jueves, 30 de junio de 2016

Relato: Adiós al noctambulante

Por: Andrés Vega




El insomnio solía ser ese momento donde todo se volvía ideas e imágenes de mundos más interesantes que el que me tocó vivir. Ser un noctambulante solitario tenía su lado muy melancólico, pero era (al menos hasta donde recuerdo) algo no tan malo ni lúgubre, sino una pequeña cueva ni muy húmeda ni muy cálida en la que podía enredarme en mis pensamientos, hacer planes que nunca iba a realizar, soñar historias que nunca iba a escribir, desear lo imposible sabiendo que era irrealizable... y de pronto eso se fue.

Encontré a otras personas que, como yo, vagaban por la noche y por un tiempo pensé (ingenuamente) que había hallado a mi especie... pensándolo bien, sí son de mi gente: arrogantes, sin tacto, petulantes, quejumbrosos y, sobre todo, incapaces de hacer reflexión interna sobre nuestros actos y el impacto que las palabras dichas al calor del afecto pueden provocar. 

Podría pensarse que soy un ente delicado o muy sensible en esto de las palabras, y sería verdad. Además de eso, soy demasiado torpe con ellas, pero en mi defensa podría señalar que justamente por eso son pocos a quienes concedo acceso a esta área que llamo mi versión más sincera. Tal vez debo redefinir mis criterios, pues pasaron de ser invitados a quien daba gusto ver, a inquilinos morosos que sólo ensucian y hacen desorden. 

Escribo esto con enojo y frustración temporal. Mañana es posible que me arrepienta de mis palabras... pero resulta que no tengo otro lugar en dónde expresarlas. No tengo más quien las escuche (al menos no alguien que me importe) y sólo lo haga sin querer resolver mis problemas, sin darme quejas, sin reprobar mis acciones, sin cuestionar mis motivos, sin interrumpir cada idea antes de que nazca; pues soy falible, errático y por supuesto que puedo equivocarme. No necesito que me lo recuerden, pero aun así mis beloved ones sienten imperativo el hacerlo, armados tal vez con un sentimiento de superioridad moral o como mínimo una cachiporra con hule espuma alrededor. 

Mi insomnio se tornó en cuidar el sueño a una persona que me llamaba por teléfono dormida y no recordaba las palabras de alivio que alguna vez le procuré ante una pesadilla. Después se hizo un dolor tan agudo que no me dejaba dormir, pese a que mi alma clamaba por lo onírico o al menos por cinco minutos de MOR. Por último, se volvió esperanza, que aunque dura, con el tiempo se convirtió en desencanto ante las exigencias de una vida nueva; y ahora todo es malentendidos y disculpas por bien intencionadas palabras mal entendidas, mal dichas y mal recibidas. Y parece que he perdido mi derecho a quejarme, pues todo fue voluntario, temo decir. 

La adultez y el amor (temor) volvieron mi insomnio algo diferente que no me agrada. Sé que acabaré solo, pues cierto es que entre dos personas, aunque haya todo el amor del que se es capaz de profesarse, no alcanza para entenderse. Quisiera que no me importara ser entendido por el otro. Desearía volver al olvido (¿o será, recordar el olvido?), mas sé que dirían mis beloved ones que es una suerte de berrinche, y por eso ya no deseo contarles más. Aún si lo fuera, desearía que tuvieran la capacidad al menos de escucharlo y que dejaran de creer que si mi madre no pudo (o no quiso) darme una tunda por berrinchudo, ellos están obligados a hacerlo. 

Tal vez en su momento elegí un par de perros dóberman como compañeros de vejez porque sentí que ellos podrían escucharme. Probablemente mis palabras los pondrían de malas, pero prefiero un ladrido genuino a otro disfrazado de amable y no solicitado consejo.

¿Es muy narcisista estar en un sitio donde sólo esté mi voz? Puede ser, pero ¿por qué debo estar obligado a oír voces que sólo me dañan? Tener compañeros incapaces de una réplica, ¿no podría ser algo más elevado que simplemente ser alguien enamorado de su propia voz y que prefiere un interlocutor silencioso? 

Mis otros no lo piensan así. En general no me importaría a no ser porque mis errores tienen ahora un sabor amargo, pues ese amor rudo no me sienta bien. Es el adiós del noctambulante. Ahora sólo soy un neurótico, quejumbroso, intolerante, o ponga usted el apelativo que más le guste... Porque cuando estaba solo, yo elegía mi nombre y ahora no me alcanza la voluntad para defenderlo. Hoy, quienes me aman, me ponen otros nombres ante los que nada puedo hacer. Extraño mis noches solitarias de insomnio, extraño el desear encontrar alguien que me entienda, creyendo que esto es posible; extraño el dormir con luz de sol y darme baños de luna. Me extraño un poco más cada día, y eso es ahora en lo que se me van las desveladas.

Arrojo al oscuro océano de la noche esta nota en una botella con el deseo de que alguien la lea, pero con la esperanza de que nadie la encuentre; pues sólo me estoy quejando de lo que me refleja el espejo de mis elecciones. Ojalá pudiera romperlo y quedarme ciego para no volver a ver a ése que tanto odio: al que me mira ominosamente del otro lado del insomnio. 


miércoles, 29 de junio de 2016

Literatura: La última noche de Jesús Tapia (cuento)

Por: Antonio G.


"The Burning of the Houses of Parliament". 1834, William Turner.


