miércoles, 27 de abril de 2016

Poesía: Romance nocturno

Por: Liliana Celeste Flores Vega


La argentada luna indiscreta
rompe las tinieblas ciegas con sus puñales de plata...
apaciblemente pasa la noche serena
cae tibia la garúa.

Perezosamente dormito
entre las frías sábanas blancas...
el grillo insomne
toca una desvelada sonata.

Un soplo vaporoso y gélido invade mi alcoba
tiemblan los leves cortinajes...
el lecho se estremece al sentirse invadido
y mi piel presiente su contacto.

La efímera vana dibuja sombras a la luz del farol...
su virilidad me seduce y cedo complaciente a sus deseos impuros...
ahora llueve... huele a fango...
y en el lejano robledal gimen elfos pavorosos.

En el lodazal danzan las cicindelas perfumadas...
laten ansias lujuriosas...
llantos cansados llegan con los murmurios musicales del bosque...
en la lejanía, detrás de la tormenta, llora un ángel.

Liliana Celeste Flores Vega, 1988




lunes, 25 de abril de 2016

Literatura: Una Visita al rancho (cuento)


(Por José Contreras)




La familia Garza viajaba desde la ciudad de Monterrey hasta un pueblito localizado como a cien kilómetros de distancia llamado Bustamante, en donde los padres de Néstor tenían un rancho caprino que medía doscientas hectáreas. Durante el trayecto hacia donde pasarían una semana de vacaciones, los pequeñines Eleazar y sus hermanas Evelyn y Enriqueta, de cuatro, seis y ocho años respectivamente,  disfrutaban viendo correr al tren paralelo a la camioneta en que iban, como si jugasen una carrera contra él en un paisaje repleto de mezquites, huizaches, nopales y otra vegetación nativa de la región desértica, coronada por sus filas de cerros de la Sierra Madre Oriental que, desde la carretera, parecían un grupo de gigantes cubiertos en sus partes más altas por las nubes . Tan emocionada como sus hijos estaba Herlinda, la señora citadina que jamás había conocido el rancho del que tanto le había hablado su esposo Néstor, que siempre le había prometido que le enseñaría a montar caballos; ya que sus suegros acostumbraban a visitarlos cuando tenían que atender algún negocio, vendiendo reses a carnicerías y restaurantes.

Por más de una hora, Néstor compitió con el tren, para finalmente llegar a la entrada de Bustamante cortada por las vías, por lo que tuvo que frenar hasta que la hilera de vagones de carga dejó de estorbarles para poder entrar al pueblo que los recibiría con sus huertos de nogales, proveedores principales de la nuez que se consume en el estado de Nuevo León. Acto seguido, en el camino hacia el rancho “Los Garzas”, Néstor bajó las ventanas de su camioneta para que su familia aspirara el aire puro del campo, ya que, al divisarse las primeras casas, éste se impregnaba del olor al famoso pan cocido en horno de leña conocido como semita. Se detuvieron en la primera panadería que se toparon y compraron semitas y empanadas. Tras la satisfacción del antojo de pan dulce, tardaron otros diez minutos en llegar a su destino.

Una verja enorme, con “Los Garza” grabado en un letrero, les dio la bienvenida. Néstor abrió el portón, después de cerrarlo se internó en un sendero cubierto de piedras aplanadas en vez de concreto, pasando por corrales en donde las cabras y los borregos pastaban hierba amarillenta, por la escasez de lluvias. Avanzaron como un kilómetro hasta llegar a la casa de los abuelos. El hogar era de una sola planta. No destacaba en lo arquitectónico, pero con sus seis recámaras, su amplia sala y el comedor, la cocina moderna y los servicios básicos como drenaje y electricidad provista por paneles solares en los tejados, era lo suficientemente confortable como para recibir el triple de invitados de los que habían arribado para celebrar las bodas de oro de los anfitriones. Detrás de la casa estaba un granero donde guardaban el forraje, y afuera de allí había un gallinero que proveía de huevo y pollo al lugar. En el patio había un palapa con una chimenea y un pozo que se usaba para cocinar barbacoa.

El aroma a barbacoa de borrego cocinándose en el pozo impregnaba el ambiente, lo que despertó el apetito de los recién llegados. Néstor padre estaba sentado en una mecedora, bajo la sombra de un mezquite, al lado del pozo, y bebía una cerveza mientras vigilaba la cocción de la barbacoa —Todavía le falta como cuatro horas, hijo —dijo a su vástago que había ido a saludarle y a preguntar por la comida, y terminó el resto de su cerveza, buscando otra en la hielera que tenía junto a la mecedora. —Si quieres lleva a los nietos a ver los corrales —finalizó, destapando otra botella, y añadió: —Pero que vengan primero a darme un beso. Llevo muchas horas esperando a que llegaran.

Herlinda estaba con Zenaida, su suegra, ayudando en la cocina mientras los niños iban a dormir una siesta en las habitaciones después de haber saludado al abuelo.

