte
temo un espacio gris
vacío
sin ti.
No temo tampoco a la lluvia,
temo que las lágrimas no laven
la escarcha
del invierno en nuestra piel.

Pájaros color de nieve
unen sus plumas en pleno vuelo.
Y caen.
Y mueren.
Y mueren juntos.
Puedo escucharlos ahora mismo,
sus picos en picada,
sus plumas rebanadas
rompiendo una delgada tela de cristal,
rasgando su carne contra el viento.
Puedo escuchar su canto comprendiendo,
sus silbos sosegados
entendiendo
que no fue el martirio de un santo
ni las orgías paganas
ni las bodas en secreto;
que no fue el querubín de porcelana
en pedazos sobre el suelo,
sobre la gran mentira de una cruz sobre un libro sobre una cruz.
Que no fue el brillo redivivo en los ojos rotos de Julia.
Que tampoco fue el fruto seco del viejo almendro.
Que no es este catorce de febrero
ni aquél en que murieron
siete asesinos de saco y sombrero.
Que no es la hierba sobre la que me siento
ni es el cielo vanidoso que aún no te adula.
Que es, simplemente,
el más bello poema
de amor
que he decidido escribir
para ti, y que te has atrevido
a labrar tú misma,
pues lo tallaron tus rojos besos
y lo esculpieron tus rojas manos;
lo moldearon tus negros ojos
y lo rozaron los negros míos.

Y ahora,
ahora sólo escucho cómo caen
los pájaros color de nieve.
Y cómo mueren.
Pero yo no temo a la muerte,
pues los pájaros, como las lágrimas,
como las gotas de ese chorro que me lame,
como los pétalos de esa rosa que nace,
vuelan,
caen
y mueren…


…juntos.