La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio algo que le pareció increíble: un pino se elevaba a unos metros sobre su cabeza, flotando y girando sin preocupación en el cielo. La planta se hallaba en forma horizontal, como si después de pasar erguido muchos años, hubiera decidido acostarse en la nada a descansar; sus ramas se quebraban y las hojas se despedazaban con suma rapidez, como un diente de león siendo despojado del vilano, cuando el aire golpea con violencia en su superficie.
Al principio, Jesús no escuchaba nada, sólo veía el espectáculo extraño que se desenvolvía encima de él. A través de las hojas del árbol girante, alcanzaba a notar la luna llena y resplandeciente en el cielo despojado de nubes y estrellas. Después de unos segundos de duda decidió levantarse, y al hacerlo, las articulaciones de los miembros inferiores comenzaron a dolerle. Otro espasmo le recorrió todo el cuerpo, se tocó la frente con una de sus manos, al enfocarla vio la sangre en sus dedos. Pensó que en los sueños también se podía sentir dolor, y la única manera de salir de aquello que no se podía explicar por la lógica, era morir, para despertar.
Se sorprendió cuando una mano lo agarró. Pertenecía a una mujer que tenía manchas negras y grises en el rostro, como de quien ha estado bajo los escombros. Por la manera en que su boca se movía, parecía que gritaba su nombre. Su pelo lacio y castaño, que le llegaba por debajo de los hombros, se le movía fruto del fuerte viento que soplaba; le tapaba a ratos la mirada, que lucía preocupada y afligida; sus ojos emanaban la tristeza de quien ve sufrir al ser amado. Al regresar poco a poco el sentido de la audición, Jesús se preguntó quién era aquella que, en efecto, gritaba su nombre, que le preguntaba posteriormente si se encontraba bien, y que lo abrazaba después.
La mujer lo jaló, comenzando una carrera vehemente por la ancha calle, cubierta de papeles, polvo y escombros. La cantidad de gente que también corría a su alrededor, no era sencilla de contar, le pareció que eran miles; casi todas tenían alguna herida que les teñía de rojo la cara, en sus rostros también se palpaba la desolación y desesperanza. Jesús comenzó a sentir miedo, sin saber con exactitud el porqué; pensó que esperaba morir con rapidez, para despertar lleno de tranquilidad, en una cama. Estaba seguro que tenía una, aunque no recordara dónde ni cómo era.
Un estruendo se escuchó por todo el cielo, y fue tan fuerte, que Jesús no dudó que se hubiera oído en todo el mundo. Junto con el ruido llegó una luz tan intensa, que la noche se hizo día, al menos unos segundos; nadie pudo hacer más que protegerse la vista y, por instinto, encogerse y tomar una postura fetal.
Volvió a abrir los ojos, sin soltar a la mujer, que se encontraba delante de él y pegada a la pared de un alto edificio. Comenzó a notar cómo la parte más alta de todos los inmuebles que se hallaban alrededor, se despedazaban de manera similar al pino que se desquebrajaba en un principio. Las estructuras se deshacían con la fragilidad de una flor que tira los pétalos al marchitarse. Jesús tuvo que limpiarse los oídos antes de caer en cuenta de que, en realidad, aquellos movimientos bruscos y ascensión de materiales al cielo, no hacían absolutamente ningún ruido.
La mujer lo jaló de nuevo, al tiempo que todos reanudaban la carrera anterior, en dirección a un lugar que él desconocía. Jesús corrió con toda su alma y mientras lo hacía, miró a un hombre de no más de treinta años que, con sorpresa y curiosidad, observaba de cerca una esfera café, no más grande que una pelota de futbol, que flotaba a unos centímetros de su persona. El individuo la tocó. Jesús, por una razón desconocida, quiso imitarlo, y cuando la mujer se percató de aquello, le gritó con el miedo impregnado en la voz, que no debía de hacerlo, pues ya sabían lo que pasaba. Pero Jesús no sabía. Volvió a girar su mirada hacia el hombre y la esfera, vio entonces que la esfera poseía la mitad del hombre, y el hombre ya no conservaba la cabeza ni el pecho; se deshacía en el aire como ceniza que cae de la mano. Se descomponía el individuo, como los edificios y los árboles. A la esfera poco le faltaba para devorarlo, sin embargo al final terminó su cometido, tomando la forma de una persona, ausente sólo de ojos y nariz.
Jesús gritó y su voz se unió al clamor de todas las personas. Un segundo estruendo cubrió de nuevo la atmósfera, la luz fue más clara que la primera vez, y después de un instante, cuando él y todos lograron vencer el miedo, abrieron los ojos a la realidad.
Nubes grises y espesas cubrían la totalidad del cielo, sin embargo, no fue la rapidez con que eso sucedió, lo que lo impresionó, sino los miembros enormes que se veían por todas partes de la ciudad. No parecían humanos, eran grises, gruesos, como patas de elefante; permanecían inmóviles, y no se lograba ver más que eso. La barrera de nubarrones no permitía que se identificara el torso de aquello que se encontraba pegado al suelo.
El pánico fue casi tangible en el grito que todos exhalaron. La algazara se encontraba en uno de sus momentos cúspides. La mujer le dijo a Jesús, con lágrimas en los ojos, que creía que era el fin de sus vidas, y que, lo único que la hacía feliz en ese instante tan cercano a la muerte, era que daría el siguiente paso al lado del amor de su vida. Él no hizo más que sonreír y tratar de fingir lo que se suponía, tenía que sentir. Le dio un beso apasionado en la boca y, antes de que por voluntad, terminaran aquello, los miembros comenzaron a moverse. El ruido se hizo por fin presente, así como la plena destrucción de todo lo que rodeaba y conocía Jesús.
En su sano juicio, seguía pensando que todo era obra de un mal sueño. En el fondo, ansiaba su muerte porque aquello era, por mucho, la peor pesadilla que había tenido en su corta vida. Y mientras esos pensamientos acometían su cerebro, notó que ya no corría hacia enfrente, y que de hecho, ni tan siquiera corría: ahora flotaba. No era la presencia de algo, lo que lo elevaba al cielo, sino la ausencia de gravedad lo que lo hacía no poder permanecer en el suelo.
La pareja observó que todo lo que estaba alrededor de ellos, se elevaba hacia las nubes grises, que parecían más una pared de metal, que simples gases flotando. Las personas se movían desesperadas, como si se hallaran en plena convulsión, mientras seguían ascendiendo; Jesús y la mujer permanecían agarrados, viéndose fijamente a los ojos, aceptando lo que les deparaba.
Él notó que todo lo que alcanzaba el cielo, crujía; que las personas atravesaban las nubes y después del mismo lugar caían chorros de sangre espesa. Los gritos que llegaban de arriba, eran aún peores, que los que provenían de abajo. Miró hacia el horizonte, donde una neblina poco espesa comenzaba a avanzar. Observó un poco más, entonces lo vio: unas cosas que parecían garras, de color negro, sobresalieron por un momento de la bruma que, sin que nadie pudiera evitarlo, avanzaba segura hacia donde ellos se hallaban. No se lo dijo a la mujer. Aquellos ganchos, que a veces se dejaban ver, tenían la mitad de la altura que había entre el cielo y la tierra; Jesús pensó que, eso que venía tras de ellos, era tan inmenso, que no había ya nada que pudiera hacerse.
La garra tomó a cientos de personas que estaban en el aire, y las hundió en la neblina. Hubo un instante de gritos y después no se oyó nada. La mujer de Jesús quiso voltear, pero él le sujetó la cabeza, prohibiéndole el movimiento; la besó con fuerza.
La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio la oscuridad, y supo que no era la noche, ni el final del sueño todavía, sino la garra que lo apretujaba junto con otros cientos de cuerpos. Era la garra lo que lo jalaba hacia la neblina, la garra lo que lo llevaba hacia las fauces que emitían un gruñido descomunal, parecido al ruido de mil cuchillos paseando con aspereza sobre la superficie de una enorme botella; la garra que estaba despojada de nubes y estrellas. Jesús, en el último momento, cerró los ojos y esperó despertar.


lunes, 27 de junio de 2016

Literatura: Una curiosidad sobre 'Las Montañas de la Locura' de H.P. Lovecraft

Por: Arisbeth




En 1931 aparece la novela Las montañas de la locura, de H.P. Lovecraft, en dónde el autor narra cómo un geólogo de la Universidad de Miskatonic realiza una expedición a la Antártida, encontrando vestigios de una antiquísima ciudad habitada otrora por una extraña raza, venida de los confines del espacio. y que guardan ningún parecido con la progenie humana.