Pasaron dos horas. Herlinda decidió ir a despertar a sus hijos, pero cuando fue a los cuartos, comprobó que Eleazar no estaba. Entonces fue a fijarse si el niño estaba con su papá o con sus abuelos. Zenaida seguía en la cocina, destazaba un cabrito que Néstor padre acababa de matar. Cuando le preguntó a su suegra que si había visto a Eleazar, le respondió con una negativa y agregó que no era posible que estuviera con los hombres, ya que ambos Néstor cabalgaban y arreaban cabras para cambiarlas a otro corral para pastar. —Debe estar jugando afuera. Vamos a buscarlo —puntualizó Zenaida, dejando a un lado el cabrito.

La abuela y la madre salieron de la casa y se separaron para buscar a Eleazar con mayor rapidez. — ¡Eleazar! —exclamaba Herlinda en el gallinero—. —¡Eleazarito! ¿Dónde estás, chiquito?  —preguntaba en voz alta Zenaida mientras inspeccionaba entre el forraje almacenado en el granero.

Tras esto, convergieron en el patio y siguieron buscando, juntas, al niño en los alrededores de la casa. Entonces pasaron por la palapa y vieron que la tapa del pozo de la barbacoa estaba corrida hacia un lado, como si alguien la hubiera arrastrado. Al final, después de una búsqueda desesperada por todo el rancho, pudieron encontrar al pequeñín adentro del pozo, encima del borrego, cocinándose. 




                                                                               *

Título de la imagen: Ferrocarril en Bustamante, Nuevo León.
Fotógrafo: J. Hector Alanis Rojas
Fuente: http://aroundguides.com/30198810/Photos/52446295
Usada en este cuento con fines ilustrativos, sin ánimos de lucro.


sábado, 23 de abril de 2016

Música: Ludwig van Beethoven y Johann Wolfgang von Goethe, admiración e incomprensión

Por:  Silvia Villarespe


Ludwig van Beethoven y Johann Wolfgang Goethe (grabados del siglo XIX)

Era el verano del año de 1812, en la ciudad de Teplitz, una sonriente población de aguas termales que hoy se encuentra en el territorio de Bohemia. En aquellos lares, muchos visitantes caminaban durante las tardes soleadas y diversos bañistas disfrutaban de los ríos, que les aportaban serenidad. Solía pasear por ahí un personaje extraño, con las manos siempre hacia atrás, que meditaba, que a veces hablaba, y otras se detenía presuroso y preocupado por la idea que se le iba de la cabeza. De su bolsillo, dos grandes lápices sobresalían. Su levita café, su cabello enmarañado. Era un hombre misterioso, llamativo, y pocos sabían de quién se trataba: el genio incomprendido.
 
Goethe y Beethoven en Teplitz (por A. Karpellus)
Ludwig van Beethoven admiraba a Johann Wolfgang von Goethe desde su juventud en Bonn. Fue en los círculos de lecturas que sostenía con logias masonas y familias de abolengo de su ciudad natal donde se adentró en la obra de Goethe: sin duda con Werther, o Goetz von Berlichingen, y tal vez la primera parte de Fausto, pero fue su poesía la que ocasionaba en él un torbellino de sentimientos. Sólo por amor a esas poesías, la indiscreción, la insinuación, la musicalidad de las palabras, la profundidad de éstas, la armonía de los sentimientos que nos hablan de lo lejano y a la vez de lo que yace en el fondo del ser. Desde 1810 y hasta 1811, Beethoven compuso algunos lieder (canciones) con versos del poeta: Erlköning, Mar en calma y un feliz viaje, La bella zapatera, A la esperanza, Anhelo, entre otras.

Caminando el genio, recibe una carta que le anima, le sobresalta. En su rostro se dibuja un gesto de indescriptible alegría y emoción. Era de quien había de concertar la cita, una joven chica llamada Bettina Brentano, aquella hija adoptiva de Goethe, quien estaba logrando lo que a muchos les parecería uno de los días más sublimes para la música y la literatura alemana.
 
El incidente en Teplitz (Tully Potter Collection)
Pero Beethoven era un espíritu apasionado, libre e impetuoso. Goethe había dejado de ser Werther, adoptando empleos burócratas, convirtiéndose en un celoso y riguroso investigador de las ciencias botánicas, experimentando un profundo cambio en su vida sentimental y profesional después del viaje a Italia 15 años atrás. La idea de lo sublime le parecía ahora poco menos que enfermedad; lo nuevo dentro del arte no era más para él que una locura, por lo que sus convicciones se construían de una idea de armonía y belleza equilibrada; simplemente, el refinamiento de un diplomático. Eran caracteres demasiado opuestos para que pudiera nacer entre ellos una verdadera amistad. Beethoven tenía 42, Goethe 62.