Es necesario señalar que el relato, si bien es cierto, implica una trama al género de terror en donde una especie de 'monstruos' siderales amenazan con aniquilar al hombre, tiene a final de cuentas una base científica o pseudocientífica que llevaría a incluirlo dentro del género de la ciencia-ficción de tintes incluso religiosos. En efecto, las criaturas que habitan las ciudades antárticas lovecraftianas y que pueden equipararse a los dioses y demonios de las mitologías y religiones conocidas, son en realidad seres extraterrestres provenientes de ámbitos tan lejanos y extraños que incluso no pertenecen a nuestro espacio-tiempo; la materia con que están formados es ajena a cualquier elemento que conozcamos y, además, no se corresponden con ninguna conceptualización filosófica humana conocida, ya que simplemente están más allá del bien y del mal.

sábado, 25 de junio de 2016

Poesía: El Sur (elegía)

Por: Iván Nesta Marley





Este es el sur, mis amigos, el sur donde la impunidad se come casi tan a diario como el frijol y el maíz. 
Una impunidad con un sabor amargo a la distancia, agrio y picante, que hace a los ojos llorar, que nos hace toser como locos y llorar como niños. 
Una impunidad que nos hace doler el estómago, la cabeza, el torso, las piernas, o donde tengas suerte que la salva te toque o que la desgracia de la bala te duerma.
Una impunidad que acecha a todas horas, una impunidad vigilante y fría. 
La misma que destapa los pozos de mediocridad donde se escoden las peores pestes de la comunidad que rapiñan todo lo que alcancen sus largas manos y su estúpida cabeza, adjudicándose banderas ajenas.


Este es el sur de gente encorvada por todas las jornadas de trabajo que han vivido.
El sur de las alma más fuertes y más tenaces.
El sur incomprendido, menospreciado e inconquistable. 
El sur con huevos, el sur de la gente de las nubes, el sur del pueblo de la lengua florida. 
El sur que no se rinde.

viernes, 24 de junio de 2016

Artes Plásticas: El cromatismo realista de Serge Marshennikov

Por: Daphy

The Beauty (óleo sobre tela)
 
Serge Marshennikov es un artista plástico post-soviético nacido en 1971 en la ciudad de Ufa (Bashkiria, Rusia).
Inspiration (óleo sobre tela)

Desde sus inicios, Serge siempre practicó el dibujo, la pintura y la escultura con cualquier material que tuviera en sus manos, inclinación que alentó su madre proporcionándole profesores particulares de arte. Después de recibir una serie de premios por sus acuarelas y pinturas al pastel, aún durante la época de la extinta Unión Soviética, decidió dedicarse en tiempo completo a la pintura de forma profesional. 

Terminó sus estudios en la Escuela de Arte de Ufa en 1995 y continuó dando clases en una de las instituciones más prestigiosas del mundo: la Academia Repin de Bellas Artes de San Petersburgo, y haciendo su posgrado en Artes Plásticas con la ayuda del rector de la institución, el profesor Milkinov.

Realizó en 1995 su primera exposición individual en la Galería Sangat de Ufa teniendo un enorme éxito.
The Timid Sound (óleo sobre tela)
Desde ese momento, las exposiciones se han sucedido y sus obras se han cotizado de forma elevada en subastas de arte tan prestigiosas como la Christie's de Londres y Bonham, en Knightsbridge.


En su pintura podemos encontrar elementos propios del romanticismo, el cromatismo francés y el constructivismo ruso; no obstante que algunos críticos la ubiquen, tal vez irresponsablemente, dentro del hiperrealismo. Su estilo es sensualista y ensoñador; pinta exclusivamente ropa femenina -que presagia desnudez- y mujeres durmiendo, en poses eróticamente descuidadas, ingenuas e infantiles, cuyas expresiones se hallan a medio camino entre la fantasía onírica y la vigilia.

Sleeping Beauties (óleo sobre tela)
La paleta de Marshennikov se compone de óleo, principalmente, y tiende a privilegiar los colores pálidos pastel en las modelos contrastando así con los oscuros del ambiente. Los detalles son cuidados al extremo (probablemente de ahí su fama como 'hiperrealista'), y el uso de sombras otorgan a sus lienzos un sutil efecto tridimensional, pero fantasioso a la vez, muy difícil de hallar en otros pintores debido a los contrastes lumínicos que Serge imprime.  

Actualmente, su obra tiene mucha demanda y sigue en aumento. Podemos contemplar su arte en museos de gran prestigio como el Museo de Arte Moderno de El Paso, el Museo de Gracia en Abilene, el Museo de Ufa y en muchas importantes colecciones privadas en Rusia, Inglaterra, Dinamarca, Francia y Japón.

She (óleo sobre tela)

jueves, 23 de junio de 2016

Poesía: 24

Por: Nestor Ramírez Vega


La persistencia de la memoria - Salvador Dalí (1931 - Museo de Arte Moderno de Nueva York)


Casi un cuarto de siglo. 
Un limón exprimido, aún fresco, resbala por la orilla de la mesa. 
Pienso en tu recuerdo. 
Ya no estás, eres otra. 
Ya tu cuerpo no es tu cuerpo, pertenencia de los bajos instintos de tu sexo. 
Flor de verano que gira alrededor del sol y muere.


Hora de deceso, 23 horas 45 minutos. 
Ya el reloj da la vuelta entera y ninguna hora me pertenece. 
Ya pasaron las cinco, las seis, las quince y dieciséis. 
Nada queda de ti ni de mi. 
Fueron un pasado impropio que cae cada 60 segundos y después vuelve a empezar. 


Ya no están las fotos de Daniela, Sandra, Susana; se perdieron en la mudanza. Lorena, ¿para qué llorar por lo que nunca hubo? 
Corremos por el borde del mundo, sin rumbo. 
Sólo quedamos la rueda, el mundo, el minuto, yo. 
Giramos y llegamos al final: el punto de partida. 
Las 24 son también las cero y del otoño volvemos al invierno.


martes, 21 de junio de 2016

Poesía: Sang

Por: Naz

"Granate" (10 x 10 cm., acuarela sobre papel algodón), de Naz.


A cada parpadeo una capa de piel muerta se acumula en su nuca.

Acaricia un cuello victoriano, un cono para perros... no podía lamerse las heridas.

La lengua viperina acarició sus hematomas.

Nacidas grietas le reabren cicatrices trasnochadas.

Hendiduras escupiendo trufas de lenguas que le sangran.

Por el resquicio de la fisura brotó un rosal.

Flores con pétalos grandes, carnosos como labios vaginales.

Granates.

Como frutas malditas, gajos de pellejo.

El río sigue manando, profuso.

Aguacero escarlata.

Literatura: Atrapado en vida (relato)

Por: Henry Pantoja Castellanos
 

Emiliano Villa
La muerte del réprobo 

creación 1893

Recuerdo el cielo de aquella tarde lluviosa, recuerdo que no era lo suficientemente oscuro como para que se precipitara el agua del cielo.

Me encontraba en el cementerio de una ciudad muy caliente, en el norte de Colombia. Mientras me dirigía a la tumba de una vieja amiga, se acercó a mí un chico. Vestía un pantalón negro, una camisa gris con una frase cuyo idioma no reconocí, botas marrones y lentes circulares y oscuros. Mientras caminaba me preguntó hacia dónde me dirigía, a lo que yo contesté, frunciendo el ceño, «hacia la tumba de Laura Lozano». Sin vacilación alguna señaló hacía una gran estatua de Jesús que se encontraba en lo más alto del lugar.

–¿Cuál es tu nombre? – le pregunté–.

–Todos tenemos uno, y ni siquiera significa lo que verdaderamente uno llega a ser.

Aunque me parecía muy extraño, no le di mucha atención. Yo sólo quería ver aquella lápida y reconocer el nombre de quien una vez fue el ser humano más importante en mi vida.

–Al comienzo vienen seguido, lloran y derraman tantas lágrimas cuanto pueden, pero luego son menos y menos frecuentes. Es extraña la memoria del que vive, pues tiende a olvidar incluso las emociones –dijo el chico cuyo nombre seguía sin conocer–.

–¿Trabajas aquí? –pregunté desinteresado–.

–Más que eso, el lugar es como mi hogar, lo ha sido durante años.

Pensé que era muy joven como para trabajar en un lugar como ese, aunque, de nuevo, no le di mucha atención a sus respuestas.

Llegué, por fin, a la tumba. Se veía que durante los tres años que habían pasado, nadie había visitado su sepulcro. Se encontraba sucio, lleno de hojas y el pasto ya estaba crecido alrededor de la lápida.

Me senté a limpiar, y con mis manos arranqué la gruesa hierba que veía que rodeaba toda la lápida. El chico me miraba como con dedicación, y luego dijo unas palabras que me dejaron frío como muerto.

–No eres tú quien limpia su tumba, es ella quien quita las hojas secas de la tuya.

Estaba paralizado, pero mi corazón palpitaba de inquietud. Mis piernas... mis piernas temblaban. No entendía qué sucedía en aquel cementerio, no entendía que sucedía en mí. Cuando mi cuerpo respondió a lo que mi cerebro ordenaba, corrí. Traté de salir del cementerio, pero una fuerza mayor a la mía me lo impedía. En la desesperación de no poder entender la situación, reconocí el rostro del chico, y recordé su nombre... Era Ismael, el chico que muchos quisieron que fuera, pero que no pude llegar a ser.

Barranquilla, Colombia, 2016


miércoles, 15 de junio de 2016

Literatura: Destazando a Antes de Adán/La peste escarlata (reseña)

AUTOR: Jack London (1876-1916)
PAÍS: Estados Unidos
EDITORIAL: NAVONA
EDICIÓN: 2008
ISBN: 978-84-96707-86-3

PÁGINAS: 197

La raza humana está condenada a sumergirse cada vez más en la noche primitiva antes de re-emprender su sangrienta ascensión hacia la civilización. (Jack London - La peste escarlata)

Jack London (1876-1916), escritor estadounidense,  es mejor conocido por sus obras: Colmillo blanco (1906), Martín Edén (1909), La llamada de lo salvaje (1903), y las series de relatos Los mares del sur (1911). Sin embargo abordaremos este libro cuyas historias, separadas por las eras pero afines en la temática, nos retratan con sumo realismo la crueldad del género humano.

Antes de Adán (1906-1907). Un joven del siglo XX, al dormir "revive su vida pasada", la cual ocurrió durante el periodo Paleolítico inferior, cuando solía ser un homínido (probablemente homo habilis) denominado Colmillo Largo; apodo descriptivo que él mismo le da a su contra-parte primitiva, a causa de que recuerda una época en la que todavía no conocía el lenguaje, asignándose ese sobrenombre debido a la longitud de sus dientes caninos.

El protagonista hace el esfuerzo de poner en orden cronológico las aventuras que experimenta cada vez que sueña: desde su infancia en los árboles, cómo se independizó de su madre para luego hacerse amigo de Oreja Gacha, el acoso de los depredadores, su futura relación con La Veloz, así mismo los peligros que corrió ante la amenaza constante de un arborícola llamado Ojo Encarnado (pudiera ser australopithecus), hasta concluir con el inevitable conflicto con los hombres de fuego (Neandertales o cromañones). El miedo es el común denominador de todos los capítulos, el principal impulsor en las aventuras acometidas por Colmillo Largo.

Uno de los planteamientos más interesantes es la teoría de la "memoria racial", que sostiene que los genes provenientes de nuestros antepasados trasladan sus vivencias, miedos, reflejos, etc.;  a través de las siguientes generaciones; aunque el narrador posee esa cualidad de una manera fuera de lo común, de tal suerte que lo considera un defecto físico. Se pudiera confundir el dicho concepto con la re-encarnación, al también trasmitir la sensación de vivir una vida anterior, pero en realidad no se trata de la misma alma habitando diferentes cuerpos, sino de los recuerdos de un progenitor transferidos a su respectiva descendencia mediante la herencia.

Otros relatos donde la memoria racial juega un papel crucial en la trama, que los recomiendo como aperitivo para comprender mejor el dicho concepto, serían El acompañante del muerto (1891) y Una dura pelea (1891), ambos del escritor Ambrose Bierce, quien relata cómo provocan miedo unos simples cadáveres, justificándose en experiencias ancestrales de los protagonistas.

No es la intensión de la presente reseña profundizar en la psicología, por lo que hago alusión al concepto de Carl Jung llamado "Inconsciente colectivo", en el cual se explica a mayor detalle lo mencionado aquí. Sin embargo, Carl Jung nació en 1875, por lo que quizás Bierce y London tomaron la idea de un estudioso anterior al célebre psicólogo suizo.