El día del encuentro, Beethoven y Goethe caminaban juntos por la calle. La gente los saludaba continuamente, haciéndoles igualmente inclinaciones. Goethe manifestó su fastidio ante el saludo de tanta gente, pero Beethoven, con una risa inocente en los labios, dijo: “no os preocupéis, excelencia, quizá esas reverencias sean únicamente para mí”. Goethe lo miró de forma inusual, nunca acostumbrado a palabras como ésas, quedándose callado. De repente, sintió el fuerte brazo de Beethoven tomando el suyo. Se acercaba la carroza imperial; la familia también estaba de paseo por aquellos lugares. El compositor le dijo al poeta: “continúe asido a mi brazo, son ellos los que nos deben dejar pasar, no nosotros”. Goethe se apartó de Beethoven, se descubrió e hizo la inclinación acostumbrada. En cambio Beethoven caminó en la forma habitual, se hundió el sombrero hasta las orejas, y miró enfurruñado al suelo. No obstante esta actitud, la emperatriz lo saludó primero y el archiduque se llevó la mano al sombrero. Cuando hubieron pasado, Beethoven se volvió hacia Goethe y le dijo con cierta complacencia: “os he esperado, porque os honro y os estimo como merecéis, pero creo que les habéis hecho demasiados honores, esa gente me conoce, el archiduque es mi pupilo, es constante pero le falta talento, es simple como esos individuos entablando una discusión sobre los emperadores”.

Monumento a Goethe en Berlín (Fritz Schaper, 1880)
Más tarde Beethoven, con la voz en alto, le afirmaba: “cuando alguien como yo y usted se encuentran juntos, esos señores deben sentir nuestra grandeza”. Goethe, un hombre de mundo, lo miró sorprendido, con la boca abierta y los ojos desorbitados. No pronunció palabra. Beethoven continuó caminando con una sonrisa en los labios. 

Después, el músico tocó para Goethe, éste parecía profundamente emocionado, y Beethoven, con júbilo, le gritó: “maestro, no esperaba esto de usted, hace muchos años di un concierto en Berlín, lo hice lo mejor que pude y creí haber conseguido algo bueno, aunque sea un poco de éxito, era algo demasiado fuerte para mí, no comprendía nada, el misterio se aclaró: todo el público berlinés era delicadamente cultivado, estaban emocionados hasta las lágrimas y habían empapado sus pañuelos para demostrarme su agradecimiento. Pero esto le resultó indiferente a un grosero entusiasta como yo; vi que había tenido un auditorio romántico, pero en absoluto artístico. Pero de usted Goethe, no podría soportar esto, cuando vuestros poemas han penetrado en mi cerebro han producido música y me he sentido tan orgulloso de elevarme tan alto como vos, si vos no me reconocéis, entonces ¿quién lo hará? ¿De qué montón de miserables, tendré que hacerme comprender?”. El poeta, tiempo después, pronunció estas palabras: “Su talento me sorprende, es un rebelde indomable, y nada tiene de raro que el mundo le parezca detestable. Su carácter no le hace agradable para sí mismo ni para los demás. Pero todo esto tiene una razón que le hace digno de algo de compasión, ya que el oído le abandona, tal vez el mal sea menos dañino para su ser musical que para sus relaciones con la sociedad. Él, taciturno, por naturaleza, lo es más ahora por su enfermedad”.

Monumento a Beethoven en Bonn, Alemania
Nunca mencionó Goethe a Beethoven en sus obras. Temía que la impetuosa música de Beethoven perturbara la serenidad de su espíritu, que había conquistado después de tantas renuncias. Mendelsohn, que visitó a Goethe en Weimar en 1830, contaba que el poeta no toleraba que le hablaran de Beethoven. Sin embargo, una vez aceptó escuchar la primera parte de la 5a sinfonía. El dramático comienzo lo sacudió visiblemente, pero no dejó traslucir su perturbación y comentó: “con esa música grandiosa e insensata, la sala parece derrumbarse". Tras escuchar el comienzo de la 5a regresó a casa pálido y tembloroso. Nunca volvió a escuchar la música de Beethoven.

Beethoven dejó al mundo el más grande de los homenajes a Goethe: la música incidental del drama Egmont y diversos lieder u obras musicales, donde el profundo entendimiento de las palabras del poeta se expresaban en una conversión musical majestuosa; el maestro podía oír y ver mucho más allá de las cosas y de la esencia misma. Beethoven contaba el incidente en Teplitz, tan divertido como un niño, hablando a la vez de su decepción del comportamiento de Goethe, pero divertido por haberlo hecho rabiar.

Sin embargo, al final, Beethoven seguirá elogiando a Goethe; con el tiempo logrará reconciliarse con el genio de las letras. Al final de sus días, lo seguirá venerando como al más grande representante de la literatura alemana.
 

Goethe y Beethoven, en aquel famoso encuentro en la ciudad de Teplitz en el año de 1812.
 
Estampilla postal que recuerda el 150 aniversario del "Encuentro en Teplitz"


BIBLIOGRAFÍA:
Rolland, Romain, Goethe-Beethoven, Barcelona, Ediciones Orbis, s.a.

Literatura: Apocalipsis 3:16 (microcuento)

por: Norma Barroso

APOCALIPSIS 3:16


Como todo buen padre, amoroso y tierno, juntaste a todos tus hijos, con tu brazo derecho los rodeaste y los acercaste a tu pecho. Todos ellos llenos de alegría cantaban alabanzas por tus bondades, a tu oído llegaban las más dulces palabras de gratitud que jamás hayan existido.