La peste escarlata (1915). En el año 2072 un viejo relata a sus nietos Edwin, Hare-Lip y Hoo-Hoo, cómo una pandemia que ocurrió en el 2013, cuya característica principal era provocar manchas rojas en la piel, exterminó a la mayor parte de la humanidad y causó que la civilización involucionara de nuevo a las sociedades tribales, perdiendo en el proceso casi todos los conocimientos que se habían adquirido hasta antes de la catástrofe. James Howard Smith, el protagonista, solía ser un profesor de literatura inglesa, por lo que trata de inculcar la cultura perdida a sus nietos salvajes, como las matemáticas más básicas, resignándose a que la humanidad apenas ha renacido y tardará siglos en recuperar la sabiduría perdida.

Este relato es considerado ciencia ficción por ser de los primeros en hablar un mundo post-apocalíptico causado por una pandemia que casi extinguiría a la humanidad; también acertó en predecir la creación de centros de estudio y control enfermedades (Estados Unidos fundó su primer "CDC" hasta 1946). Por lo que Jack London, presumiblemente, imaginó hasta donde progresaría la humanidad gracias a los descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895); aunque en La invasión sin paralelo (1910), ya había escrito sobre el uso de armas bacteriológicas, por lo que algún día espero leer ese y otros cuentos en el libro La fuerza de los fuertes (1914) (título homónimo de otro relato distópico) .

Por lo anterior, tenía la hipótesis de que Richard Matheson basó parte de su novela Soy leyenda en La peste escarlata; ya que, además de la pandemia, situaciones que experimentan los sobrevivientes ante la tragedia, como la formación de sociedades y destrucciones de la mismas (bastante clisé en el cine zombi de George Romero y continuadores), están presentes en ambas obras. Sin embargo no pude comprobar más allá de que el cineasta se basó en los vampiros de Soy leyenda para modernizar los filmes de muertos vivientes. Sólo que en la obra de London no hay monstruos fuera del propio hombre.

Mas hay otra sorpresa para el lector paciente que mastica con pulcritud cada oración de un texto. Estamos ante una doble distopía. London fue miembro del Partido Socialista de América, viéndose el reflejo de sus ideales marxistas; pero desde el punto de vista del fracaso de la lucha de clases, las pistas son breves, apenas menciones, pues antes de que la enfermedad mermara al hombre, la burguesía había alcanzado tanto poder que hasta elegía al presidente de los Estados Unidos; sólo un cataclismo fue capaz de provocar que el proletariado se rebelara contra ellos, trasmutando en la completa anarquía; reiniciando así la historia hasta quedar condenada a repetirse una y otra vez al pasar de los siglos.

                                                                               *

Más allá de los elementos superficiales que emparentan los argumentos al par de tramas, como la innegable similitud entre Ojo Encarnado y Bill el chofer, es notable que en ambas obras se resalta la carencia o el uso ineficaz del lenguaje, que impedía hablar sobre conceptos simples o expresar ideas no tan elaboradas; lo que nos da un panorama más claro de cómo se pretendía controlar el Ingsoc a la población de Oceanía mediante la neolengua en la novela 1984 (1949), de George Orwell.

Otro elemento compartido entre ambas obras es el nacimiento y destrucción de la sociedad, todo a causa del miedo e incrementar las posibilidades de sobrevivir; muy propio de la filosofía de Thomas Hobbes. Por lo antes dicho, en aras de analizar con mayor profundidad el cómo se organiza una sociedad, en la próxima entrega de "Destazando a" analizaremos una de las obras más famosas de William Golding, El señor de las moscas.

sábado, 11 de junio de 2016

Música: Schubert - Semblanza de una vida inconclusa

Por: Uriel Delac


Oportunidades de vida que no se presentaron para algunos genios a través de la historia. Un físico inglés que pudo haber adelantado el siglo XXI a grandes pasos, Henry Moseley, murió durante la Primera Guerra Mundial a los 28 años. El escritor francés Raymond Radiguet alcanzó solamente dos décadas de vida, a tiempo de sacarse El diablo del cuerpo; y su compatriota Rimbaud, poeta como pocos, ya había escrito toda la obra que le conocemos a los 19 años y no escribió una línea más en el resto de sus días.

Franz Schubert, por Gustav Klimt (1899)
Fue el caso del músico austriaco Franz Peter Schubert (31 de enero de 1797 - 19 de noviembre de 1828), uno entre tantos de los que en el romántico siglo XIX murieron a temprana edad, víctima de dos enfermedades que hoy en día tienen una cura segura: la gonorrea y la fiebre tifoidea.

La imagen de un Schubert soñador, apacible y virginal que las ilustraciones de la época o el pincel de los idealistas contemporáneos nos han ofrecido, se aparta a ratos de la realidad de un bohemio que disfrutó de sus años mozos como cualquier parrandero y casanova de ocasión, que además padecía de lo que actualmente llamamos trastorno bipolar. El cine se encargó también de reforzarnos esa idea y apareció Claude Laydu en los años cincuenta del siglo pasado, en una cinta franco-italiana, Sinfonía de Amor, en la que Franz debatía su espíritu entre la hierática belleza de Marina Vlady y el rostro picado de viruelas del personaje encarnado por Lucía Bosé.

Schubertiada en Viena, por Julius Schmid (1897)
Melancólico o simplón, lo cierto es que Schubert no debió de haber tenido mucho tiempo que perder. El catálogo de sus obras habla en forma elocuente de su trabajo constante y de la variedad de géneros en los que incursionó: desde la música sacra, hasta los alegres ejercicios escénicos que aparecen clasificados como operetas, sin pasar por alto la titánica labor de sus sinfonías.

En el terreno del lied no abundan casos de tanta prolijidad, ni siquiera entre los músicos que se dedicaron absolutamente a este género. Más de 600 canciones con letras de ilustres poetas como Goethe, Schiller, Klopstock, Metastasio, Pope y Schleger; o de desconocidos y mediocres versificadores (como Wilhelm Müller) han sobrevivido gracias al trabajo musical que Schubert desarrolló en La bella molinera, La muerte y la doncella, El rey de Thule, Viaje de invierno y El rey de los elfos, por mencionar solamente algunos de ellos. 

Interior de la Capilla Imperial de Viena
Para el piano, instrumento que amó particularmente, el que fuera joven privilegiado en pertenecer a la Capilla Imperial de Viena (fue cantor del más importante coro infantil del mundo: Die Wiener Sängerknaben), escribió sonatas, fantasías y los famosos impromptus. En sus momentos de genialidad musical, transcribió para este instrumento la forma del lied con enorme éxito. A pesar de la indiscutible factura de primer orden y de las oportunidades de lucimiento para el intérprete, los virtuosos de hoy parecen haber dejado en un letargo injustificado sus piezas, relegándolas como encores ocasionales de magnos conciertos.

Residencia de los Niños Cantores de Viena
Romántico en su correcta acepción por los impulsos que movieron su música, por los temas de su predilección y las espontáneas melodías que fluyeron de su inspiración, clásico de formación, admirador de Beethoven y heredero de la tradición austriaca que Mozart y Haydn legaron, Schubert se metió de lleno en casi todos los géneros a la mano. La ópera, espectáculo que le rodeó en su amada Viena, parece no haber sido objeto de su inspiración, aunque los intentos y nombres de partituras perdidas nos hablan acaso de un acercamiento bastante tímido. De su música para la escena, ha sobrevivido Rosamunda, la cual nos describe un compositor con posibilidades para la danza que no explotó como debiera.

Interior de la casa de Franz Schubert en Viena
Sería imposible obviar el laborioso catálogo de música de cámara del compositor. Cuartetos, quintetos y tríos, además de sonatas y nocturnos que se mantienen como repertorio básico del género con justa razón. Si alguna vez el lector ha escuchado La Trucha o La muerte y la doncella, las palabras salen sobrando.

De la clasificación de su obra es necesario hacer un breve paréntesis para aclarar algunos puntos. En el desordenado catálogo original, aparecían una serie de obras inexistentes o incluidas en otros opus. Por este motivo, el musicólogo Otto E. Deutsch en 1951 ordenó el caos y puso en claro toda la obra del vienés. Rectificó el error de atribuirle diez sinfonías, del año y lugar que ocupa la archifamosa Inconclusa, en realidad, la séptima y no la última. Este esfuerzo de Detusch ha sido reconocido en forma indeleble y de eterno acompañamiento en las obras del músico: la letra D que junto al número de catálogo sustituye al tradicional opus del resto de los compositores, con excepción de las obras de Bach y Mozart.

Tumba de Franz Schubert en Viena
Muy al gusto de los románticos, dos de sus sinfonías llevan un sugestivo calificativo en aposición: la Cuarta, conocida como Trágica; y la Novena, La Grande. Obviamente el carácter que imprimió a su música en el caso de la Cuarta o las dimensiones que desbordaban los moldes convencionales de una sinfonía tradicional a principios del siglo XIX (con excepción de la Coral beethoveniana), posibilitaron a La Grande llamarse así y, a la vez, haber permanecido unas cuantas décadas en el olvido, desdeñada por orquestas y directores que la consideraban extremadamente compleja y larga.

La indudable capacidad como orquestador y la clásica disposición de los elementos sinfónicos al servicio de su drama interior, colocan a Schubert entre los grandes sinfonistas de siempre, junto a otros alemanes y austriacos. Cabe mencionar el esfuerzo de amigos como Shober, de su hermano Ferdinand y de músicos sin egolatrías reconocidas como Mendelssohn, para el destino de su música y su llegada a los oídos de grandes auditorios. Las precarias condiciones en que vivió, el desorden en la clasificación de su obra y otros elementos ajenos, nos hubieran mantenido muchos años más, alejados del patrimonio de uno de los más grandes músicos de la historia


martes, 7 de junio de 2016

Literatura: La muerte en Las Dunas (cuento, segunda entrega)

Por: Karim Yaver


Primera entrega: http://tertulia-animal.blogspot.mx/2016/06/cuento-la-muerte-en-las-dunas-primera.html

Aquella mañana, en esa cafetería en medio de la nada, no había sido nada más que una mañana cualquiera, una jornada calurosa del primer turno, completamente típica —es decir, «completamente trivial»—, para Lucy. El menú del día incluía siempre insultos, palabrotas, manos largas de camioneros burdos, órdenes groseras, miradas lascivas y ruidos grotescos de dientes y mandíbulas masticando torpemente sus desayunos. Aquella mañana no había sido nada más que una mañana cualquiera para la joven y bella Lucy, la camarera desafortunada e infeliz de esta historia, y la primera en la única cafetería en el camino a Las Dunas.
A pesar de la hora —tal vez las siete u ocho— ya el calor seco y sofocante del desierto se hacía notar al recorrer, con un dejo de picardía, en forma de sudor, la frente y el pecho ligeramente descubierto de la bella camarera. Era regla general de la casa el que las trabajadoras revelaran sus atributos portando un escote provocador; regla inútil, además de estúpida, pues, como ya se mencionó, era aquélla la única cafetería en el camino al pueblo, y, por tanto, parada casi obligatoria para cualquier camionero. Así que no existía la competencia, y las azoteas de los pechos descubiertos de las camareras eran sólo un afortunado accidente para los vulgares choferes y para los asiduos comensales provenientes del pueblo.
Cerca de las nueve, y aún bajo los abrasadores destellos del sol matutino, un par de caballeros ingresaron a la cafetería, sin mucho discurso, con las miradas perdidas y las caras largas. El primero de ellos, un joven delgado, pálido, de cabello negro y estatura promedio, caminaba derecho y bien erguido, sin mirar a nadie en absoluto. Mantenía la vista fija al frente. El segundo, detrás de él, uniformado, alto, bronceado y fornido. Sus ojos, sólidos en la misma dirección. Lucy reconoció al segundo: oficial de caminos, acostumbraba desayunar allí mismo con su compañero, un tanto mayor. Pero ésta no fue la única razón por la que sobresalió para ella. A los pocos años de abandonar la escuela para comenzar a trabajar en la cafetería (alguien debía hacerse cargo de su madre enferma), las balas del arma, de esa arma que colgaba aún del cinturón del oficial, habían escrito con plomo un doloroso capítulo en su vida. Pero a eso volveremos más adelante.
Ambos hombres permanecieron en la entrada por cerca de un minuto. Entretanto, Lucy servía a un mal encarado camionero el desayuno del día, sin dedicarle demasiada atención, pues estaba ésta concentrada en aquellos dos.
—¿En qué les puedo servir? —les preguntó Samantha, la chica nueva, quien, a pesar de iniciar su turno a la misma hora que Lucy, solía entrar bastante tarde, pues las noches en el club se le alargaban normalmente a algún motel, a alguna cabina de tráiler, o a la oficina del dueño de la cafetería.
La joven les ofrecía sus servicios con cordialidad, pero también con descuido, pues seguía acomodando con una calma imprudente el gafete sobre su pecho izquierdo. A pesar de su amabilidad y de sus atractivos aparentemente inocentes (esa inocencia dulce y provocadora de las chicas pueblerinas), ninguno de ellos contestó.
Lucy observaba siempre con cierto recelo el proceder de Samantha, pues nunca le agradó que una chica de dudosa proveniencia llegase a ocupar el lugar dejado por Rosy, aquella vieja matrona de las camareras que ofreció sus servicios por cerca de treinta años ininterrumpidos, hasta que un infarto al miocardio apagó sus ímpetus, ya hacía tiempo menguantes. Pero en ese recelo suyo se entreveía una pizca de envidia, pues, aunque Lucy era una joven muy atractiva, no poseía las habilidades seductoras de Samantha, cualidades que por cierto le brindaban algo más que las miradas de los clientes: a pesar de trabajar menos horas que Lucy, sus propinas eran siempre mayores.
Sumándose a todo esto, había una razón más profunda y compleja para que secretamente Lucy odiase a Samantha —quien, por cierto, siempre se había mostrado amigable con ella—, y era el hecho de que fue justamente por una mujer de habilidades seductoras semejantes que su padre las abandonó a ella y a su madre. Pero ésa, esa historia terminó varios años atrás, con el robo a la licorería, donde un joven oficial mató a su primer criminal: un viejo lobo borracho que abandonó a su familia por una ramera que al poco tiempo lo abandonó a él. Ahora, ese oficial, no tan joven ya, aunque sí mucho más golpeado por el sol, se encontraba en la entrada de la cafetería, acompañado por un extraño delgado de aspecto desconcertante. Su mirada era muy distinta a la que le había notado Lucy aquel funesto día, pues los ojos del oficial reflejaron en esa ocasión una sombra de arrepentimiento en sus lágrimas contenidas, mientras que ahora la sombra que los recubría era de muerte, y es que sus ojos estaban secos, tanto como el mismo desierto del que escapaban todos al interior de la cafetería. Al corazón de Lucy lo iba cubriendo de a poco esa misma sombra, mientras palpitaba violentamente.