Tú sonreías complacido. Fue tanta tu dicha, que en un intento de dejar desbordar la felicidad por la boca, la abriste tanto que uno de tus hijos más cercanos cayó a ella y sin remedio lo tragaste. Su sabor te invadió; era un sabor dulzón y cálido que te quemó un poco el paladar, después la garganta, y cuando llegó a tu estómago, sentiste el confort de su fuego en todo el cuerpo. No pudiste evitar probar a otro, y a otro, y otro más; ardías en fiebre por todo el calor que produjeron en ti tus hijos de fuego. Notaste que no habías probado a los más alejados y tomaste uno. Fresco y un poco ácido, como la brisa del mar en los parpados cansados, así contrarrestaste el fuego de los primeros, con el frío de los segundos. En los días de invierno engullías hijos para quitarte el frío, y en las noches de verano te refrescabas con los otros, a los que paseabas con tu lengua en las profundidades de tus fauces, hasta que se derretían por completo.

Así pasaste mucho tiempo devorando hijos, hasta que un día te diste cuenta de que había otros, estos estaban colocados justo en medio de los fríos y de los calientes. Con curiosidad tomaste a uno de ellos y te dispusiste a saborearlo como a los otros. Al meterlo en tu boca sentiste su textura; no era dulce y caliente como la de los primeros hijos, tampoco era dura y fría como la de los segundos, era una textura tibia y viscosa la cual no soportaste y te hizo vomitar.

Vomitaste por días, casi quedas en los huesos por el asco que te provocó la tibies de tus últimos hijos, y no pudiste volver a comer de los otros. Así que los maldijiste y como castigo los tragaste, sólo para vomitarlos y convertirlos para siempre en una horrible masa nauseabunda...

...pero, como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.




Giotto di bondone- Last judgement

jueves, 21 de abril de 2016

Poesía: Atardecer

Por:  Liliana Celeste Flores Vega




Con destellos color bronce 
los últimos rayos solares se filtran 
por la tosca ventana de pesados cortinajes 
y simulan ser fuegos fatuos 
donde danzan 
las inquietas salamandras. 

¡El atardecer!... 
la belleza del ocaso es patética 
y deja una extraña sensación en el alma, 
es como una dulce tristeza que alegra 
y es como una amarga alegría que entristece 
tiene sabor a veneno y embriaga. 

En el candelabro de plata denegrida 
arden tres velas aromáticas 
y la luz con la sombra mezclada 
dibuja oscuros figurines 
en el añoso muro 
de piedra gastada. 

En el espejo de marco tallado 
se vislumbran vagos reflejos 
de ignotos y olvidados fantasmas 
y desde el pasadizo húmedo 
llega el rumor de los pasos 
de los muertos que nunca nacieron. 

Enero de 1995.

miércoles, 20 de abril de 2016

Literatura: Los culpables (cuento)

Por: Antonio G.
Salvador Lavado Tejón (Quino).