La tormenta de arena había parado desde las primeras horas del alba, si bien el desértico calor de la carretera permanecía y aumentaba. A unos pocos kilómetros de la cafetería, un auto volcado y dos cadáveres se perdían bajo la arena, calcinados. En la barra, el corazón de una joven camarera perdía el equilibrio sobre esa cuerda floja que por un lado le deparaba una taquicardia y, por el otro, el paro total. Mientras, en la entrada, otra camarera, más joven aún, sin bragas bajo su entallado uniforme de algodón, atendía con amabilidad a dos hombres. Uno de ellos era un oficial de policía, familiar para algunos de los presentes; el otro, un simple ignoto. El ignoto actuó primero.
—¡Diablo! —gritó atemorizado un viejo que desayunaba a unas mesas de la entrada.
El anciano había observado, silencioso, paralizado primero, cómo una gota tras otra de sangre resbalaba de la mano derecha del desconocido y se despeñaba enrojeciendo el suelo blanco, para después dejar caer, él mismo, de la suya, el tenedor aún con comida, justo en el instante en que la del hombre se alzaba para clavar algo en el cuello de Samantha. Las gotas de sangre se convirtieron en chorros, y el silencio del viejo en un grito. Por un segundo, el corazón de Lucy se inclinó hacia la decisión más obvia, el paro total, para reaccionar después con mayor fuerza, reanimado por el sonido hueco y eléctrico de la bala de ese revolver que ya antes había encaminado a la muerte a su propio padre, y que ahora hacía caer al viejo al suelo. El proyectil entró por su frente, atravesando su cráneo y sus sesos, así como había atravesado los del padre de Lucy.
Tras el estruendo de la primera bala, el dueño de la cafetería salió apresurado de su diminuta oficina a un lado de la cocina, para encontrarse con el estruendo de una segunda, de una tercera y de una cuarta (dos en su pecho, otra en su estómago). Cayó hacia atrás, golpeando la puerta que acababa de abrir con todo su peso, para terminar derribado sobre el piso sucio del interior, justo a un lado de las húmedas bragas extraviadas de Samantha, quien agonizaba en la entrada, con un pedazo de afilado cristal clavado en su cuello, perdiendo sangre a un ritmo acelerado.
Bastaron no más de tres minutos para que el oficial y el joven asesinaran a cada uno de los sorprendidos comensales, camioneros y trabajadores. A todos, excepto a uno: Lucy. Al ver derribado a su patrón y al inhalar el humor emanado por la sangre cálida de Samantha y del viejo sobre el piso, perdió el conocimiento y cayó detrás de la barra. No recuperó la conciencia sino hasta varios minutos después. Los asesinos la debieron dar por muerta, pues en la detonación de sus disparos no siguieron ningún orden que les haya permitido dar por contados sus aciertos. O tal vez no tuvieron nunca razón de ella. Como sea, durante ese tiempo, inconsciente bajo la barra, derribada ante el terror, un eco extraño permaneció retumbando en su pensamiento sesgado, «¡Diablo!», a la vez que el bullicio causado por los disparos y los gritos consumía los segundos en las paredes de la cafetería. En esa palabra se fundía un sentido lógico, pues, ¿qué más lo podría explicar?
Los balazos y las voces, las respiraciones, cesaron. La campana sobre la puerta de entrada sonó un par de veces. Los asesinos se habían retirado, y Lucy permanecía desmayada sobre el piso.
En algún momento entre los veinte y los treinta minutos después de haber perdido el conocimiento, ella despertó. Lágrimas amargas corrieron de inmediato por sus mejillas, al recobrar la conciencia e intentar entender lo sucedido. Un sollozo pausado se escapó de su interior.
El silencio mandaba, y la ausencia de los asesinos —y de los asesinados— se convertía en una compañía sediciosa. Lo sabía ahora, sin embargo: era sólo ella y la ausencia, pues la misma muerte había abandonado el lugar junto a aquellos dos hombres. Y así, como le fue posible, tras limpiar el exceso de humedad en sus ojos, y con gran esfuerzo, se levantó, apoyándose en la orilla de la barra. Jamás habría imaginado la cantidad de sangre que pueden guardar doce cuerpos humanos.
La tormenta de arena había parado definitivamente, y en aquella cafetería confinada y solitaria en medio de la nada, en ese camino único al pequeño poblado de Las Dunas, otra mirada se veía consumida por el horror, por el miedo, por la eterna mancha negra de la muerte. La joven Lucy, poseída por el mismo espectro que había acabado con las vidas de todos en la cafetería, registró las ropas del viejo (el de la frente perforada) tendido sobre el piso, y tomó las llaves de su camioneta.
La campana de la puerta sonó una vez más. Sus ojos, al igual que los de aquellos hombres, se habían secado por completo, y el ruido del motor del vehículo del anciano, al encenderse, se adhería al silencio que la desgracia había dejado tras de sí.