Un día mi dinero cobró vida. Me quedé dormido, y a la mañana siguiente ahí estaban los vástagos de mi fortuna, de pie frente a mí; no necesitaron decírmelo ni yo preguntárselos, simplemente había algo que nos hacía saberlo. Yo era su amo y ellos mis sirvientes.
Yo soy rico, y en este país ser rico quiere decir tener mucho capital. Como siempre llevo mucho dinero en mi cartera, el día en que esto sucedió, mi cuarto terminó lleno de gente.
Reconocí rápidamente cada denominación de billete en la cara de esos que me rodeaban: los grandes tenían una cara afilada, tosca, se mostraban reacios con los otros, mirándolos a todos como hacia abajo. Sabían lo que representaban y se sentían con el derecho de comportarse con atrevimiento, enojo y desesperación. Los chicos eran más tranquilos y prácticamente sumisos. Como era de esperarse, entre menor era su denominaciónmás nobleza parecían expresar sus miradas. Yo no poseía monedas, así que nunca supe qué tan nobles podrían ser ellas, aunque, por lo visto, supongo que mucho.
Como era mi dinero, decidí decirles que me siguieran: quería que estuvieran siempre conmigo.
Cuando salí a la calle, vi a toda la gente acompañada; yo vivía en una zona opulenta, así que a todas las personas nos escoltaban casi la misma especie de billetes humanos. Entre ellos trataban de no mezclarse ni por error, si se llegaban a estorbar, escupían la molestia por los ojos y nunca se pedían perdón ni permiso para pasar.
Era raro, el dinero no era amable.
Mucha gente iba muy bien acompañada, tal como yo, y otra no tanto. Estábamos todos en la misma zona, pero unos a duras penas podían darse el lujo de vivir ahí. Pobres de ellos, pensé, porque esta mañana no pueden ocultar su falta de dinero, basta con ver qué tantas personas van a su alrededor.
Aquel día hice varias compras y, por la tarde, ya de regreso, me di cuenta de que mi compañía era diez veces menor que con la que contaba horas antes. Eso me hizo sentir un poco mal, tenía menos personas con las cuales platicar, aunque, siendo sincero, los billetes de alta denominación hablaban poco; luego me percaté de que no importaba que ellos no hablaran mucho y que los menos valiosos sí: yo quería a los altos, a los que veían con arrogancia a los demás.
Así que, los días siguientes, cada persona que salió a la calle trató de verse lo más acompañada posible. Afuera había tanta vida; la gente reía con su dinero, les gustaba rodearse de él, platicar, tomar el café, llenar las plazas.
Un mes después salió en las noticias que había una sobrepoblación en la ciudad: los bancos ya no tenían billetes humanos para dar porque la gente estaba sacando todo su dinero con el fin de estar acompañada. No había suficiente para abastecernos.
Eso sembró pánico. Era increíble, lo sé, pero nos daba miedo no tener más dinero que el que estaba en nuestras casas o el que caminaba con nosotros.
Y fue ése el hecho que tal vez lo cambió todo, porque el capital se dio cuenta de nuestra turbación: los billetes se percataron de que queríamos rodearnos de ellos y, peor aún, que éramos más felices estando entre ellos que con nuestros propios familiares y amigos.
No quise aceptarlo aunque en el fondo lo sabía, ni tampoco quise pensar que el dinero lo había notado.
Un día por la mañana, vi que todos mis billetes tenían una reunión. Fue inaudito porque, como ya dije, billetes grandes rara vez hablaban con billetes chicos; pero esto era diferente, se estaban poniendo de acuerdo para algo, pero no sabía para qué.
Les hablé entonces, mas no me hicieron caso. Tuve que hacerlo otras tres veces, en la última alcé la voz. Ellos voltearon y uno me dijo:
No queremos que seas más nuestro amo. Nosotros hemos acordado esta reunión y decidimos que ahora seremos quienes mandemos. Si quieres estar rodeado por nosotros todavía, tienes que aceptarnos como los amos. Nos hemos dado cuenta de que no puedes vivir sin nuestra compañía.
—¡Ustedes son míos!
Tú eres más de nosotros que nosotros de ti. Si queremos nos podemos marchar, no lloraríamos estando lejos de tu compañía; tú, sin embargo, quedarías deprimido si no permanecemos contigo. Además, esto está pasando en todos los hogares de la ciudad, no te aflijas pensando que serás el único que nos aceptará o rechazará. En todo caso no será doloroso, sólo tienes que aceptarnos como tus amos y señores. No llevarás una correa como perro, simplemente el pensamiento te dirá quién es el que manda en este lugar.
Entonces acepté.
Después me enteré de que mis familiares habían acordado lo mismo, e incluso los padres de nuestra iglesia; de hecho, no supe de ninguna persona que no hubiera aceptado el mismo pacto.
Poco a poco, así como nos habíamos acostumbrado a vernos acompañados por billetes, nos habituamos a que el dinero nos mandara, a que nos aconsejara sobre qué hacer y qué no. Todas nuestras decisiones eran influenciadas por los billetes humanos, no había una sola cosa que uno pudiera hacer sin que ellos metieran sus pláticas, sus pros y contras, su evaluación de la situación.
Luego de un tiempo ya ni siquiera tenían que hablar cuando queríamos hacer algo, porque cada quien por sí mismo pensaba lo que diría cada billete, y bajo eso decidíamos si hacer algo o no.
Un día, en las noticias se transmitió un discurso de nuestro gobernante. Era corto, simplemente decía:
“Damas y caballeros, he aceptado el pacto con los billetes, así que de ahora en adelante el dinero nos gobierna”.
Una mañana los billetes ya no eran humanos; todo era tal cual lo es ahora, pero nosotros no necesitábamos ya que nos estuvieran aconsejando: teníamos todo en el cerebro, pensábamos como el dinero, pensábamos en el dinero.
Y así inculcamos a nuestros hijos.
Conforme pasó el tiempo, y los que vivimos esa época donde el dinero cobró vida comenzamos a morir, dejó de conocerse esa historia.
Es triste, ahora que lo pienso, si aquel día yo hubiera dicho “No”, en lugar de “Sí”, tal vez todo hubiese sido diferente.
Las nuevas generaciones dicen que el dinero nos corrompe, pero eso es una mentira muy grande: nosotros fuimos los que en aquel tiempo corrompimos al dinero, le dimos el poder… pero nos cuesta, nos cuesta darnos cuenta, y nos quitamos la responsabilidad diciendo que él es el culpable… y ahora lo sabes.

domingo, 17 de abril de 2016

Teatro: El surgimiento de los payasos (ensayo)

Por: Daphy


El juego de Bufón y Arlequín según el Carnaval de Venecia

Según afirma una muy antigua leyenda popular china, hace unos cuatro mil años un bufón llamado Yusze, servía en la corte del Primer Emperador Qin Shi Huang. La fascinación que causaba dicho personaje era tal, que desde esa época de la historia le sería otorgado un privilegio único: el poderse burlar del Emperador, y opinar e influir en sus decisiones, aunque dicho beneficio debía Yusze ejercerlo con cautela, pues de sobrepasarse o equivocarse, podía pagar el atrevimiento con su propia vida.
El payaso en la antiguedad: Lubyets y P'rangs
Se sabe que Qin Shi Huang proyectó la construcción de la Gran Muralla con un saldo de casi dos millones de muertos. El Emperador, no contento con esto, tuvo la idea de pintarla, con lo cual todo el pueblo se estremeció; pero sólo el bufón fue capaz de sugerirle, tal vez medio en broma medio en serio, que no lo hiciera, y el mandatario terminó por ceder, ahorrándose con ello muchos años de trabajo y más muertes.


En otras partes de oriente aparecieron los Lubyet (u "hombres frívolos"), que caminaban y tropezaban llevando parasoles, y haciendo una pésima imitación de los miembros de la realeza. En Malasia, concretamente, surgen los p'rang, bufones que llevaban máscaras hechas de carrillo, colores intensos sobre las cejas, y enormes turbantes hechos con telas brillantes y exóticas. El p'rang tenía la función de amenizar las comidas de altos dignatarios valiéndose de su ingenio y extravagancia en el vestir, siendo entonces el auténtico antecedente del payaso occidental.

Literatura: Flor de Almizcle (prosa)



Por: Orlando Núñez


Dos desconocidos, que se miran, de reojo, como tratando de conocerse, pero sabiéndose conocidos. Y él mirando después la espuma de la cerveza, caliente y amarga, ella sonriendo a diestra y siniestra, sonrisa enorme, de finos dientes, colmillos protuberantes y hermosos, jugando con las manos en el pecho de sujetos distintos a él. Él que ansia conocerla, ella que lo mira de nuevo, un poco extrañada, un poco por placer...tal vez, pero repugnada por una personalidad incierta, disfrazada de total jovialidad, mas desconocida.

Y de nuevo él, extasiado siempre de cada detalle, de un atardecer pálido, un anochecer que no cae, pero que se asoma tras de los hombros suaves de ella, y las caderas, y los senos, la blusa holgada y el corpiño, transparente a través del rojo o anaranjado, el contorno después de un par de muslos largos y delgados que sabe llevan al último de los fines, a la consumación de todo su erotismo y todas las conversaciones que no ha tenido con ella, una punta de flecha bajo el ombligo, una flor de almizcle y piel. De nuevo ella, mirándolo, mofándose sin saberlo de sus deseos...apenas conocido y disfrazado por la embriaguez y luego una charla, sin un después, aplastada por un crudo desinterés -falso-, y la necesidad de repetirlo, de enmarcarla en rayos de luz pálida, amarilla, de mirar los ojos marrones, hundidos en manchas rojas, hijas del alcohol, y el cabello, melenudo, rizado...conocerla toda, y sentirse conocido, conocido todo.

sábado, 16 de abril de 2016

Poesía: El vampiro suicida

Por: Liliana Celeste Flores Vega

 


Camina envuelto en las gélidas nieblas de una noche de invierno 
por callejuelas antiguas y decadentes,
viste de negro y sus largos cabellos oscuros
hacen más pálida su cadavérica faz
en donde sus ojos relucen como dos carbunclos.

Despojo de una raza inmortal que duerme en los sepulcros,
hace cinco centurias vaga añorando los lejanos tiempos pasados de su juventud,
antes desafiaba a los cazadores, ahora ofrece su pecho desnudo
fatigado de vivir y de deambular bajo la luz eléctrica
que finge un falso día entre edificios, clubes y automóviles.

Ya casi amanece... llega a una iglesia
y blasfemando se enfrenta al sol naciente
orgulloso y desafiante como un réprobo
saca una estaca de debajo de su capa
¡y se la hunde en el corazón!

Liliana Celeste Flores Vega, 1996


viernes, 15 de abril de 2016

Poesía: Males necesarios

Por: Henry Castellanos


Gustav Klimt - El árbol de la vida (1909)


Esperar y esperanza: considero esas dos palabras como lo más bajo, lo más vil. La primera nos deja agonía, incertidumbre, ganas de arrancar el tiempo de la memoria, tristeza y, por último, si tienes suerte, una decepción bien puta. La segunda es algo de los mil demonios, comienza con la decepción y va empeorando. La esperanza es el peor de los males debido a que alarga el sufrimiento del ser humano, dijo un filósofo alemán. La esperanza es tropezar con la piedra y volver a hacerlo creyendo que ésta no te tumbará una vez más; y te quedas una y otra vez probando, hasta que te enamoras de la piedra. 

A pesar de todo, continuamos esperando lo que no llegará y teniendo esperanza, aunque nos seguirá apuñalando. Pero cuando aquello llega y esto ocurre como uno quería, es cuando decimos que hemos burlado todo mal destino augurado por los Dioses. 

Por eso seguiré esperándote y teniendo esperanza en que será como queremos, aunque esto nos arranque la existencia...


jueves, 14 de abril de 2016

Literatura: Apología del silencio (cuento)

Por: Karim Yaver


Pintura por Naz, "Sin título" (2016, inspirada en "Apología del silencio"), técnica mixta sobre madera, 30 x 30 cm.