* * *

La matanza en la cafetería ha quedado atrás. Jean y el oficial, una vez fuera, subieron a la patrulla y siguieron su camino rumbo al poblado de Las Dunas. Unos minutos después, Lucy, quien de alguna manera parecía conocer sus planes, tomó la misma carretera hacia el pueblo, a bordo de la vieja pick-up color arena (era casi ridículo verla andar en el desierto, camuflándose a la perfección, confundiéndose con el polvo del árido horizonte).
Los acontecimientos, a partir de este momento, se sucedieron simultáneos en el extraño transcurrir del tiempo (ese tiempo venenoso del desierto, ponzoñoso como el jugo de la cascabel) de la siguiente manera: Lucy en la camioneta, manejando, dirigiéndose al pueblo; Jean y el oficial ya en Las Dunas, asesinando; Lucy en una estación de servicio —la pick-up se quedaba sin combustible—; Jean y el oficial se separan; continúan matando (el pueblo era pequeño, las calles largas y anchas: aquello era una cacería). Lucy asesina al encargado de la estación de servicio con el arma que éste no alcanza a tomar de detrás del mostrador (el hombre organizaba unos estantes en el primer pasillo cuando la joven camarera, sigilosa, entró y tomó la escopeta: buscó, apuntó y disparó). Lucy encuentra más municiones y las guarda en su delantal; sube a su vehículo, llevando la escopeta consigo. De nuevo en camino a Las Dunas.
El cielo lucía despejado por primera vez en días, la arena, como el Señor lo ha mandado, permanecía en los suelos (si no contamos aquellos granos rebeldes que por la incitación del viento se elevaban algunos centímetros), y el calor, el seco bochorno del clima árido justo por encima del trópico de Cáncer, al sentirse libre del aprisionamiento de la arena revoltosa, asediaba y sofocaba a todo aquél que se encontrase bajo su influjo. La naturaleza mórbida y ponzoñosa, y el ambiente que circundaban a Las Dunas, eran idóneos como escenario ante la ruina que cubría ya a los habitantes del pueblo. Y sus propias sangres, vertidas sobre la sequedad polvorienta de los suelos, matizaban con delicadeza cada detalle de esta obra macabra.
Fue alrededor de las once de la mañana, con el sol situado justo sobre sus cabezas, solitario en el profundo y despejado azul del cielo, que Lucy arribó al pequeño poblado de Las Dunas. Para esa hora, más de la mitad de los habitantes habían sido asesinados por Jean y el oficial, y la cacería continuaba. La comisaría, la taberna, el banco, y algunos otros establecimientos, habían sido azotados por el mazo férreo de la muerte. No había ya nadie para defender sus vidas, y los asesinos cargaban con municiones suficientes para acabar cinco veces con cada uno.
Lucy bajó de la camioneta, cargó con sus pequeñas manos la gran escopeta y comenzó a caminar. Sus diminutos pasos llevaban una dirección fija, los atraía el agudo aullido de súplica o dolor de algún desafortunado, y el seco y hondo estallido de las balas a lo lejos.
A pocas calles, se encontró con el joven oficial. Estaba éste de espaldas a ella y no fue capaz de apercibir su presencia. La joven camarera sólo necesitaba apuntar y jalar el gatillo, pues había cargado ya la escopeta antes de abandonar la pick-up. Así que apuntó, respiró y, mientras exhalaba su boca seca un aire caliente, su dedo se contrajo y accionó el arma. El vapor de su aliento no era todavía uno con el viento muerto del pueblo, cuando ya el proyectil de la escopeta hacía explotar la cabeza del oficial. Cayó primero su arma, después su cuerpo, comenzando por las rodillas, para finalmente fundirse entero sobre el polvo del suelo yermo.
A dos calles de ahí, los resabios del estallido de la escopeta de Lucy, a través del viento, alcanzaron los oídos de Jean. El joven giró instantáneamente y apresuró su paso rumbo al sitio del que provenía la detonación. Ella cargó el arma y se mantuvo en pie, con la escopeta en sus manos y lista para exhalar el plomo, pues sabía ya que Jean se aproximaba. La escopeta apuntaba ya, y apuntaba directamente a su rostro. Él, inmutable aún, caminó unos pasos más hacia ella, precavidamente, hasta detenerse. Lucy permanecía firme a unos cinco metros, apuntando, y el cadáver del oficial detrás de ella, empolvado, yacía tendido a unos pasos. Jean dejó caer su arma. Miró fijo al rostro de la camarera, fijo a su propia mirada reflejada en ella, plasmada en la de ella.
—Diablo —susurró él.
Lucy jaló el gatillo y la bala se impactó justo en medio de los ojos del joven. Jean cayó hacia atrás. Murió al instante.
Entonces, Lucy soltó su arma, y caminó con lentitud hacia el cuerpo del hombre al que acababa de matar. Una vez a su lado, tomó ella el revólver al que él mismo había renunciado. Colocó el cañón en su propia boca y tiró del gatillo por última vez.

El eco de ese último impacto despertó al hombre que cabeceaba al volante de su auto, en la carretera estatal. Pero el impacto tal vez provino del escape. El camino estaba libre, la tormenta de arena continuaba y la madrugada era profundamente negra; aquellos destellos violáceos del amanecer aún no se mostraban con claridad en el horizonte.
Miró el retrovisor, intentando despabilarse, y se sorprendió al ver en el espejo sus ojos azules. Por sorprendente que pueda parecer, no recordaba que fueran de ese color. En ese momento, antes de que pudiera sacudirse de encima la confusión, con su vista fija aún en sí misma, una luz resplandeciente y amarillenta cubrió su deportivo y su rostro adormilado. La luz provenía de un bólido V8.
El hombre de los ojos azules dirigió su atención hacia el camino. Tocó desesperado el claxon y elevó la intensidad de las luces de su auto, pues el V8 se aproximaba de frente: había invadido su carril y zigzagueaba con torpeza. El conductor del bólido no respondía y el temor consumía al hombre que en su reciente sueño había conocido un miedo semejante. Como en ese sueño, avistó el rostro de la muerte, y el rostro que las luces de su deportivo iluminaban, adormecido en el auto que se aproximaba a toda velocidad, en su mismo carril. Ese rostro era el suyo, su mismo rostro en ese sueño, el rostro de Jean, pero no en esta realidad. Lo comprendió entonces: fue él siempre el condenado a la hoguera, el hombre de los ojos azules que ardería incrustado en su auto tras el accidente, y Jean, el adormecido conductor del V8 azul marino frente a él, aún no había sido devorado por el resplandor demente que emitirían las llamas que su propia carne alimentaría.
I put a spell on you…
El hombre de los ojos azules, solo ante la duda, ante la sombra, giró con fuerza, violentamente, el volante de su auto deportivo. Se salió del camino, se volcó sobre la arena y comenzó entonces a arder en el desierto, consumido desde siempre por las llamas feroces de una nada irremediable que le regaló sus últimos instantes en un sueño que ya no viviría.
…because you’re mine.