«Porque si no uso la lengua para hablar tropiezo con mis labios que crecen, con mis labios enormes, y me muerdo, y luego me lo trago todo; así, justo así, como si me tragara a mí mismo. Es tanta la saliva, después, que parece que nado. Entonces hablo y hablo y hablo, porque si no lo hago, termino por ahogarme». Y luego un silbido, a lo lejos. No importaba su origen, de dónde proviniese ni quién lo estuviera emitiendo, siempre, en cualquier lugar, en cualquier momento, todo silbido lo arrojaba de vuelta treinta años atrás a esa escena gris en que él y su padre compartían un espacio y un tiempo precisos como asistentes de un espectáculo que en ese entonces le parecía único: aquella máquina giratoria que lo obsesionaba, girando y girando… silbando. «Papá, ¿por qué salían chispas cuando ponías ahí el cuchillo? Papá…»
Fue justo en esa época cuando su padre dejó de hablar, y cuando para Luis las palabras comenzaron a ser algo más que un simple medio, una simple herramienta. Para este joven, no tan joven ya, para este niño envuelto en la carne casi arrugada de un adulto medio, para este ser pequeño por las dudas y la angustia que acarrea el no encontrar jamás respuestas —al menos nunca las que él espera—, para Luis, decía, para él, son las palabras la confesión, confesión igual a la de otro hombre triste. Pero Luis no es realmente un hombre triste, hay demasiada energía en él, ¡qué digo!, demasiadas imágenes. Porque para Luis las palabras son alimento. Estamos frente a un vampiro de las palabras que no hace más que escupirlas. «¿Sabes lo que es ser esclavo de tu lengua?...»
Luis, hablábamos del sonido aquél, ése que te obsesionaba cuando eras niño. ¿Recuerdas que papá hacía girar la rueda y con delicadeza colocaba el filo del cuchillo sobre ella? «Era como ver a una hermosa bailarina danzar sobre una pista de metal caliente, un cisne blanco ardiente y veloz que a su paso dejaba chispas y fuegos artificiales. ¡Bum! Retumbaban en mis oídos, desde dentro. Casi podía oír a los perros asustados aullando por el tronido y el relámpago. De pronto volvía a la realidad, y lo que veía era lo que escuchaba: un silbido helado y penetrante con el que yo mismo podía danzar. A veces platicaba con él, en mi cabeza claro, o papá me hubiera escarmentado, antes de perder su lengua: “sólo los locos y los idiotas hablan solos, y mi hijo no es ni idiota ni loco”. Pero cuando papá dejó de hablar y yo lo acompañaba a afilar su cuchillo, entonces ya podía estar seguro de que no me diría nada, aunque yo quisiera que lo hiciera —y tal vez por eso lo hacía, hablaba y hablaba solo, esperando quizá que un día papá no pudiera contenerse más y de pronto me gritara, me sermoneara, me pegara incluso; pero que me hablara, que me dijera algo. Hablaba entonces con el silbido que nacía de la rueda y el cuchillo. Imaginaba yo que así nacían los bebés, como si de esa danza sensible y armónica del cuchillo-papá con la rueda-giratoria-mamá, de ese resbalar naciera un silbido acompasado, perfecto; y yo de pronto era ese silbido, y yo de pronto me daba cuenta de que hablando con él lo que hacía era hablar conmigo, y entonces hablaba con total libertad, porque ya no importaba lo que papá escuchara, puesto que no podría decir nada, no iba a decir nada, nunca, y yo ya tampoco podría callar jamás».
Luis no tiene bien ubicado entre los recovecos de su memoria el momento específico en que su padre dejó de hablar; mucho menos cómo fue que se dio ni por qué. Lo que sí recuerda es cómo fue que él comenzó, por el contrario, a dejar de callar. Aunque sólo tiene presente que un día pasó… «Y lo recuerdo perfectamente, fue con el silbido».
Su padre era carnicero, y a él no le agradaba que el pequeño Luis, el pequeño niño impresionable ya consciente, estuviese presente cuando tenía que destripar a algún chancho o cortarles las cabezas a los pollos —deseaba algo más para su hijo: que rompiera con la tradición y se dedicase a otra cosa cuando le llegase su momento—, aunque no oponía ninguna resistencia cuando lo acompañaba al patio trasero a afilar sus cuchillos. La madre de Luis murió siendo él muy pequeño… «Tanto que no la recuerdo. No sé cómo era y papá nunca hablaba de ella, siempre evadía mis preguntas, como aquella vez que…» Entonces su padre tuvo que hacerse cargo del bebé él solo, pero no podía descuidar tampoco el negocio familiar (su propio padre, su abuelo y quién sabe cuántas generaciones atrás, fueron todos de oficio carniceros). En ese momento, con un bebé Luis memoria-de-teflón, ¿cuál podía ser el problema? ¡Era justamente un bebé! Aunque ya desde entonces no deseaba que su hijo estuviese presente, pensaba en que los niños no suelen recordar las cosas precisamente cuando son bebés, ¿qué importaba entonces que lo observase mientras destripaba a los cerdos y degollaba a los pollos? Así, cada mañana, desde antes del amanecer, el bebé Luis veía cómo su padre introducía ese cuchillo —recién afilado la tarde anterior— en el vientre rosado y henchido de mamá puerca, haciéndolo resbalar a todo lo largo, dejando a su paso una abertura de Gran Cañón por la que emergían triunfantes las tripas oscuras y los riñones rosados, y el hígado púrpura y el estómago blanquecino, y los últimos restos de sangre y toda la peste de la muerte congelada. El bebé Luis sonreía al gran papá con la sonrisa del infante que goza, agitando una sonaja plástica que titilaba como campanas de catedral en aquel lugar cerrado; papá devolvía esa sonrisa con una carcajada al tiempo que dejaba caer el machete sobre el hueso que asomaba… ups, éste no era un cerdo y seguía un poco vivo, y el bebé que no recordaría veía cómo a la cara de papá se adherían, salpicados por el golpe, unos puntos rojizos que de a poco iban convirtiéndose en manchas como de Rorschach.
La época era mala. Nadie se imaginaba cómo era posible que el carnicero no fuera a la quiebra, como tantos otros… «Papá tampoco me contó eso, pero cuando crecí me enteré de que, en efecto, había habido algo así como una gran crisis en el pueblo, tal vez por la guerra, aunque la guerra no nos tocó a nosotros, pero siempre sus efectos se dejan ver, ya sabes, lazos económicos y comerciales y…» Sí, Luis, yo estoy contando esta historia, tu historia… Decía que la época era mala, y su padre se vio en la necesidad de encontrar la forma. Por la crisis se habían incrementado demasiado los precios de la carne roja, y muchos terminaban arrojados a las calles… «A veces creo que recuerdo cómo papá introducía el cuchillo en esa carne, entonces me entran ganas de rezar…» Luis, no me interrumpas… Había que alimentar al pequeño, pero la mejor manera de olvidar lo hecho era callándolo; había que guardar silencio, por respeto y por asco, creer que la carne era de cerdo… «…o de ir a la iglesia…» Luis, ¡ya cállate! «…y confesarme…» ¡Me largo, Luis, me largo! «…y luego, luego guardar silencio… por un instante. Sólo un instante».

Artes Plásticas: La pintura de los Hermanos Morgun II - Slava Morgun

Por: Daphy

Mis amigas las flores (óleo sobre tela 31 1/2 x 47 1/) 

Nacido en 1982 en Nizhny Novgorod (Rusia), Slava Morgun -hermano gemelo de Katya, y de la que ya hablamos en una entrada anterior-, demostró gran interés por el arte pictórico desde los tres años.
Escena en el paraíso (óleo sobre tela 47 x 31)
"A un principio -relata en apuntes aislados- pensaba yo que mi inclinación era una especie de reflejo, ya que a mi gemela le gustaba pintar con cualquier material sobre casi cualquier superficie. Le era indifirente usar lápices de colores, que un viejo estuche de acuarelas que encontramos por accidente en el ropero de nuestro padre. Mas adelante, descubrí un extraño placer al hacer lo mismo. No era un reflejo propiamente dicho, sino un gusto compartido, de aquellos que no es difícil ni raro encontrar en parejas de gemelos idénticos".

Desde los siete y hasta los quince años, Slava y Katya asistieron a la Escuela Básica de Artes de su ciudad natal, titulándose ambos con calificaciones perfectas y completando su formación en 1997 con los más altos grados de excelencia académica. Más tarde, en el 2002, se trasladan a Moscú para estudiar pintura, escultura y arquitectura en la prestigiosa Academia Rusa de Glazunov. 

A lo largo de sus estudios en Glazunov, se le otorgaron a Slava, diplomas y certificados de honor que dieron testimonio de su participación en diversas exposiciones llevadas a cabo en multitud de ciudades rusas.
Admirando la belleza (óleo sobre tela 47 x 31)
De gran importancia fue el año 2004, en que se exhibieron pinturas suyas y de Katya en la Tercera Exposición Rusa celebrada en la ciudad de Yaroslav, y en la que participaron los mejores talentos jóvenes de aquel vasto país. Por su enorme talento, ha recibido los mas grandes galardones que otorga el Ministerio de Cultura de la Federación Rusa.

"A veces pienso -prosigue Slava- que este mundo estaría muerto sin el arte. Me deprime imaginar una ciudad sin esculturas, con fachadas de casas y edificios conformadas como por accidente, con colores puestos sin intención... todo como un accidente de los que hay muchos en la naturaleza". 

Su pintura comparte elementos comunes con la de Katya: el gusto por las flores, el encuadre nostálgico y ensoñador de sus lienzos, y, también, el gusto por retratar exclusivamente mujeres. Sin embargo, técnicamente hablando, el trazo es más difuminado para lograr un ambiente con mayor ensueño que el recreado por su gemela, lo que lo ubica más dentro del pos-romanticismo y menos del lado del realismo. La paleta de colores privilegia los tonos pastel y se inclina por una iluminación clara. Sus trazos son suaves y delicados, al tiempo que en los gestos de sus modelos se advierte una tenue inocencia en las miradas. Las pinceladas son corridas y los contornos muy poco contrastantes para lograr una sensación de evocación onírica a la vista. Por excelencia, es retratista y gusta de utilizar óleo sobre tela.

Desde el año 2009, Slava sigue dedicando tiempo a sus estudios académicos de posgrado, formándose cada vez más como uno de los grandes artistas plásticos rusos de nuestro tiempo.

Momentos de encanto (óleo sobre tela 40 x 55 1/2)